“Vengo del cementerio y le dije: He vuelto, abuelo, para decirte que el dolor, aullido de piedad, puso verdad a tu vida, y robó el miedo a mi infancia. Cuando ahora rehago los caminos, piso las mismas piedras, tomo la sombra bajo los mismos árboles, veo los mismos bichos, entonces cogido de tu mano ardorosa, ahora en profunda soledad, y cuando sobre las vigas del viejo caserón anidan las golondrinas que entran por las ventanas vacías, mi mirada infantil, protegida por los mitos, protectores del pensamiento, acampa debajo de mi alma. En este mundo, tu ausencia siempre presente zumba y asaeta desde el otro lado del muro, refresca mi memoria atrapada entre escombros y mordisqueada por los hierros de la vida, y rehace esperanzas que tienen mi corazón en un puño. El tiempo, máquina trituradora de sueños, no ha cambiado ni una sola palabra de cuantas me dijiste. Ahora sé, abuelo que la muerte no produce sombra cuando es vida”. Me lo dijo apostados a la barra del bar y se fue. Desde entonces, nos sentábamos en el mismo banco en la escuela, no había vuelto.