Confesiones de un cardenal
Empecé con un cardenal de la Curia ya anciano. Me recibió en su palacio a dos pasos del Vaticano. Una monjita tímida me sirvió un café. El cardenal se arrellanó en su sillón de terciopelo rojo dispuesto a responder a mis preguntas. Al explicarle el motivo de mi reportaje, me dijo, con esa elegancia que reviste a los cardenales italianos que conservan todos un halo del renacimiento, que desistiera de mi propósito.
“Tiene que entender una cosa, hijo mío”, me explicó paternalmente, “y es que ningún cardenal le va a pronunciar el nombre de otro como posible papable, por la sencilla razón de que cada uno de nosotros piensa en su fuero íntimo que es el mejor candidato. Se llega a cardenal soñando con el papado”. Y siguió en su confesión al joven periodista: “Si acaso, nos podemos reunir algunos cardenales más afines, para evitar que alguno que no nos gusta, pueda convertirse en papable, nada más”.
Al final me fue desgranando la lógica que han seguido los cardenales en los tiempos modernos. “Como ninguno de nosotros, aunque lo digamos en público, nos sentimos incapaces y poco preparados para ser papa, lo que hacemos, sobre todo en los días en que nos reunimos aquí en Roma antes del cónclave, es analizar en qué situación se encuentra la Iglesia y el mundo en la sede vacante [periodo entre un Papa y otro], y quién sería el mejor candidato para afrontar los desafíos actuales de dentro y fuera de la Iglesia”.
Claro que ahí empiezan las dificultades, dijo, ya que dentro del colegio cardenalicio lo que para uno puede ser un problema eclesiástico o de política mundial, para otros puede no serlo. Cada cual insiste en los aspectos que considera más importantes y acuciantes. Es ahí donde nos dividimos los “prudentes y los más osados”, explicó sin usar la terminología de conservadores y progresistas.
“A veces, los cardenales entramos en el cónclave totalmente divididos en grupos con ideas y exigencias diferentes, lo que hace que el Papa difícilmente sea elegido al primer escrutinio”, recordó. Así ocurrió en aquel cónclave en el que salió elegido por sorpresa el papa polaco Wojtyla, precisamente porque el grupo de cardenales italianos se dividió a la hora de dar los votos al entonces arzobispo de Florencia, Giovanni Benelli, que había sido la mano derecha de Pablo VI.
Viendo que no cedían ni los unos ni los otros, los cardenales austriacos y alemanes defendieron la idea de hacer Papa a un cardenal del Este que estuviera preparado por experiencia propia a la hora en que se desplomara el comunismo. Y la Iglesia sabía que el comunismo estaba agonizando.
Pensaron en el anciano cardenal Wyszynski, primado de Polonia, el cual aconsejó escoger al joven arzobispo de Cracovia, polémico fustigador del comunismo. Y así fue. Es probable que el nombre del que fuera el obispo más joven del Concilio, ni se les hubiera pasado antes por la mente a la gran mayoría de los cardenales que no podían ni imaginar elegir a un no italiano, después de 500 años de pontífices de esa nacionalidad.
¿Ocurrirá lo mismo esta vez? Es muy posible. Los cardenales van a discutir qué tipo de Papa necesita la Iglesia y el mundo tras la renuncia de Benedicto XVI, antes de pensar un nombre. Y es probable que lleguen al cónclave sin un acuerdo, aunque seguramente con algunos nombres en la cabeza.
Algo parecido ocurrió en el nombramiento del sucesor del papa Pio XII, con un pontificado larguísimo vivido entre las zozobras de la Segunda Guerra Mundial. Los cardenales entonces prefirieron elegir a un papa de transición, que viviera poco y les diera el tiempo de encontrar a un sustituto a la altura de Pio XII. Eligieron al piadoso arzobispo de Venecia, Giuseppe Roncalli, hijo de campesinos, ya anciano, que acabaría, sin embargo, sorprendiéndoles con la convocación del Concilio Vaticano II, que revolucionaría a la Iglesia.
Los cónclaves suelen reservar esas sorpresas de última hora, por eso en los tiempos modernos ni siquiera los vaticanistas más expertos han acertado en sus profecías.