6.10.24. Iglesia es familia: curar padres; abrazar, bendecir y empoderar niños (Dom 27 TO, Mc 10, 13-16)
Le acercaban niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: "Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él." Y los abrazaba y los bendecía (empoderaba) imponiéndoles las manos.
Esta postal consta de dos partes. (a) Tres milagros de niños sin nombre, a quienes Jesús curando a sus padres (archisinagogo, cananea, hombre de poca fe). (b) Una iglesia que abraza, bendice, e impone sus manos (concede autoridad) a los niños (. El texto base está tomado de La Familia en la Biblia
| X. Pikaza
Situar el tema
Jesús no ha insistido en la fecundidad de la mujer (en su tarea de madre), ni ha desarrollado que se sepa el primer mandamiento de Gen 1, 27: “Creced, multiplicaos, llenad la tierra…». Le interesan los niños en sí, necesitados de ayuda para vivir y así, por ellos, ha destacado el aspecto “natal” de la existencia, el hecho de que todos dependemos unos de los otros, especialmente los niños, un elemento esencial de su mensaje.
No insiste en problemas muy “actuales” (concepción y embarazo, control de natalidad y aborto…), sino en los niños ya nacidos como tarea básica de la comunidad cristiana. Lógicamente, su mensaje ha de entenderse desde su proyecto general de Reino y desde la situación actual de la familia, en el centro de una gran paradoja. Desde fondo quiero ofrecer en esta postal un pequeño evangelio de los niños, centrado en dos motivos importantes de los evangelio, en especial del de Marcos
1.TRES MILAGROS. EL PROBLEMA ON LOS PADRES, NO LOS NIÑOSArchisinagogo con hija (Mc 5, 21-42)
Es un hombre importante del sistema socio-religioso, tiene una hija enferma, y no encuentra manera de curarla. Por eso acude a Jesús pidiéndole ayuda
Enfermedad de familia. Es un archi-sinagogo (como un arzi-obispo). Dirige la sinagoga famosa de Cafarnaúm, pero no puede curar/educar a su hija que al descubrirse mujer, con el primer flujo de sangre, doce años, parece apagarse y morir, como diciendo que no tiene sentido madurar a la vida (sometimiento) de mujer en aquellas circunstancias.
Son muchas las niñas/mujeres que han sufrido y sufren al llegar a esa edad, dominadas bajo un gran trastorno personal y de familia. Es normal que sientan la condición y exigencia de su cuerpo, diferente ya y diferenciado, preparado para el amor y la maternidad, pero amenazado por un duro control familiar y una ley de varones (padres y hermanos, vecinos y posibles esposos) que especulan sobre ellas, convirtiéndolas en rica y frágil mercancía. Se descubren objeto del deseo de unos hombres que quizá no las respetan, ni escuchan, y así responden de la única forma que pueden, enfermando, a no ser que alguien les conceda fuerza para vivir.
Parece que esta niña, hija del archisinagogo, no se atreve a recorrer la travesía de su feminidad amenazada, dentro desu familia y de su entorno. Es víctima de su condición de mujer, y se siente condenada por el fuerte deseo de posesión de los varones (machos) y por la dura ley sacral de una sociedad que le convierte en víctima sumisa de las leyes de pureza y de los miedos, de los planes y violencias de los otros (varones, representantes de la ley de familia). Hasta ahora podía haber sido feliz, niña en la casa, hija de padres piadosos (sinagogos), resguardada y contenta en el mejor ambiente. Pero, al hacerse mujer, se descubre moneda de cambio, objeto de deseos, miedos, amenazas, represiones.
Le han bastado doce años. Ha madurado de pronto, con la primera menstruación, en la escuela de la feminidad amenazada, y en ese momento descubre (conoce con su cuerpo y/o su alma) lo que significa ser mujer en esa circunstancia, padeciendo en su cuerpo adolescente (que debía hallarse resguardado en su casa familiar), un tipo de terror que sufren de manera especial las mujeres amenazadas: hemorroísas, leprosas... Por su misma condición de niña hecha mujer empieza a vivir amenazada por la muerte.
Según Marcos, la sinagoga/iglesia era el lugar donde se escondía el demonio del poseso (Mc 1, 21-28), y donde el sábado importaba más que la salud del hombre de la mano seca (3, 1-6)... Lógicamente, el Archisinagogo parecía tener todo lo bueno y, sin embargo, no podía acompañar a su hijaen la travesía de su maduración como mujer; animaba a su comunidad, pero tenía que matar o dejar morir (como nuevo Jefté, cf. Jc 11) a su hija.
La niña tendría que haber sido feliz, deseando madurar para casarse con otro archisinagogo como su padre, repitiendo así la historia de su madre y de las mujeres "limpias", envidiadas, de la buena comunidad judía. Pero a los doce años, edad en la que debían empezar a cumplirse sus sueños de vida, ella renuncia. No acepta este tipo de existencia, y no tiene medios o capacidad para optar por un camino diferente; no le queda más salida que la muerte. Y de esa forma, de un modo quizá inconsciente, “decide” vitalmente morir, en gesto callado de autodestrucción, sometida a un tipo de enfermedad que, por la palabra final de Jesús (¡dadle de comer!: 5, 43), parece tener rasgos de anorexia.
Esta es signo (paradigma) de miles y millones de adolescentes que empiezan a ser mujeres padeciendo un tipo de enfermedad vinculada con el ser mujer en estas circunstancias, niñas con miedo, amenazadas por un tipo de sociedad violenta, llena de violaciones y opresiones.
La escena nos introduce en el centro de una crisis de familia que se manifiesta y estalla en su miembro más débil, que es la hija. No sabemos nada de la madre (que aparece sólo hacia el final: Mc 5,40), aunque podemos imaginar que sufre con la hija, identificándose con ella (pues en aquel contexto social había una simbiosis quizá más fuerte que hoy entre madres e hijas). El drama está representado por el padre, que puede presidir la sinagoga (ser jefe de comunidad) pero que resulta incapaz de ofrecer compañía, palabra y ayuda a su hija. Por eso, como va indicando paso a paso el evangelio de Marcos, el verdadero milagro (para curación de la hija) será la conversión del padre, que deberá creer y transformarse por el testimonio de la hemorroísa, para acoger y educar a la hija.
Terapia de familia, análisis del “milagro”. Leído en ese fondo, el texto ofrece una terapia de padre (familia), semejante a la de Mc 9, 14-29 (pasaje del que hablaremos más tarde). La niña cerrada en sí no tiene fuerzas, no puede superar el muro que eleva en torno de ella el entorno social, de manera que por sí misma no puede curarse, a no ser que cambie el entorno, es decir su padre, el jefe judío de la sinagoga, a quien podemos ver como representante de muchos padres que, buscando su propia seguridad, siguen dejando de hecho que sus hijos/as mueran o se destruyan, incapaces de encontrar familia.
‒ Enferma la hija (thygatrion) y su padre va en busca de Jesús para pedirle que la cure (Mc 5, 22-24b). Tiene doce años y sin embargo el texto la presenta por dos veces como niña (paidion, korasion: 5, 40-41) que acentúa su rasgo infantil, presexuado. Es como si no quisiera madurar y hacerse mujer, de manera que intenta quedarse fijada en la infancia. Precisamente porque eso es imposible, y porque no puede resolver su situación, ella se va muriendo. Como representante de una estructura social y religiosa que es incapaz de ofrecer vida a su hija, este Archisinagogo busca a Jesús, pidiendo que le imponga las manos para que se salve (5, 23). Este hombre habita, según eso, en un espacio de contradicción, siendo causa de enfermedad y muerte para su niña, pero, como presintiendo su culpa, va hacia Jesús para pedirle su ayuda.
‒ Jesús viene y entra en la habitación de la niña con su padre y su madre (5, 37-40 Jesús toma consigo además a tres discípulos varones (Pedro, Santiago y Juan: 5, 37). No van como curiosos, ni están allí de adorno. Son miembros de la comunidad o familia mesiánica (cristiana) que ofrece espacio de maduración y garantía de solidaridad a la niña que se hace mujer. Significativamente son varones, pero llegan a la casa con Jesús como seres humanos (respetuosos, no dominadores), para entrar en la habitación de una niña enferma que, según se dice, probablemente ha muerto, está muriéndose, por miedo a crecer entre los hombres. Superando un tipo de sinagoga donde la niña parece condenada a morir, encontrarnos aquí una familia cambiada, un padre y una madre que desean compartir una esperanza de vida con la niña, en medio de un grupo de discípulos que pueden ofrecer un espacio de madurez solidaria, es decir, de Iglesia. En ese nivel, la niña no es judía ni cristiana, en clave confesional, sino simplemente una persona que empieza a vivir como mujer, en compañía de los padres y de los discípulos que entran en su habitación y son testigos del gesto Jesús, que le agarra por la mano le dice que se levante.
‒ Milagro. Sólo de esa forma (con la fe del padre, la presencia de la madre y la comunión de los discípulos) puede realizar Jesús su gesto: Agarrando con fuerza la mano de la enferma (kratêsas), le dice ¡talitha koum!, niña levántate (5, 41). Jesús no se limita a tocarla (como al leproso de Mc 1, 41), sino que la agarra con fuerza, tomándole la mano y elevándola (como a la suegra de Simón: Mc 1, 31). De esa forma rescata a la niña de la cama donde había pretendido quedarse y le dice: ¡Egeire!¡levántate! Frente al llanto funerario preparado para celebrar la muerte (Mc 5, 38-40) se eleva aquí Jesús como portador de vida, creador de familia. Éste es su signo, un anuncio de resurrección, en un contexto de familia, precisamente en Galilea (cf 16, 7-8). Por eso, este pasaje ha de entenderse el clave eclesial: lo que Jesús hizo a esta niña es lo que han de hacer los padres y la comunidad cristiana con las adolescentes, superando un tipo de ritualismo sinagogal y de ley de purezas de sangre que lleva a la muerte. Cada niña que se hace mujer es en el fondo una experiencia de pascua, una auténtica resurrección.
‒ Jesús pide a los padres que le alimenten (5, 43), insinuando así que la niña estaba muriendo de anorexia. Están en la habitación de la niña los seis que han entrado (los padres, Jesús y tres discípulos), y la niña empieza a caminar… Jesús le ha dado la mano, le ha levantado, de manera que ya no tiene que decirla nada, no le da consejos, no le acusa o recrimina nada... Ella no tiene la culpa, el problema es de la familia. Es claro que las cosas (las personas) tienen que cambiar para que ella viva. Tienen que cambiar los otros y tienen que cambiar la iglesia, representada por los tres jerarcas supremos (Pedro, Santiago y Juan), que deberían andar de sínodo
Éste es un milagro que ha de realizar la iglesia y familia. Por eso, el evangelio introduce a los representantes de la comunidad. Evidentemente, Jesús no puede curar a esta niña si el padre no cambia y si no viene a su lado la madre, para ofrecerle nuevo nacimiento (5, 40), y si no se comprometen los “obispos” de la iglesia.
Siro-fenicia con hija. Curar a Jesús (Mc 7, 24-30)
Antes era el archisinagogo y la iglesia Ahora esuna madre pagana que debe curar también con Jesús a su hija.
Este pasaje es más “confesional”, y va en la línea de la apertura social y religiosa del evangelio en tierra de paganos, entre cananeos/fenicios. El evangelio supera los límites del sacralismo sinagogal y se abre (nos abre), a la fe universal, es decir, a la experiencia de una relación abierta hacia el conjunto de la familia. Para eso tiene que cambiar la madre cananea/fenicia, y tiene que cambiar el mismo Jesús, superar un judaísmo cerrado en su y su pueblo (un judaísmo como el de muchos israelitas actuales en guerra, que dan la impresión de que sólo importan ellos, aunque mueran todos los gazatíes, fenicios, siros e iraníes).
En el caso anterior era Jesús el que debía “dirigir” el camino del padre judío, para que creyera de verdad en el Dios de la vida; en este es la mujer pagana la que conduce a Jesús y le enseña a descubrir el alcance y poder sanador de la fe. El evangelio de Marcos ejemplifica con este relato la superación de las leyes de pureza y comensalidad intrajudía, confirmando el veredicto anterior de Jesús, que ha declarado puros todos los alimentos, lo cal significa todos los pueblos (cf. Mc 7, 19). .
Esta madre y su hija son encarnación y figura concreta de un pueblo (siro-fenicio, cananeo) que a lo largo de siglos ha luchado contra los judíos en la misma tierra palestina y/o en su entorno; son signo de las razas, religiones y naciones que se han opuesto a Israel desde los tiempos más antiguos, de los Jueces y Elías, hasta la restauración de Esdras-Nehemías y las guerras de los macabeos. El texto presenta a la madre simplemente como mujer (gynê), sin referencia a un marido. Es muy posible que un judío hubiera malinterpretado la ausencia de esposo diciendo que ella no es madre legítima, sino un signo de la prostitución constante de los cananeos y gentiles.
Ella aparece ante el Kyrios (Señor poderoso de Israel: 7, 28) como mujer necesitada. Todo el mundo gentil, la humanidad entera se condensa en su figura de madre con hija enferma. En algún sentido, la muerte de la niña pagana podría significar una noticia buena para Israel: desaparecen los enemigos, el pueblo de Dios puede habitar tranquilo sobre el mundo. Pero el evangelio piensa lo contrario. Esta mujer es importante como madre, y la vida de su hija es muy valiosa. Ellas dos, madre e hija, son signo de la humanidad entera a cuyo servicio ha de ponerse el mesías de Israel.
En contexto judío, la figura dominante era el padre archisinagogo, mientras que aquí importan la madre y la hija, como expresión de los paganos. Una madre incapaz de transmitir vida a su hija, una hija que no logra madurar; eso son los pueblos y naciones de la tierra. La “buena” ley israelita las habría rechazado, prohibiendo el matrimonio con ellas, pues contaminaban a los puros judíos (cf. Esdras 9-10). Pero el evangelio las toma como signo universal del ser humano. Más aún, en el despliegue del relato, la madre va apareciendo como la creyente más perfecta, la que pone ante Jesús el dolor del paganismo, la miseria de una humanidad que espera salvación.
Desde su propia impotencia familiar (engendra a su hija y no logra ofrecerle futuro de vida) esta mujer quiere abrir para su hija un camino de esperanza, y en esa línea “cree”, siendo capaz de cambiar (de iluminar) al mismo Jesús. Es imperfecta (no logra que su hija madure), pero tiene deseo de vida, y por eso conversa con Jesús y le enseña, para que él (Jesús) sea quien la cure. Marcos ha dejado en segundo plano (ha silenciado o superado) otros rasgos que para un judaísmo legalista serían esenciales: su posible idolatría (adora a dioses falsos), su ideología política (quizá rechaza el orden social del judaísmo)… y sólo la presenta madre sufriente, pero deseosa de ofrecer vida a su hija. Ella es la protagonista del milagro: madre activa, esperanzada y, en el fondo, creyente.
Comentario, un texto esencial de familia. Desde el fondo anterior ha de entenderse el pasaje, que pone en juego el sentido de la historia israelita y la extensión de la obra mesiánica de Jesús. El texto es duro, pero al mismo tiempo abre un inmenso camino de esperanza: El dolor y argumento de la mujer pagana hacen que Jesús cambie de opinión sobre el sentido del paganismo y la familia, como muestra el despliegue de la trama:
‒ Jesús llega a los confines de Tiro y se refugia en una casa, no queriendo conocer a nadie (Mc 7, 24), en gesto de ocultamiento que pertenece a su estrategia mesiánica. Él acaba de enfrentarse con una interpretación “nacional” de la ley del judaísmo (7, 1-23), y debe esconderse, para valorar las consecuencias de su gesto. Muchos no le aceptan, y así ha decidido salir de Galilea, “escondiéndose” en la raya o frontera de Fenicia, donde habitan los pueblos paganos del entorno israelita. Pues bien, paradójicamente, ese ocultamiento se vuelve principio de nueva revelación (lo mismo que había sucedido en Mc 6, 30-44: primera multiplicación). Lacasa donde está Jesús, en la frontera entre Israel (Galilea) y la región de Tiro, se convierte ahora en punto de partida de la misión cristiana.
‒ Todos son hijos, una gran familia. Viene a su encuentro una pagana (sirofenicia de cultura griega, como precisa el texto: Mc 7, 26), pidiéndole curación para su hija enferma (7, 25-26). Los escribas no han aceptado a Jesús, sino que le han combatido y así parecen encerrarse en su legalismo particular, dentro de las fronteras de su puro judaísmo, como si sólo ellos fueran familia de Dios (los únicos que pueden comer el pan verdadero de la mesa). Por el contrario, esta madre pagana descubre más allá de la ley, desde su mismo paganismo, el poder de curación mesiánica de Jesús, es decir, la posibilidad de que todos sean familia, superando la distinción entre hijos (que serían los judíos) y perros (que serían los gentiles). Ella se acerca a Jesús con el dolor más profundo de mujer y madre (su hija está enferma), pidiéndole ayuda, es decir, vida para su hija, que no es una “perra” sino hija de Dios, hermana de todos los hermanos.
‒ Deja que primero se sacien los hijos. No es bueno tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos... (7, 27). Así responde Jesús, con la tradición y teología israelita. Primero han de alimentarse en la mesa del Reino los hijos/judíos, en abundancia mesiánica; sólo después, como una consecuencia, cuando Israel haya completado su cupo, podrá extenderse la hartura a los gentiles/perros. Es fuerte esta palabra, pero Jesús debe decirla, si quiere permanecer en la tradición israelita que la han enseñado. No responde así en nombre propio, sino como portavoz de la ley y teología de su pueblo. Según esa lógica, esta mujer y su hija enferma tendrán que esperar (y aunque Dios les ofrezca comida serán siempre “perros”). No forman parte de la familia de Dios, de la nación mesiánica; son sencillamente animales impuros que ladran; su lugar se encuentra fuera, separado de la mesa de los hijos. Ciertamente, Jesús no les condena al hambre para siempre, pero quiere que primero se alimenten los hijos. No ha llegado aún el tiempo de los gentiles, por eso (según la teología oficial de su pueble) tiene que empezar distinguiendo entre hijos de casa (buena familia) y perros (los de fuera).
‒ ¡Señor! pero también los perrillos comen las migajas que caen debajo la mesa... (7, 28). Así responde la mujer, aceptando el argumento israelita, pero profundizándolo y cambiándolo de forma sorprendente. Ella reconocer el valor de las palabras de Jesús, con la teología israelita que está en su fondo (con la Escritura y la historia del pueblo judío, que distingue entre hijos y perrillos), pero invierte y completa su sentido, recordándole al Señor (Kyrios) de Israel que su banquete es abundante, que sobra pan sobre la mesa, que ha llegado el tiempo de hartura y de familia para todos, de manera que todos son hijos, que todos pueden ser familia. No pide para el futuro (cuando se sacien los hijos...) sino para el presente, para este mismo momento, suponiendo que los hijos (si quieren) pueden encontrarse ya saciados, a fin de que ahora todos puedan ser familia (superando así la división entre hijos y perros). Esta mujer aparece así como un auténtico "escriba" de la ley, como el mejor hermeneuta de la esperanza israelita.
‒Por esta palabra que has dicho: ¡Vete! Tu hija está curada (7, 29). De manera sorprendente, Jesús acepta el argumento de la mujer, deja que ella le enseñe, y así, aprendiendo, él también puede ver las cosas desde el otro lado, es decir, desde los oprimidos, desde aquellos que carecen de familia (que no pueden alimentar a sus hijos). De esa forma, con la ayuda de la siro-fenicia, Jesús consigue descubrir las últimas consecuencias de su propio mensaje: el banquete de pan compartido, la mesa abundante de nueva familia (la iglesia) ha de abrirse a todos, porque el hambre y la necesidad no tienen fronteras. A través de la palabra de esta mujer, aprendiendo a leer la Escritura desde la necesidad de los paganos, Jesús supera o rompe el muro que escindía a judíos y gentiles, aprendiendo que todos pueden y deben ser familia. No se puede hablar de “buenas familias de hijos” (privilegiados) y de familias de perros, pues el pan mesiánico, la vida compartida, es para todos. Mirado así, más que milagro de la curación de la hija pagada, éste es el milagro de la curación del Jesús judío, que empieza a creer y actuar de un modo universal.
La primera respuesta de Jesús (¡deja que se sacien los hijos!...: 24, 27) produce una fuerte disonancia evangélica. Alguien pudiera pensar que Jesús se vuelve atrás, que olvida el carácter universal de su pan multiplicado, que vuelve a distinguir puros e impuros (hijos y perros), diciendo que unos son familia y otros no, como si quisiera cerrar las consecuencias de su camino (cf. Mc 7, 1-23) y no asumiera las consecuencias de su gesto. Pues bien, esta disonancia ha de entenderse (y superarse) desde la figura sorprendente de la madre pagana que acepta el argumento de Jesús para cambiarlo, recordando las implicaciones de su mensaje.
Ver las cosas desde el otro lado. Desde el puro judaísmo resultaba difícil precisar esas implicaciones. Pues bien, para ver las cosas bien hay que mirarlas desde el otro lado, como esta madre pagana que no logra que su hija se mantenga en vida, pero sabe que Jesús puede ayudarle. De esa forma, con la ayuda de esta mujer, Jesús supera un tipo de judaísmo y descubre que todos los necesitados son hijos de Dios.
‒ La mujer aduce la lógica de su familia amenazada (muere su hija), razonando desde la base del Dios creador (Gen 1-3), que ofrece vida a todos. Ella sabe que, si viene de parte del Dios de Israel, que es creador universal, Jesús tiene que dar “comida” a todos, apareciendo así como mesías del pan generoso. Miradas así las cosas, ella, una pobre mujer pagana, conoce más que todos los doctos judíos (o cristianos) que encierran su razón sagrada en bellos discursos teóricos. Sabe que el inicio de su maternidad tiene sentido y que Jesús, mesías de Israel, debe comprender su problema. Ante su dolor pasan a segundo plano los argumentos de pureza e impureza, de buen pueblo y mal pueblo. Si Jesús ha ofrecido un pan de multiplicación para los "hijos" (han sobrado doce cestos de migajas: cf. Mc 6, 43) debe tener comida para todos.
‒ Jesús “convertido”, argumento de madre. Por encima de las leyes de pureza, que acaban dividiendo a los seres humanos, por encima de todas las teorías que pueden emplearse para oprimir o expulsar a los que viven de otra forma, esta mujer presenta ante Jesús su argumento de madre. Ella tiene una hija que necesita "pan del reino", para así formar parte de la familia de los “hijos”, no de los perrillos. Si Jesús viene de Dios tiene que escucharle. Pues bien, Jesús acepta el argumento de esta mujer, como mesías que sabe escuchar a los humanos. No tiene la respuesta ya fijada, no posee una verdad inmutable; su respuesta y verdad se ilumina en diálogo con esta mujer. La madre ofrece a Jesús su verdad sufriente y ante esa verdad cesan (pasan a segundo plano) todos los argumentos del viejo o nuevo mesianismo.
En el momento clave de la historia, cuando se rompe el nacionalismo religioso israelita, para que el pan del reino se abra a los gentiles (de manera que los perrillos se vuelvan hijos), ha sido necesaria la experiencia y voz de esta mujer, que actúa como maestra de Jesús. Ella, mujer y madre de una hija enferma, es la expresión de una búsqueda universal de familia. La grandeza de Jesús consiste en escuchar su voz, en aceptar su argumento, superando de la enseñanza oficial de los escribas: La salud de la hija enferme de una mujer pagana importa más que los “dogmas” de la religión judía o cristiana; así lo sabe ella, así se lo dice a Jesús.
Un padre con hijo lunático fe (Mc 9, 14-29)
Arriba está Jesús con tres discípulos que quieran quedar en el monte de la Transfiguración (Mc 9, 2-8). Abajo, en el llano, grita un padre impotente con el hijo enfermo, rodeado de escribas y nueve discípulos (9, 14-29).
Un niño con “demonio mudo”. Los tres “elegidos” del milagro de la Transfiguración y de la hija del archisinagogo (Pedro, Santiago y Juan, cf. Mc 9, 5) contemplan el misterio del monto Tabor y quieren descansar con un Cristo celeste, sin participar de la pasión del mundo, sin asumir la complejidad de la historia, olvidando los problemas (disputas, locuras) de la tierra. Por su parte, los nueve discípulos del llano disputan y razonan con escribas (cf. 9,14-18), pero sus argumentos no consiguen curar al niño enfermo. Por eso es necesario que Jesús descienda, para unir los dos planos, pues sólo él puede superar la escisión y curar al hijo enfermo a través de la fe del padre, que se expresa en forma de oración sanadora (9, 29):
‒ Ésta es una escena de familia. Arriba (Mc 9, 2-8) está Jesús a quien Dios Padre confiesa y alienta, llamándole su Hijo amado, su auténtica familia. Abajo está en niño enfermo a quien el padre no puede curar, diciéndole que le ama (Mc 9, 14-29). Mientras tanto, los profesionales de la religión (escribas y discípulos de Jesús) discuten. En el centro de la escena hallamos por tanto una familia rota, una sociedad impotente, consumiéndose en estériles disputas
‒ Ésta es una escena de disociación e impotencia, como la del archisinagogo Jairo (5, 21-43) y la de la sirofenicia (7, 24-30), que no podían curar a sus hijos. Ambos necesitaban la fe/ayuda de Jesús para hacerse padres/madres verdaderos. Nuestro pasaje retoma y culmina de forma ese motivo, y así condensa toda la humanidad en un padre angustiado que desea curar a su hijo y no lo logra pues no tiene palabra sanadora, reconciliadora.
El demonio mudo y violento (Mc 9, 17) que ha poseído al niño es signo de una humanidad enloquecida, por falta de padre. Nadie (ni escribas judíos, ni discípulos del Cristo) ha conseguido decir una palabra sanadora. Sólo Jesús, que desciende del monte de la transfiguración como Hijo querido, en camino de entrega creadora de vida, consigue curar al niño, a través de la fe del padre. La hija de Jairo sufría quizá un problema de alimentación (anorexia, cf. Mc 5, 43). Este niño parece un autista autodestructor. Así diagnostica su dolencia el padre:
‒ Tiene un espíritu (=demonio) que no le permite comunicarse (9, 17). Está encerrado en su vacío, sin acceso a la comunicación familiar: no puede o no quiere hablar, de forma que vive en aislamiento. No ha escuchado jamás una voz personal y de esa forma vive bajo el dominio de un espíritu de silencio demoníaco (=pneuma alalon): malvive en un mundo sin diálogo, sufre y se agita en un espacio y tiempo pervertidos donde no hay palabra que pueda vincularle con el padre ni con otros seres humanos.
‒ Y, cada vez que le agarra, el espíritu le arrastra, de manera que echa espuma por la boca, se golpea los dientes y se seca (9, 18). Vive así inmerso en una dura violencia corporalizada. Su silencio interior y exterior es causa y consecuencia de una agresividad integral. No escucha a nadie, en nadie puede confiar, nunca le han dicho, o no ha logrado escuchar una palabra que le diga,¡Eres mi hijo, yo te quiero! (como a Jesús en Mc 1, 11; 9, 7). Por eso, descubre y realiza su vida como un deseo de muerte que se encierra en sí misma, en círculo incesante de violencia. De un modo normal, el padre se sabe impotente. No puede ofrecer a su hijo, enfermo desde niño (9, 21), una palabra de afirmación personal.
‒ El espíritu le arroja muchas veces al fuego y al agua, para perderle (9, 22). El niño vive en el centro de un conflicto que parece connatural a su vida sin palabra. Difícilmente se podría interpretar mejor su situación, marcada por una agresividad ostentosa, destructiva. Todo nos permite suponer que él “finge” matarse para “castigar” al padre, para decirle que se ocupe de él, para pedirle ayuda. Así vive en el borde de una vida hecha de muerte, en relación de violencia frente al padre, a quien desea en el fondo matar (o castigar) con su protesta de violencia.
La enfermedad del hijo brota de un conflicto de familia. Su primera forma de oponerse al padre (y a toda la familia) es el silencio, y de esa forma se cierra, aislándose en su enfermedad, fuera de las decepciones de su entorno. Es un enfermo mental que recibe y codifica en forma de silencio la agresión del ambiente; un enfermo de alma, pues le falta el cariño y palabra de su padre. La segunda forma es la auto-agresividad: los gestos indicados (silencio, arrastrarse por el suelo con espuma en la boca, amagos de suicidio) son síntomas de impotencia personal y falta de comunicación. Quizá pudiéramos añadir que son ambivalentes: Por un lado le apartan de la familia; por otro son un modo de protestar contra ella y de implorar su ayuda, en gesto donde sadismo y masoquismo que se cruzan y alimentan mutuamente.
Sobre este fondo ha de entenderse la intervención de Jesús, que comienza pidiendo al padre que verbalice la enfermedad de su hijo. Pues bien, al describirla, el padre se está retratando a sí mismo, está diciendo su responsabilidad. Lógicamente, Jesús no cura al hijo sino al padre, haciéndole capaz de comprender su propia carencia, de tener fe en la vida y decirle: ¡Tú eres mi hijo, yo te quiero! Desde una perspectiva humana su terapia es de tipo antropológico (de humanización y transparencia familiar); pero ella es a la vez profundamente religiosa, de tal forma que Dios mismo se desvela en esta relación del padre con el hijo:
‒ Por un lado, el padre ha transmitido su enfermedad al hijo y así, para curarle, debe curarse a sí mismo, iniciando un camino de fe, con la ayuda de Jesús, y redescubriendo la exigencia y gracia de su paternidad en clave de confianza. Convertir al padre para que cure al hijo: esa es la estrategia de Jesús.
‒ El padre es enfermo pero está dispuesto a colaborar. Por eso ha buscado a los discípulos, por eso viene a Jesús. No se empeña en mantener su posible razón, no se defiende a sí mismo, no echa la culpa al niño enfermo. Sabe observar, asume su propia responsabilidad, deja que Dios les cambie.
Curación, fe del padre. Jesús penetra en ese abismo de ruptura y opresión de la enfermedad familiar del niño. Viene de la montaña del encuentro con Dios, donde ha escuchado la voz del Padre en la nube divina que dice ¡Hijo querido! (9, 7; cf. 1, 11). Por eso, por ser hijo verdadero, puede actuar como hermano de los necesitados, penetrando en el lugar de mayor disociación y lucha,. Así actúa como terapeuta o creador de familia. Dialoga con el padre, no le acusa, no le condena ni humilla. Simplemente le escucha, deja que se vaya desahogando y al final le conduce al lugar donde la fe (en Dios, en sí mismo) le hace capaz de curar como padre al hijo enfermo.
Jesús no ha sido un padre de familia en el sentido convencional de ese término. No ha construido un nuevo hogar patriarcal, no ha venido a educar a unos hijos de su carne y de su sangre; pero es amigo, hermano, padre, en un nivel más hondo, de comunicación personal. Así va traduciendo en forma humana, en la franja más sufriente de este mundo, la palabra que Dios mismo le ha dicho: ¡Eres mi Hijo! Esa voz de Dios le permite penetrar en el lugar del conflicto familiar, allí donde la falta de comunicación se traduce en forma de enfermedad, locura y muerte. Por eso, cuando el padre del niño le dice “creo, pero aumenta mi fe”, Jesús responde:
‒ Todo es posible para quien cree (9, 23). Esta palabra proviene de la tradición israelita (cf. Gen 18, 14), retomada por el ángel (Lc 1, 37), en un contexto de familia, es decir, de hijos. La fe que evoca esa palabra no es sólo signo de pura salvación interna sino de transformación de la persona, en el plano individual y social. No es sólo fe en Dios que puede curar, sino ensu familia, y de un modo especial en este hijo enfermo, a quien entre todos pueden recrear por la fe. Allí donde otros podían colocar las relaciones de carne y sangre y el orgullo de raza como fuente de familia ha colocado Jesús la fe mutua, la confianza del padre que diciendo ¡creo! Confiesa y ratifica su fe en el niño enfermo: ¡Eres mi hijo querido! Éste es el mensaje central del evangelio: Jesús logra que la fe en Dios se explicite y se muestre como fuente de fe humana y creadora para el padre. El padre cree ofreciendo un espacio de fe para su hijo, abriendo así en el centro de su familia una fuente de comunicación y de vida.
‒ Creo, pero ayuda mi incredulidad, dice el padre (9, 24), invirtiendo el orden normal de las relaciones familiares. Se dice de ordinario (y así lo repite la literatura sapiencial judía) que los hijos deben creer en los padres, obedeciéndoles sumisos. Aquí es el padre de familia el que, creyendo en el Dios de la vida (que es Padre), puede y debe confesar su fe en el hijo. Marcos ha reservado el símbolo de Padre para Dios y por eso no hay padres patriarcales en la comunidad cristiana (cf. 3, 31-35; 10, 28-30). Pues bien, en esta narración, él ha presentado a un verdadero padre concreto, para decirle que debe abrirse a la fe. Imitando a Dios, este padre confía en su hijo e inicia con él un camino de curación.
Los hombres no creen en los demás, por eso enferman, rompiendo así los lazos de familia. No creen, por eso se oponen unos a los otros, empezando por la familia (más que por la sociedad en su conjunto). Jesús siente el dolor de la falta de fe, tanto en relación con Dios como en relación a los padres y a los hijos. Por eso se desahoga, pero, al mismo tiempo, asume, desde el hijo enfermo, la miseria humana, introduciendo en ella un germen de fe. De esa forma manifiesta la esencia de la familia, centrada enla fe: Que unos crean en otros, el hijo en el padre, el padre en el hijo. En esa línea, este padre del “milagro” de Jesús ha de comportarse en el fondo como madre. Éste es un padre que debe empezar a creer, pues sólo así, y en actitud de fe puede re-engendrar (curar) al hijo que antes parecía muerto (sin palabra). Ésta es la enseñanza (ayuda) que Jesús le ofrece.
Contra el aborto y el infanticidio
La tradición de Jesús no conserva ningún pasaje donde se condene el aborto y el abandono de niños en general, quizá porque ese tema no se planteaba en su entorno, pero hay un texto de la Didajé que ha desarrollado esos motivos en su comentario a los mandamientos (Ex 20, Dt 5), desde la perspectiva del evangelio, en un texto clave del cristianismo primitivo, en el que se ofrece (junto a la Carta de Santiago) el primer desarrollo cristiano conocido del Sermón de la Montaña. La Didajé es un texto fijado en la frontera entre Palestina y Siria, hacia finales del siglo I d.C., en un contexto semejante al de Mateo. Así comienza su explicación del tema: «Segundo mandamiento…: No matarás, no adulterarás, no corromperás a los jóvenes, no fornicarás, no robarás, no practicarás la magia ni la hechicería, no matarás al engendrado en el vientre, ni condenarás al nacido, no codiciarás los bienes del prójimo» (Did 3, 2).
Aquí nos interesa la parte referente a los niños, que se opone, de un modo directo, a la práctica romana, que permitía el aborto, y consideraba que la vida de los niños nacidos estaba en manos del padre, que los podía reconocer o rechazar, condenándoles así a la muerte (cerrándoles el camino de la vida). En contra de eso, conforme a la tradición judía, ratificada aquí por los cristianos, los niños tenían su propio derecho a la vida, aún antes de nacer. El texto dice: «No matarás (con phoneuseis, en sentido general) al engendrado (teknon: se supone que está en el vientre de su madre) ni condenarás (con apokteneis) al ya engendrado o nacido (gennêthen)». Las dos palabras (matar, condenar) expresan matices distintos: phoneuô (matar en el vientre) tiene un sentido más general (quitar la vida de cualquier forma o manera). En cambio apokteinô puede referirse a condenar a muerte. En esa línea, el sentido del texto es claro: no matarás en el vientre, no condenarás a morir al nacido. Este pasaje no define el momento en que el “concebido” es ya un nuevo ser humano en el vientre de la madre, pero se opone, de un modo directo, al aborto de los fetos en una fase ya “visible” de la concepción. La Iglesia no sólo acepta la doctrina judía sobre los ya concebidos y en especial de los nacidos, sino que la ratifica, exigiendo a su comunidad que acepte y cuide a los niños.
- NIÑOS: ABRAZO, BENCICIÓN, AUTORIDAD
Los tres milagros anteriores se expresan y realizan en una iglesia que acoge a los niños. Esta acogida es la verdadera curación, el milagro de la iglesia: Vivir y dar vida ofreciendo a los niños el abrazo (acogida), con la bendición (acompañarlos para que crezcan), y ofreciéndoles la mayor autoridad (imposición de manos), pues ellos son los verdaderos “obispos” (los más importantes de la comunidad humana).
‒ Ambivalencia de un tipo de entorno judío (o cristiano(. Los niños (descendencia) son signo de Dios, pero sólo alcanzan autoridad si cumplen la Ley y las normas sacrales, como muestra el Código de Damasco (CD 10, 6) y las leyes de Qumrán: los niños se vuelven valiosos cuando alcanzan la edad para celebrar la liturgia de adultos y puros, cumpliendo los ritos; las niñas importan sobre todo por su maternidad, dentro de un entorno social en el que se valora mucho la identidad judía.
‒ Novedad de Jesús. En contra de la visión anterior (y del modo ordinario de actuar de su entorno), él presenta a los niños como testigos y destinatarios del reino, sean o no judíos, pues son regalo y presencia de Dios como tales niños. No importan sólo los limpios, de gloriosa genealogía, ni los ya crecidos, sino todos, sin diferencia de sexo, posición o familia (cf. Mc 7, 24-30). Frente a un mundo donde los hombres valen por su saber (griegos) o su hacer (judíos; cf. 1 Cor 1), Jesús les valora en cuanto necesitados y capaces de amor.
Niños, la mayor autoridad (Mc 9, 33-37)
Discusión en la Iglesia. Un tema de poderes. Deberían acoger la enseñanza de Jesús; pero se han separado de él, y argumentan por su cuenta, sin entender su mensaje. Piensan que no les oye, pero lo hace y, al llegar a casa les pregunta: ¿De qué hablabais en el camino? (Mc 9, 33). Éstos podrían haber sido sus temas:
– Podían haber hablado de la dureza del seguimiento de Jesús, con la exigencia de seguirle, superando los lazos de una vieja familia donde todos (incluidos los niños) tienen un lugar asegurado (cf. Mc 1, 16-20). Supongamos que unos padres siguen a Jesús, dejándolo todo. ¿Qué pasará a sus hijos, quién les cuidará? ¿No será Jesús un duro profeta de la muerte a cuyo lado es imposible el juego y canto de los más pequeños, la aventura de la vida y el gozo espontáneo de la infancia?
– Podían hablar del destino de su vida. Jesús acaba de anunciarles que será entregado (Mc 9, 31), pidiéndoles que se nieguen y tomen la cruz para seguirle (cf. 8, 34-9, 1). En ese contexto, ellos podrían suponer que el evangelio exige gente arriesgada, capaz de buscar los primeros puestos. Desde ese fondo, alguien habría añadido quizá que un grupo como el de Jesús no ofrece verdadero lugar para los niños. El evangelio sería cosa de hombres maduros, expertos capaces de dejar todo, especialmente la vida de familia con los niños…
Pero los discípulos habían discutido sobre quién es (o debe ser) el más grande (9, 34). Es evidente que han surgido envidias, deseos de liderazgo, disputas sobre privilegios. Suele suceder: Jesús no es dictador, no impone su dominio por la fuerza, pero, lógicamente, su grupo tenderá a escindirse en grupitos de influjo o prestigio (como en el principio de Israel, en el camino del desierto: cf. Núm 14 y 16). Pero también puede tratarse de una discusión de principios: precisamente allí donde Jesús, partiendo de su propia utopía sentimental, poco ajustada a la realidad, parece haberse inhibido (no organiza las cuestiones de poder), de manera que sus discípulos tienen que organizar el grupo, estableciendo los necesarios liderazgos.
Jesús había presentado su proyecto en claves de ruptura social, diciendo que sólo crea verdadera humanidad quien se entrega en manos de otros. Jesús no domina, ni se impone, sino que busca espacios de gratuidad y ayuda mutua, abiertos a los más necesitados, desde una perspectiva de entrega de la vida (cf. Mc 9, 30-31). Su proyecto puede resultar luminoso, pero humanamente hablando parece inviable, pues todo grupo humano debe organizarse, y los discípulos de Jesús deben hacerlo, creando así los puestos clave de la comunidad.
No es que sean torpes (ignorantes) ni malos, como puede suponer una lectura parcial del evangelio, sino todo lo contrario. Son precavidos, responsables, realistas. Lógicamente, saben que todo proyecto necesita liderazgo, una autoridad que pueda aunar esfuerzos y vencer resistencias. Conocen la situación; por eso quieren fijar las autoridades como siempre han hecho los seres humanos (antes y después de Jesús, incluso dentro de su iglesia). Ellos podrían entregar la vida (como les ha pedido Jesús), pero no como corderos indefensos sino como líderes bien organizados de un movimiento liberador. Así dice el pasaje:
Llegaron a Cafarnaúm y, una vez en casa, les preguntó: ¿De qué discutíais por el camino? Ellos callaban, pues por el camino habían discutido sobre quién era el más grande. Y sentándose llamó a los doce y les dijo: El que quiera ser el primero, hágase el último de todos y el servidor de todos. Luego tomó a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: Quien reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado (Mc 9, 33-37)
Están siguiendo a Jesús, y eso supone que aceptan de algún modo su ideal de reino. Pero, como realistas deben traducir ese ideal en cauces de organización y poder. Hacen lo que han hecho y lo que siguen haciendo las instituciones sacrales (iglesias): acogen a Jesús, pero deben traducir su movimiento en una línea de realismo social. Por eso conspiran a su espalda, para bien de Jesús, introduciendo un correctivo en su proyecto. Es como si fuera necesaria una doble verdad, un doble lenguaje: Para que pueda triunfar, el evangelio mesiánico (que es pura gratuidad), sin poder alguno, requiere organización y ellos parecen dispuestos a crearla.
Gesto y palabra de Jesús. Pues bien, Jesús destruye esos sueños de autoridad mundana y así presenta con realismo lo que implica seguirle en el camino del Reino. Sólo superando la lógica y deseo de poder se pueden plantear las cosas como él hace, abriendo un nuevo espacio de familia donde los niños puedan ser acogidos, como muestra la continuación de la escena. Jesús llega a la casa de su grupo, signo de la iglesia (cf. Mc 3, 20-35), y allí se enfrenta con sus seguidores, rechazando su visión de autoridad y su deseo de ocupar los primeros puestos:
– a: Inversión: Ser el primero (9, 35). Jesús se sienta en la cátedra de su magisterio, convoca a los Doce (poder eclesial) y les dice: ¡Quien quiera ser primero hágase el último...!). Habían empezado a construir una iglesia sobre bases de poder, desde el mayor y primero (meidson, prôtos), y Jesús invierte ese modelo no necesita mayores ni primeros, sino últimos y servidores (eskhatoi, diakonoi). Quiere personas que sepan ponerse al final, para ayudar desde allí a los otros, superando la lógica del mando. Al hablar así, no ha criticado un simple vicio de egoísmo de unos pobres discípulos torpes sino que ha invertido la misma estructura de la vieja sociedad, edificada a partir de los poderosos.
b: Gesto: Pone a un niño en el centro del grupo y le abraza (9, 36). Los discípulos se creen importantes para ejercer su poder y dirigir la vida de otros, desde los primeros puestos, organizando la estrategia del reino de Dios. Saben que para funcionar un grupo humano necesita dirigentes. Pero donde ellos se elevan sobre los demás, los otros (inútiles, niños) quedan dominados, en segundo plano. Por eso, para invertir ese modelo y crear una familia distinta, Jesús toma a un niño y realiza un signo doble: (1) De autoridad: lecoloca en el centro (estêsen auto en mesô autôn); los discípulos discutían sobre ese centro, pero ahora descubren que está ocupado ya por el niño a quien Jesús coloca en pie, convirtiéndole en jerarquía máxima, en medio del corro donde él mismo estaba en Mc 3, 31-35. (2) De amor: le abraza (enankalisamenos), en gesto de cercanía y cariño. Buscaban los discípulos poder, habían empezado a conspirar. Pues bien, Jesús descubre y vence su conspiración ofreciendo (abrazando con) amor a un niño. De esa forma, interpreta la autoridad a partir de la ternura:el niño es importante porque está a merced de los demás y necesita cariño; así lo muestra Jesús poniéndole en el centro de la iglesia, y abrazándole en gesto de autoridad y ternura.
– a': Enseñanza: Quien reciba a uno de estos niños (9, 37). Reasume la doctrina del principio (el que quiera ser primero), enriqueciéndola a partir de los dos signos (poner al niño en el centro, abrazarle). El servicio (ser último, hacerse servidor) se expresa como acogida familiar del niño. El mundo exterior (dominado por un duro proceso de comercialización elitista) era un lugar donde los niños sufrían las consecuencias de la lucha por el poder, como último eslabón de una cadena de opresiones, de forma que al final ellospodían quedar sin casa (sin familia, sin comunidad). Contra esa situación habla Jesús: ¡Quien reciba (dexêtai) a uno de estos niños...! Ellos, los niños, aparecen así como signo mesiánico, expresión de autoridad, presencia de Dios sobre la tierra. En ese contexto, recibir significa acoger a los niños en la casa-familia de la iglesia.
Había en aquel tiempo niños sin familia, necesitados de acogida y afecto. Pues bien, con su gesto y palabra, Jesús les declara corazón y autoridad suprema de la iglesia. De esa forma, lo que empezaba siendo pregunta jerárquica sobre el poder, entendido como signo de Dios sobre el mundo (¿quién es más grande?), desemboca en una exigencia práctica de inversión del poder, de anti-jerarquía: ¡la esencia de la iglesia consiste en abrir espacios de vida y crecimiento, de afecto y maduración, para los más necesitados, y de un modo especial para los niños!
este Jesús de Marcos ha superado un modelo de familia patriarcal, fundada en ancianos o presbíteros, garantes de estabilidad social (que expulsa a los pobres y excluye a los distintos), para crear un corro de oyentes que buscan juntos la voluntad de Dios (Mc 3, 31-35; cf. 7, 5). En esa línea había realizado su tarea, abriendo una mesa para todos en fraternidad (6, 6-8, 26), poniendo de relieve la exigencia de entrega de la vida por el evangelio (8, 34‒9, 1). en esa línea, él afirma ahora que el primer lugar de la iglesia, entendida como casa de familia, ha de ser para los niños, no por el valor de sus padres y su genealogía, sino porque están necesitados.
Iglesia, comunidad para niños. El problema no está en saber quién domina, controla u organiza el poder sagrado de la iglesia magisterial o ministerial, sino en si recibe a los niños.De esa forma pasamos del ámbito más privado de un pequeño hogar (con unos padres que se ocupan de sus hijos) al espacio compartido de la iglesia o familia grande donde los niños (unas veces con padres, otras sin ellos) han de formar el centro de identidad y cuidado de todos. La misma comunidad viene a presentarse de esta forma como ámbito materno, casa donde los niños encuentran acogida, siendo honrados, respetados y queridos.
La comunidad no es un grupo de sabios ancianos, poderosos o influyentes, asociación de burócratas sacrales, funcionarios que escalan paso a paso los peldaños de su gran pirámide de influjos, poderes, competencias (y también incompetencias). Conforme a este pasaje, la iglesia es hogar para los niños, espacio donde encuentran acogida y valor los más pequeños.
De esa manera culminan y se entrelazan los diversos aspectos del mensaje de Jesús. Precisamente allí donde el Bautista anunciaba el fin del mundo (en fuerte crisis social, que parecía destruir toda familia) empieza para Jesús la exigencia de crear espacios de acogida para los niños. La Iglesia no ha de hacer teorías sobre los niños, sino acogerles, ofreciéndoles espacios de maduración humana, en dignidad y ternura.
–Primero son los niños. No tienen que hacer nada. No deben alcanzar con su decisión ninguna meta; no tienen que esforzarse por lograr una influencia por encima de los otros, pues tienen valor porque están necesitados, es decir, porque su forma de aprender y su misma vida “física” dependen de aquello que les ofrezcan los mayores. Su valor está en su propia pequeñez, es decir, en su dependencia. No han de luchar para volverse símbolo de Cristo: lo son por sí mismos, por hallarse (como se hallan) en manos de los otros.
– Esa debilidad suscita un compromiso, como indicaban las normas fundamentales de la Ley sobre huérfanos, viudas y extranjeros. Pues bien, en ese contexto, Jesús insiste en la importancia de los niños, como seres que dependen de la acogida de los otros. Los miembros de la nueva casa cristiana han de ofrecerles lo que son y lo que tienen, es decir, su casa, haciéndose de esa manera su familia. La ruptura familiar del evangelio (donde debe superarse la misma figura del padre patriarcal) ha de traducirse en un gesto de ayuda hacia los niños. Ellos son lo que importan; a su servicio ha iniciado Jesús su mensaje.
– La iglesia como grupo especializado en recibir a niños. La palabra clave (recibir-acoger: dekhomai) había aparecido en Mc 6, 11: los misioneros quedaban en manos de aquellos que podían recibirles o rechazarles. Ahora son los discípulos de Jesús, los que deben acoger a los demás, de un modo especial a los niños. Frente a la institucionalización del poder que ellos proponían (¿quién es mayor?), instituye aquí Jesús una familia al servicio de la acogida integral de los pequeños.
Autoridad de los niños. Jesús supera de esa forma todo sacralismo eclesial y toda autoridad interpretada como signo de Dios (en la línea que propugnan los discípulos), para poner de relieve la autoridad de los “más pequeños”, que dependen de los otros. Los niños a quienes alude el texto no tienen importancia por ser judíos (de buena raza), ni por ser cristianos (iniciados, bautizados) sino simplemente porque son pequeños (necesitados) y dependen de la acogida de otros. Frente a una sociedad de presbíteros patriarcas donde los hombres y mujeres importan por sexo, ley y autoridad surge aquí una sociedad materna, es decir, de madres y hermanos que se ocupan ante todo del bien y de la felicidad, es decir, de la acogida y del crecimiento más hondo de los niños (necesitados).
Es evidente que Jesús funda su iglesia como hogar materno para niños, de manera que podríamos hablar de una iglesia de mujeres, cuidadoras de niños. Él no es mujer ni madre, en el sentido convencional del término; pero ha dado primacía a la función tradicional de la mujer al servicio de la vida. Su forma de abrazar a un niño rompe los modelos del varón mediterráneo y judío, educado para el sexo y honor, la autoridad y trabajo, y, en esa línea, él aparece como un hombre escandaloso, mesías de ternura que no sólo abraza a los niños en medio del grupo sino que propone ese gesto como signo de identidad de su discipulado y reino.
El mismo niño necesitado es autoridad, signo del mesías (¡quien le recibe a mi me recibe!). En el espacio central de la iglesia, abrazado a Jesús, encontramos a un niño, es decir, a un ser humano que depende de la acogida y ayuda de los otros. Ellos, Jesús y el niño, forman la verdad mesiánica. Desaparecen los modelos de dominio (ser más grande, ser primero), el mayor y primero es el niño, no hace falta buscar más. A partir de ahí se puede hablar de iglesia: ¡Quienes acogen al niño, ofreciéndole espacio para el abrazo en el centro de la casa, esos son comunidad cristiana!
El tema biológico o de pequeña familia (centrado en la madre o en los padres del niño) sigue estando en el fondo, pero no ocupa ya el primer plano. Lo que importa y crea iglesia es la acogida social. La comunidad cristiana debe ofrecer espacio humano, lugar de acogida y crecimiento al niño que ya existe. No es cuestión de dogmas más o menos sagrados, ni de grandes estructuras. La tarea de la iglesia es ofrecer lugar para los niños. Es evidente que en ese contexto el mayor pecado de la familia cristiana será “escandalizar” a los niños, es decir, utilizarles al servicio de los propios intereses personales o grupales, en plano afectivo, laboral o social (cf. Mc 9, 41-50 par).
Desde ese fondo ha de entenderse la función de los Doce a quienes el texto presenta como paradigma de la comunidad. Ciertamente, ellos han salido a ofrecer evangelio como misioneros (Mc 6, 6-13), pero Jesús les hace ahora guardadores de familia; evidentemente, han de cambiar mucho para ello. Frente a unos discípulos patriarcalistas que buscaban el dominio (ser grandes, conquistar con riesgo los primeros puestos) ha elevado aquí Jesús el modelo de una iglesia que es familia, hogar materno al servicio de los más pequeños.
Niños; iglesia-cuna, autoridad de la invancia (Mc 10, 13-16)
Este pasaje reasume y completa el tema del anterior, en perspectiva de camino (cf. Mc 10,1), en los bordes de la tierra de Israel, de forma que los niños a quienes alude son de fuera, pero, al mismo tiempo, parecen estar cerca de la casa de la comunidad (cf. Mc 10, 10). En el cruce entre el exterior y el interior de la Iglesia emergen ellos, como destinatarios del mensaje de Jesús, en un contexto donde se resalta la fidelidad matrimonial, pero insistiendo, al mismo tiempo, en la comunidad como familia/hogar para los niños (10, 1-12).
Ser familia, importancia de los niños. Hay en la Iglesia otros problemas (y deben plantearse en su lugar), pero en el camino de Jesús ha destacado Marcos la responsabilidad de conjunto de la iglesia ante los niños ya nacidos. Es posible que nosotros, cristianos del siglo XXI, hubiéramos planteado otros motivos (paternidad responsable, número de hijos, anticonceptivos, aborto y superpoblación), pero lo que este pasaje resalta, en la línea del pasaje anterior (Mc 9, 33-37), es la vida y cuidado de los ya nacidos.
Y le llevaban niños para que los tocara, pero los discípulos se lo impedían. Jesús, al verlo, se indignó y les dijo: Dejad que los niños vengan a mí; no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro: quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y, abrazándolos, los bendecía, imponiéndoles las manos (Mc 10, 13-16).
Éste es un “apotegma”, es decir, un relato simbólico con una enseñanza. Puede tener un fondo histórico, pero su mensaje es básicamente eclesial, y define a la iglesia como casa (lugar de acogida) para los niños, sean o no cristianos:
– Traen niños para que los toque (Mc 10, 13a), en una perspectiva que en su origen puede ser mágica (al tocarles, el santón, curandero o profeta transmite a los pequeños buena suerte), pero que en el contexto actual del evangelio ha de verse en clave de vinculación mesiánica. Quienes traen niños (se supone que no pueden andar por sí mismos) son los padres o familiares. Quieren que Jesús entre en contacto con ellos, en gesto muy propio de Marcos (Jesús toca y cura en 3, 10; 5, 27-28; 7, 33; 8, 22). Posiblemente, son los padres o familiares, que no forman (todavía) parte de la iglesia, pero conocen de algún modo a Jesús y le piden ayuda.
– Los discípulos quieren impedirlo (10, 13b). No pueden permitir que Jesús pierda el tiempo, que abandone sus ocupaciones importantes, para dedicarse a los niños, en tarea que parece poco digna, propia de mujeres. Es claro que en el fondo del pasaje sigue habiendo una disputa eclesial, como en Hech 6, 1-6 (los grandes de la comunidad no atendían a las viudas y mesas de los pobres): los discípulos centrales (los Doce) no permiten que Jesús se ocupe de los niños; como en Mc 9, 33-37, ellos quieren formar un grupo de poder, bajo su control, y por eso forman una especie de guardia pretoriana o círculo de seguridad en torno a Jesús, impidiendo que traigan a los niños. En esa línea, la iglesia corre el riesgo de volverse grupo de personas importantes, sin corazón ni tiempo para los menores.
– Dejad que los niños vengan a mí... (10, 14-16). Frente a un tipo de comunidad convertida en espacio de poder controlado por los “grandes”, Jesús reivindica el valor primario de los niños: Son signo del reino, los más importantes; no hay tarea más valiosa que acogerles, tocarles, bendecirles. Entendida así, la Iglesia viene a presentarse como familia abierta a los más pequeños. En medio de su gran ocupación mesiánica, cuando parece que debía dejar a un lado otros temas secundarios, Jesús afirma con solemnidad que esos niños son objeto, centro y meta de su reino.
Los niños no son sólo objeto del cuidado de los padres, sino de la comunidad entera que, en esa perspectiva, ha de entenderse como hogar (familia) que se abre a los niños como necesitados, sean hijos de creyentes o de no creyentes. De esa manera la Iglesia se abre, superando el nivel de la familia (y de la misma comunidad de los creyentes), apareciendo como casa que acoge por (con) Jesús a los niños. La palabra clave es dejad que... (Mc 10, 14). Jesús quiere que los niños formen parte de su propuesta mesiánica, diciendo a los dirigentes no se lo impidáis (mê kôlyete), como en 10, 39 donde exigía tolerancia para un exorcista no comunitario al que quieren prohibir que actúe en su nombre. Ahora les manda que no se opongan, y que la comunidad acoja a los niños, que son signo privilegiado de Dios, pues de quienes son como ellos (toioutôn), es el reino de Dios, y de ellos debe ocuparse, por tanto, la Iglesia. Su respuesta se puede entender y se entiende de dos formas: hacerse niño y acoger a los niños:
– Aplicación más intimista: hacerse niño (Mc 10, 15). El texto de Jesús puede entenderse de dos formas. La primera toma al niño como sujeto, y puede traducirse así: Quien no reciba el reino como lo recibe un niño…, suponiendo así que los seguidores de Jesús han de hacerse niños pararecibir el Reino de Dios. Frente a un tipo de exigencia activa (conquistar el reino por la ascesis, la ciencia o la violencia) aparece aquí una experiencia más honda de receptividad: Los seguidores de Jesús han de ser como niños que reciben la vida, en actitud de pequeñez, de aceptación, de acogimiento gratuito, volviéndose pequeños (cf. Mc 9, 35). Ésta es la lectura que ha destacado Mt 18, 1-5 y 19, 13-19, espiritualizando el tema: ¡Debemos hacernos ante Dios como niños!
–Lectura más social: recibir al niño. Pero en el contexto de Marcos, la frase puede y debe interpretarse tomando al niño como objeto. Quien no reciba el reino como se recibe a un niño... Ciertamente, importa "hacerse" niño (=pequeño), pero sobre todo recibir, acoger, ofrecer casa a los niños. El Reino es una realidad que me “recibe” (soy como niño en manos del Reino de Dios, pero, al mismo tiempo, es una realidad que nosotros debemos recibir, como se recibe a un niño. En ese contexto, la Iglesia ha de ser una comunidad especializada en acoger a los niños, un hogar de cariño y amor donde ellos encuentran acogida y pueden madurar, como indicaba ya el texto anterior (Mc 9, 33-37). El reino de Dios se hace presente en los niños, y se recibe (se deja construir y se construye) al recibirlos.
Las dos lecturas (ser como un niño ante el Reino, y acoger a los niños) son buenas y es posible que Marcos haya querido vincularlas, para mostrar así la implicación del aspecto receptivo (ser como niños) y el activo (ofrecer casa a los niños), pero el conjunto de su evangelio y el mismo gesto final de Jesús, que acoge al niño (10, 16), insisten quizá más en la segunda: la iglesia ha de abrirse como espacio de amor y crecimiento humano para los niños.
Jesús, mesías de niños. Este pasaje ha expresado los elementos esenciales de su proyecto mesiánico en relación con los niños. No emplea el término amor (agapaô), ni el de familia-casa, pero es claro que todo ha de entenderse desde su trasfondo de amor y casa (familia). Jesús, varón mesiánico, realiza aquí un triple gesto de afecto y dignificación respecto de los niños, tanto en plano personal como social: les abraza, bendice e impone las manos (10, 16):
Como en Mc 9, 36, Jesús abraza también aquí al niño (enankalisamenos), en gesto de cariño y comunicación vital, propia de esposos, amigos, familiares. El abrazo es la palabra de la piel que acaricia, de las manos que tocan, de los brazos que sostienen, del cuerpo que dice su verdad a otro cuerpo, el compromiso de acoger y defender a otra persona. En este primer nivel se ha situado Jesús, regalando a los niños la alegría de su vida y recibiendo la ternura y gozo que ellos le transmiten con la suya, en gesto generoso de entrega y donación, para que el otro sea, para que el niño pueda crecer en humanidad. .
- Jesús bendice al niño (kateulogei), deseándole y ofreciéndole un futuro de vida, como el mismo Dios hacía a los hombres al principio (Gén 1, 28). No les abandona en su pequeñez, no les deja en su infancia por siempre; quiere que crezcan y gocen, para poseer los bienes de la tierra, pues eso significa bendecir: Regalar a los demás un espacio y camino de vida y palabra, de educación y esperanza. Crear un mundo donde la vida de los niños merezca la pena, eso es bendecir.
- Les impone las manos (titheis tas kheiras ep'auta). Este gesto final ha de entenderse como iniciación sanadora (cf. 5, 23; 7, 32) y consagración mesiánica. Imponer las manos significa transmitir a otra persona un poder. Así hacían los que “ordenaban” a los sacerdotes de Israel (cf. Núm 27, 18; Dt 34, 9), así harán después los obispos cristianos, transmitiendo su carisma a otros jerarcas. Pues bien, en gesto que rompe los esquemas de poder israelita, Jesús impone las manos a los niños, ofreciéndoles su autoridad. Ellos, los más pequeños, son desde ahora los verdaderos presidentes de la iglesia.
De esta forma, Jesús ha situado en el primer plano de la iglesia algo que parecía propio de mujeres: las tareas del hogar, el cuidado de los niños. Su comunidad mesiánica es lugar donde no sólo es posible el amor de los mayores, sino también la vida de los niños, pues ellos pertenecen en algún sentido a toda la comunidad que ha de ofrecerles su cuidado. Frente a una posible gerontocracia (mando y control de ancianos), frente a una sacralización de los presbíteros que fijan desde antiguo la ley y tradición de la comunidad (cf. Mc 7, 3), Jesús ha establecido el gesto sorprendente y amorosa de los niños que, dejándose querer, son principio de vida para la comunidad.
Contrapunto: Quien escandalice a uno de estos pequeños… (Mc 9, 42)
Esta sentencia, situada entre los dos textos que acabamos de exponer, supone que la misma familia, y de un modo especial la iglesia, pueden convertirse en lugares de destrucción para los niños: Hay cristianos “grandes” que pueden escandalizar y escandalizan a los niños. En este contexto se añade que sería mejor que los “grandes”, que pueden dañar a los pequeños, se “mataran” a sí mismos antes de escandalizarles: Que se ataran al cuello la piedra superior de un molino giratorio, movido por un asno (mylos onikos, piedra de asno), y se echaran al mar, pues es mejor morirse que hacer daño a los niños/pequeños en la familia de la Iglesia (en la humanidad entera). Éste es el gran pecado: utilizar el poder para destruir a los menores dentro de la familia o de la Iglesia.
‒El gran pecado, escandalizar a los niños. Moviéndose en una línea de poder, la Iglesia (familia) puede convertirse en lugar donde los grandes dominan y los pequeños corren el riesgo de quedar escandalizados, siendo utilizados de forma personal, laboral o afectiva (en línea de pederastia). Pues bien, en este contexto, Marcos dice que quien escandaliza a los pequeños no sólo comete un pecado contra ellos, sino que se destruye a sí mismo, de manera que sería mejor que se matara, echándose al mar con . Sin duda, este lenguaje (rueda de molino, echarse al mar…) tiene un sentido simbólico, pero ha de tomarse absolutamente en serio. Abrir un espacio de vida para los niños es la gran tarea de la Iglesia.
‒El sentido del escándalo no es fácil precisarlo, y es probable que Marcos haya querido dejar el tema así, sólo esbozado, para que la iglesia (cada comunidad de oyentes/lectores de su evangelio) lo concrete. (a) Puede tratarse deun escándalo en asuntos de comida, como sabemos por Pablo (Rom 14, 13; 1 Cor 8, 13), quien supone que hay cristianos que escandalizan (hacer caer a otros) por su forma de entender y romper las normas de alimentación judías. (b) Puede tratarse de formas distintas de entender la libertad y las prácticas sexuales, en un contexto amenazado por un tipo de libertinismo gnóstico. En ese sentido, muchos han pensado que el escándalo debe entenderse en sentido sexual: Pecan de un modo intenso contra la familia aquellos que utilizan su poder físico o psicológico para pervertir el camino de amor de los niños (pederastia). Ante ese pecado es conveniente seguir recordando las palabras de Jesús: ¡Mejor le sería que se atara al cuello una piedra de molino y se lanzara al mar!
(Cf,Pikaza, Historia de Jesús, Verbo Divino, Estella 2013; La familia en la Biblia, Verbo Divino, Estella2013; Comentario de Marcos, Verbo Divino, Estella, 2012).