Estas tardes de otoño, la eterna canción del Eiroá se confunde con el repicar de las nueces al caer sobre el suelo pisado del patio y el asfalto del camino, y con el murmullo, como hebras de voces ancestrales, de las hojas zarandeadas por el viento. Por la tarde sale a pasear por la huerta para contemplar los pensamientos de Dios colgados como membrillos y se queda absorta con la calma que lo traga todo como barranco sin forma, sin fondo, desde donde todo, sin palabras, habla a gritos, preguntando: ¿Qué es todo esto? Ya se empiezan a dibujar en el cielo columnas de lágrimas de los bosques quemados en las chimeneas. Cuando llega la noche, los recuerdos amplios como el mar, hojas errantes, hilan nudos que la memoria disuelve.