La quietud de la eternidad

El final del bullicioso verano va, poco a poco, constituyendo Loureses en un altar y en una niebla de silencio lleno de misterio. Las puertas se cierran, los patios se llenan de vacío y las casas son como mendigos vestidos de harapos. Los tomates, las peras y las manzanas parecen ojos de perro adormilado, los tejados un espejo de la eternidad, y los pájaros, engullidos por el denso follaje de los árboles, fósiles. Uno busca inútilmente entre los rojos tomates y los verdes pimientos las huellas de los que ya marcharon y se queda mirando la ausencia. Aplanados en los rincones, los hombres y las mujeres se dirían sombras de ideas divinas esculpidas en asientos de granito. No se oye nada, no se mueve nada, no camina nadie. Sólo los chillidos de algún infante rompen la quietud de la eternidad que en este atardecer está cayendo sobre Loureses.

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