Caminando al amanecer por las calles del pueblo, el caminante ya siente el vacío de algunas voces que resonaban ayer y hoy ya no se oyen y cuando aún retiene en el oído los primeros gallos entra en el bar y ve a Coitadiño apostado a la barra. “Llega todas las mañanas con precisión de cirujano”, le habían dicho. Llega sólo, toma solo de pie unos vasos de vino y se va solo. Desde lo más hondo de su ser surgen estremecimientos y convulsiones que corren como un río debajo de su piel. “El soplo de la muerte ha entrado en su alma”, dijo uno. Parece un muerto con los ojos abiertos, dijo otro. “Todos dicen que tengo manos de oro pero hago lo que no quiero y lo que quisiera y me gustaría hacer no lo hago. Desde que se murió mi madre no hay quien me mire ni yo tengo en quien reposar mis ojos ni ante quien disculparme ni pedir perdón”, pensó y se fue llorando. Entonces una bandada de recuerdos de la lejana infancia y de la cercana cima de los días invade al caminante y llora por los amigos que aún están, pero ya se fueron, y por los que aún no se fueron, pero ya casi no están.