De la ley del talión a la ley del perdón
En el llamado código de la alianza se prescribía la venganza: “vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal” (Ex 21,24-25). Lo recoge más resumido el código deuteronómico: “Vida por vida, ojo por ojo, diente por diente” (Dt 19,21) y más extenso la legislación posterior: “Si alguno causa una herida a su prójimo, se le hará lo mismo que hizo él: fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente, se le hará la misma lesión que él haya causado al otro” (Lv 24,19-20). A veces, la venganza era incluso un deber. Si se cometía un asesinato, alguien de la familia de la víctima tenía que vengar al difunto: es el “vengador de la sangre”, “goel hadam” en hebreo, o “ultor sanguinis” de la Vulgata latina (Num 35,25.27).
Pero contra lo que suele decirse, la ley del talión no quería estimular la venganza, sino limitarla, porque la humana tendencia es de ambos ojos por uno y varios dientes por uno solo, lo que estimula una réplica aún más dura, en una espiral de violencia creciente, por lo que con razón decía Martin Luther King que si persistimos en la violencia pronto acabaremos todos sin ojos y sin dientes. Y el Papa Francisco, en el encuentro de reconciliación de agresores y víctimas, en Villavicencio, Colombia, el pasado 8 de septiembre: “La violencia engendra más violencia; el odio, más odio y la muerte, más muerte. Tenemos que romper esa cadena que se presenta como ineludible, y eso solo es posible con el perdón y la reconciliación”.
Jesús rompe radicalmente con la ley del talión en el sermón de la montaña, en las famosas contraposiciones: “Habéis oído que se dijo ‘ojo por ojo y diente por diente`. Pues yo os digo: no resistáis al mal, antes bien al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica dale también el manto y al que te obligue a andar una milla vete con él dos” (Mt 5,38-41).
Dentro del mismo sermón de la montaña, en un pasaje tan fundamental como el padrenuestro, condiciona el perdón de Dios al nuestro: “perdónanos nuestras deudas tal como nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt 6, 12). Un Padre de la Iglesia sacaba la consecuencia de que, si no perdonas, cada vez que rezas el padrenuestro le estás pidiendo a Dios que no te perdone.
La versión de Lucas del sermón de la montaña (o, en su caso, de la llanura), es aún más exigente, porque exhorta no solo a perdonar al ofensor, sino también a amarlo, y ésta será la gran diferencia entre un cristiano y un pagano:
“Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra, y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y tratad a los hombres como queréis que ellos os traten. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto! (…). Más bien, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; entonces vuestra recompensa será grande y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los desagradecidos y los perversos” Lc 6, 27-35). Además, nos pone el ejemplo de Jesús, que desde la cruz oraba: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
Pero seguramente la formulación más radical de la ley del perdón es la del evangelio de ese domingo, como conclusión de la regla comunitaria de Mt 18. La pregunta de Pedro con que el episodio empieza, “¿cuántas veces he de perdonar las ofensas de mi hermano?”, da a entender que Jesús ya ha dicho y repetido que hay que perdonar, sorprendiendo a sus discípulos al derogar la ley del talión. Por eso Pedro desea que el Señor ponga un límite, como máximo siete veces. Pues no: setenta veces siete, que es como decir todas las veces que haga falta.
La parábola del siervo sin misericordia no solo dice que hay que perdonar, y que si no perdonamos no seremos perdonados, sino que da el motivo. Por razón de la dignidad del ofendido, Dios, nuestras deudas con él son mucho más graves (diez mil talentos) que las que un hermano pueda tener con nosotros (cien denarios). El castigo del siervo sin misericordia es lo que Dios nos hará si no perdonamos a nuestros hermanos.
Pero dice: “si no perdonáis de todo corazón”. Un sacerdote de reconocida experiencia en la dirección espiritual se preguntaba qué diferencia hay entre perdonar y perdonar de todo corazón, y respondía: “perdonar de todo corazón es perdonar quemando los archivos”. Es todo lo contrario del consabido “yo perdono, pero no olvido”. Para que no se diga que no cumplo lo del evangelio, digo de palabra que perdono, pero me la guardo, o sea que de hecho no perdono.