La revolución de los publicanos

El domingo pasado comenté el evangelio del fariseo y publicano (Lc 18, 9-14), quedando relativamente satisfecho de mis reflexiones, en las que retomaba el motivo de un espejo de mi infancia, en la iglesia de Zeberio. Pero un amigo me ha llamado y me ha dicho: ¿Qué tiene que hacer ese publicano justificado? ¿nos puedes hablar de una posible revolución de publicanos? No estoy seguro de mi respuesta, pero he pensado en el tema y os ofrezco una breve reflexión introductoria.

No hay revolución del fariseo.


Es evidente que el fariseo no puede iniciar ninguna revolución, porque “todo está bien”, todo funciona con orden sobre el mundo, con los mandamientos, los ayunos y los diezmos, de manera que no hace falta más Reino de Dios. Este fariseo cree que hemos llegado “al fin de la historia”, como han dicho algunos teóricos del capitalismo (bastará recordar el libro Francis Fukuyama, El fin de la Historia y el último hombre (en el original inglés The End of History and the Last Man, 1992). Ese último hombre es, sin duda, el fariseo: el hombre de la buena racionalidad, del buen sistema. A su juicio no hacen falta ya revoluciones, porque los buenos han triunfado y porque, en pocos años, el mundo entero habrá caído en manos de la buena justicia de los que alaban a Dios. En esa línea no puede haber revolución, pues ya ha llegado la justicia.

El publicano necesita hacer una revolución

Sabe que es “pecador”, lo dice ante Dios, lo declara en el templo, dándose golpes de pecho. De esa forma, el texto sigue diciendo, que él “bajo justificado a su casa”, pero no para quedar tranquilo en ella, sino para iniciar su cambio, el cambio que conduce al Reino de Dos, la revolución de los publicanos y prostitutas (de los enfermos y los pobres, de las viudas y los hambrientos), la bienaventuranza del reino.
¿Cómo puede colaborar un publicano? ¿Qué puede aportar? El evangelio de Lucas ha buscado y presentado una respuesta y de ella hablaremos el próximo domingo (4 de noviembre: evangelio de Zaqueo, el publicano: Lc 19, 1-10). Pero se me ha hecho tarde esperar hasta entonces y he querido ofrecer ya desde ahora una pequeña reflexión sobre el tema.
Es evidente que la “revolución de los publicanos” tiene que estar en la línea de la revolución de los pobres y las viudas, de las prostitutas y los enfermos. Pero ella tiene algo especial, pues los publicanos son especiales, en el evangelio y en la sociedad actual.


¿Qué son los publicanos?


Son, ante todo, unos subalternos que tienen que venderse al gran sistema (a los ricos-ricos, a los gobernantes y generales, a los jefes de estado…), para así vivir, traicionando en el fondo a los pobres del pueblo, del que provienen. Los publicanos son un tipo de “proletariado” intermedio que se vende al sistema, por un plato de comida. En tiempo de Jesús, en general, eran hombres (varones): cobradores de impuestos al servicio del sistema, miembros de la “clientela” de los señores, a quienes servían y de quienes recibían dinero. La sociedad, y el evangelio, les comparaba con las prostitutas, que también tienen que venderse, para así vivir, al servicio del sistema. Así podemos dividir la sociedad en tres “clases” (de las clases que había en tiempo de Jesús hablaré un día próximo).

Está la clase alta-alta, los que dirigen la sociedad en el plano económico, político y militar, con sus “fariseos”, es decir, con aquellos que piensan que sirven a Dios haciendo lo que hacen. Ellos son los representantes y beneficiados del sistema y difícilmente pueden cambiar, aunque suban al templo (como muestra la imagen del fariseo, que es el rico-rico en plano religioso).

Está la clase baja-baja, los que padecen bajo el sistema: los parados y excluidos, los esclavos de diverso tipo y los prescindibles, aquellos que pueden morir sin que cambie nadie. Éstos bajos-bajos pueden y deben contribuir a la revolución, pero por sí misma (sin la colaboración de los publicanos y prostitutas) encontrarán muchas dificultades.

Está finalmente la clase intermedia, aquella que actúa como bisagra… En este contexto se pueden situar los “publicanos”. Por un lado forman parte del pueblo bajo, no tienen verdadero poder. Pero, por otra parte, son necesarios para el sistema, pues tienen que realizar los trabajos duros, especialmente el de “cobrar los impuestos” de los ricos. En terminología antigua: ellos tienen que servir a los ricos sacando dinero a los pobres, para que funcione el orden del sistema.

Nuestro publicano bajó justificado…

Eso significa que “bajó” sabiendo lo que era y lo que tenía que hacer. Bajó dispuesto a poner su vida al servicio de la “justicia de Dios”, que no es la del fariseo ni la del sistema. Un buen compañero de este publicano sería el samaritano de Lc 10, 26-37. Pero hay una diferencia muy grande: el samaritano parece un hombre libre, que va y viene, sin más compromisos que su propia conciencia y que su vida. Por el contrario, el publicano está “vinculado al sistema”. Por eso, si dice que “no”, si deja de cobrar impuestos a los pobres al servicio de los ricos corre el riesgo de ser perseguido (de ser considerado un traidor).
Aquí es donde se sitúa la tarea y riesgo de la revolución de los publicanos, es decir, de los subalternos que, en un momento dado, tienen que romper su alianza con el sistema, para ponerse al servicio de los pobres, es decir, de todos. Mirados de esa forma, los publicanos de las historia de Jesús tienen un potencial inmenso de transformación, de revolución. Quizá podamos decir que la historia está en manos de ellos. Porque los ricos-ricos (es decir, los dueños del sistema) no pueden funcionar sin una corte sumisa de publicanos. La rebelión y revolución de estos publicanos, al servicio del Reino de Jesús, constituye una de las aportaciones más fascinantes del evangelio.
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