"El vínculo entre el pontificado de Francisco y Aparecida revela su naturaleza sinodal" El Papa de Aparecida

El 21 de abril de 2025 se cierra una página importante en la historia del catolicismo contemporáneo: con el fallecimiento del Papa Francisco, concluye un magisterio marcado por imágenes potentes e intuiciones proféticas
| Dr. José Eduardo de Oliveira e Silva. Diócesis de Osasco – SP – Brasil
El 21 de abril de 2025 se cierra una página importante en la historia del catolicismo contemporáneo: con el fallecimiento del Papa Francisco, concluye un magisterio marcado por imágenes potentes e intuiciones proféticas.
Elegido en marzo de 2013, el Papa “del fin del mundo” —como gustaba llamarse a sí mismo con ironía, en alusión al típico gracejo argentino sobre la ubicación austral de su país— hizo de la evangelización en las periferias, en las fronteras, el eje de su pontificado, imprimiéndole el sello misionero tan característico de su vocación jesuita.
Pero no fue solo eso. Un acontecimiento que marcó profundamente su conciencia pastoral fue la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano, realizada en Aparecida en 2007. En más de una ocasión, se refirió al Documento de Aparecida como un “milagro”, dado que inicialmente no se pretendía redactar ningún documento, y por las divergencias de opinión surgidas tras la decisión de elaborarlo.
La Conferencia de Aparecida propuso conjugar toda la acción pastoral de la Iglesia en clave misionera, mediante la formación de discípulos-misioneros que se convirtieran en agentes de una auténtica misión continental, capaces de reorganizar todas las estructuras eclesiales con el fin de renovar la Iglesia e ir al encuentro de todos los hombres, llevándoles la luz del Evangelio.
Eclesiología sinodal
Al percibirse el vínculo entre el pontificado de Francisco y Aparecida, se comprende su naturaleza intrínsecamente sinodal. En otras palabras, en lugar de verse como el portador exclusivo de una intuición, el Papa se comprendía a sí mismo como aquel que escucha — discerniendo, en la voz de los hermanos, la voz del Espíritu Santo.

Es notable que los principales documentos de su pontificado no sean encíclicas o constituciones apostólicas, sino exhortaciones apostólicas postsinodales — documentos elaborados tras largos procesos de escucha de la Iglesia universal, que involucraron a obispos y fieles de todos los continentes.
En este sentido, la libertad con la que Francisco permitía las discusiones escandalizó muchas susceptibilidades. Cuando todo parecía ya definido, pero aún había voces y quejas silenciadas, él prefería que el susurro se convirtiera en diálogo. Desde la comunión para parejas en nueva unión hasta la ordenación de viri probati o la bendición de parejas del mismo sexo, no había tabú que no pudiera ser abordado — no como objeto de un plebiscito o deliberación parlamentaria, sino como intento sincero de comprender qué respuestas debe dar la Iglesia a los desafíos de hoy.
Con el corazón abierto, enfrentó la crisis de los abusos sexuales de clérigos, la reestructuración de la Curia Romana, los abusos de conciencia y autoridad en nuevas comunidades e instituciones. Siempre con escucha atenta y discernimiento sereno, buscaba los pasos a seguir. La aparente inestabilidad de su apertura era frecuentemente sucedida por decisiones firmes y serenas. El mismo Papa que inquietaba a quienes rehuían el diálogo, fue también motivo de decepción para los entusiastas de un vanguardismo irresponsable.
Iglesia en salida
Una de las imágenes más emblemáticas de su pensamiento eclesiológico se encuentra en su “carta magna”, la exhortación apostólica Evangelii Gaudium: la imagen de una “Iglesia en salida misionera”.
Para algunos observadores, la impresión de que se privilegió el aspecto pastoral en detrimento del doctrinal generó confusiones. Pero, en verdad, la “opción Francisco” no consistió en subordinar una dimensión a la otra, sino en colocarlas al servicio mutuo: anunciar el Evangelio, antes que nada, significa proponer el encuentro con el amor gratuito de Dios en Cristo — y solo luego, como consecuencia, ofrecer un camino de conversión y reforma de vida (cf. EG, 39).

Para esa Iglesia en salida, ganar al hermano es la prioridad; acogerlo e integrarlo en un proceso paciente de discernimiento es la metodología. Esto exige respeto por la gradualidad en la presentación del ideal evangélico. Posturas rígidas y moralistas han podido alejar más que acercar los corazones a Cristo.
Por ello, en lugar de insistir en una agenda negativa (“la Iglesia está contra esto o aquello”), Francisco prefirió una agenda positiva, centrada en los aspectos más sensibles y compartidos por nuestros contemporáneos. Ese cambio de paradigma resultó providencial en un tiempo en que la Iglesia, envuelta en escándalos sexuales, financieros y políticos, ocupaba un lugar marginal en el debate público. Con su elección, el Papa cambió el tono: se volvió una voz escuchada, sobre todo por quienes no forman parte de la estructura eclesial.
Esa nueva relevancia le permitió llevar a cabo la reforma institucional de la Curia Romana, reubicándola explícitamente al servicio de la evangelización universal de las Iglesias particulares. Hablaba de la necesidad de desburocratizar la Iglesia, para que fuera más un hospital de campaña que una aduana fiscalizadora.
De la fraternidad a la Casa Común
Atento a los signos de los tiempos, Francisco sintonizó su magisterio con los temas más candentes de la actualidad. Aunque algunos los consideraron excesivamente “seculares”, el escenario de desprecio por la vida y por el prójimo exige hoy, más que nunca, un llamado al cuidado y a la ternura.
Desde el comienzo, denunció la “cultura del descarte”, mentalidad que subyace a la exclusión y a la injusticia: personas y cosas son despreciadas como si ya no fuesen útiles ni necesarias. En oposición a esa lógica, propuso una ética de la inclusión — que devuelva visibilidad a los invisibles: los pobres, los jóvenes, las personas con discapacidad, los ancianos…

En una Europa secularizada y temerosa, fue incansable en su defensa de la acogida a los migrantes, pidiendo que fueran reconocidos no solo como personas, sino como hermanos — y como constructores de la civilización occidental, cuya identidad multiétnica y multicultural forma parte de sus raíces.
En el plano internacional, insistió en la necesidad de construir puentes, superar los nacionalismos y promover una política al servicio de la paz y una economía de comunión. En otras palabras: amistad social y cultura del encuentro.
Comprendía su misión como obispo de Roma no solo ad intra, sino también ad extra: promover el diálogo y la fraternidad fuera de la Iglesia. Sus discursos a líderes de otras religiones deben ser leídos a la luz de esa intención: no como signo de indiferentismo religioso, sino como acción del Papa en cuanto figura pública global, interlocutor de la sociedad civil.
Su celo se extendía a la propia creación. Al convocar a todos los pueblos al cuidado de la “casa común”, propuso una verdadera ecología integral, fundada en la ecología humana, es decir: el cuidado del medio ambiente debe ir de la mano con el respeto por la dignidad humana, por el cuerpo y por la diferencia sexual (cf. Laudato si’, 155).
Condenó reiteradamente la ideología de género, calificó el aborto como un “nazismo con guantes blancos” y denunció la adoctrinación escolar como “colonización ideológica”. Aunque no eran temas recurrentes en su prédica — él mismo afirmaba que no era necesario repetirlos constantemente —, cuando los abordó, lo hizo con claridad y firmeza.
El rostro de la misericordia
El gran legado del Papa Francisco es Jesucristo, a quien definió como “rostro de la misericordia del Padre”. La misericordia es el corazón palpitante de su magisterio. Su lema episcopal — Miserando atque eligendo (“lo miró con misericordia y lo eligió”) — expresa su autocomprensión: “Soy un pecador a quien el Señor miró con misericordia” (Entrevista a Civiltà Cattolica, 2013).

De esa visión nace toda su eclesiología: la misericordia como estilo eclesial. La Iglesia debe ser una casa paterna con puertas siempre abiertas, un lugar de acogida y perdón, donde el primer anuncio — el kerigma — ocupa el centro, como manifestación de la gracia salvadora que alcanza a todos.
Por eso, proclamó en 2015 el Año Santo de la Misericordia, presentando a la Iglesia como “Casa de la Misericordia para todos los pueblos”. Al concluirlo, escribió: “La misericordia no es una pausa en la vida de la Iglesia, sino su misma existencia.” (Misericordia et Misera, 1) La misericordia, para él, es el antídoto contra el legalismo mezquino, y el impulso que lleva a buscar a los heridos en las periferias existenciales, al modo del buen samaritano.
De María a María
Las intuiciones de Francisco nacieron bajo el sonido de las oraciones y cantos de los peregrinos en Aparecida — experiencia que lo marcó profundamente, aún más por haber sido la primera Asamblea del CELAM en un Santuario Mariano (cf. Discurso a los responsables del CELAM, 2013). La presencia de María lo acompañó durante todo su pontificado.
Tuvo especial cariño por Nuestra Señora de Aparecida, a quien entronizó en los Jardines Vaticanos en 2016: “Me complace que la imagen de Nuestra Señora de Aparecida esté en los Jardines. En 2013 prometí que volvería. No sé si será posible, pero al menos la tengo más cerca, aquí.”
Durante su viaje a Brasil, exclamó en el Santuario Nacional: “¡Qué alegría me da venir a la casa de la Madre de cada brasileño!”. Y recordó: “Aquella Conferencia fue un gran momento de vida de la Iglesia. Y, de hecho, se puede decir que el Documento de Aparecida nació justamente de ese encuentro entre el trabajo de los pastores y la fe sencilla de los peregrinos, bajo la protección maternal de María".

Al día siguiente de su elección, visitó la Basílica de Santa María la Mayor para consagrar su pontificado a la Virgen Salus Populi Romani. Antes y después de cada viaje, siempre regresaba allí, como un hijo.
Ahora, en su último viaje — aquel que lo conduce a la eternidad — el Santo Padre, contrariando la tradición de ser sepultado en las Grutas Vaticanas, pidió descansar en un ataúd sencillo, sin ostentación, en la Basílica de Santa María la Mayor, la más antigua de las iglesias marianas de Occidente.
Con la sencillez de un hijo, se entrega a los brazos de la Madre, dejando a la Iglesia huérfana — en pleno jubileo. Llegando a la meta, se despide de sus hijos, que continúan la marcha hacia el cielo, como “peregrinos de la esperanza”.
Publicado originalmente en: https://osaopaulo.org.br/colunas/opiniao/o-papa-de-aparecida/ - Periódico de la Archidiócesis de São Paulo, Brasil.
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