San Óscar Romero
El obispo Óscar Romero, en los dos últimos años de su vida, consciente de la importancia histórica del momento y también del peligro que corría, tomó la costumbre de, cada noche, antes de acostarse, grabar en cinta un resumen de lo más importante de la jornada. En 1990, a los diez años de su asesinato, la Curia arzobispal de San Salvador publicó la transcripción íntegra y fiel de aquellas cintas, sin introducción ni notas o comentarios, en un libro que no se ha divulgado en España. Lo que cuenta de Juan Pablo II puede ilustrar lo que fue su pontificado de cara a la teología de la liberación y el compromiso por la justicia y los derechos humanos: unas encíclicas bellísimas y a la vez una política oportunista.
Óscar Romero, en sus visitas a Roma, vivió momentos de gran dolor por la incomprensión que halló, no tanto del propio Juan Pablo II (de quien siempre habla con agradecimiento por el trato fraterno y bondadoso que le dispensó), como de su entorno, muy influenciado por los informes negativos del Nuncio y de la mayoría de los obispos salvadoreños, que lo tachaban de comunista y revolucionario y exigían su dimisión.
Cuando, tras una larga espera que le agota el dinero, el 7 de mayo de 1979 fue recibido, el Papa le recomendó “mucho equilibrio y prudencia, sobre todo al hacer las denuncias concretas (se refería a las largas homilías en las misas dominicales, en las que Óscar Romero se hacía eco de todas los casos que le llegaban de la represión policíaca, militar y paramilitar); que era mejor mantenerse en los principios, porque es riesgoso caer en errores o equivocaciones al hacer denuncias concretas”.
Replica el obispo: “Yo le aclaré, y él me dio la razón, que hay circunstancias, le cité por ejemplo el caso del Padre Octavio (un sacerdote asesinado), en que se tiene que ser muy concreto porque la injusticia, el atropello, ha sido muy concreto”.
Medio año más tarde, el 30 de enero de 1980, tuvo otra audiencia, en la que el Papa le dijo “que comprendía perfectamente lo difícil de la situación política de mi patria y que le preocupaba el papel de la Iglesia, que tuviéramos en cuenta no sólo la defensa de la justicia social y el amor a los pobres, sino también lo que podría ser el resultado de un esfuerzo reivindicativo popular de izquierda, que puede dar por resultado también un mal para la Iglesia”.
Óscar Romero le contestó: “Santo Padre, precisamente es ese el equilibrio que yo trato de guardar, porque, por una parte, defiendo la justicia social, los derechos humanos, el amor al pobre, y por otra, siempre me preocupa mucho también el papel de la Iglesia y el que no por defender estos derechos humanos vayamos a caer en unas ideologías que destruyen los sentimientos y los valores humanos. Que estaba muy de acuerdo con sus discursos y que estos discursos me daban fuerza y argumentos para mi actuación y mi predicación”.
Con estas últimas palabras le decía finamente el obispo a Su Santidad que aquello de que le acusaban no era más que la puesta en práctica de la doctrina pontificia, que algunos quisieran ver reducida a teorías abstractas. Piénsese en aquellos católicos sociales españoles de principios del s. XX que pensaban que toda su misión se reducía a explicar la Rerum novarum a los obreros católicos, en vez de aplicarla.
En este diálogo entre el Papa y el obispo mártir topamos con la dicotomía (que se da no sólo en el vértice, sino también a todos los niveles de la Iglesia) entre unas proclamaciones doctrinales más o menos avanzadas y una práctica política preocupada por mantener buenas relaciones con dictaduras que honran externamente y protegen en todos sentidos a la jerarquía, aunque infrinjan el evangelio.