El templo es un vació, el vacío de la ausencia siempre, y en todas partes, presencia de Dios: el hábitat de una ausencia presente o de una presencia ausente que solo cabe pensarla, la casa de la ausencia de Dios, de lo divino, símbolo de la diferencia entre Dios, inmortal, y los hombres, mortales. Los templos, las catedrales, las ermitas, son construcciones, pero no son simplemente cosas; son un puente, en este caso un puente que es más que una cosa, para pasar de una orilla a otro, de lo humano a lo divino, de la tierra al cielo. A veces, o casi siempre, los cristianos ponen la figura de un santo, de una virgen, de Cristo porque lo divino es irrepresentable. Es verdad que, a veces, los maravillosos, grandiosos, puentes de las autopistas nos oculta el paisaje sin perder su funcionalidad, la de unir las dos orillas salvando el valle. Me dijo Marañón: Antes de entrar en un templo para meditar, contemplar, mirar hacia el interior, asistir a misa debería pensarse dos veces porque significa reconocer y sentirse aludido por la oscuridad de lo ausente.