El Evangelio según mi suegra
(JCR)
Se acabaron las juergas nocturnas en mi casa, si es que alguna vez las hubo, que siempre fueron sobrias y se redujeron a alguna copita de “Amarula” después de las diez. Mi suegra y mi cuñada han venido de Uganda hace cuatro días para pasar tres meses de
vacaciones y desde el pasado jueves en este piso del madrileño Barrio de la Concepción después de cenar se apaga la televisión y se reza el rosario, en lengua Alur, que el Señor la entiende y nosotros a Dios gracias también, excepto nuestros dos niños, pero todo se andará. Y en cuanto a los entretenimientos audiovisuales, nada de “Sálvame” ni de telenovelas mundanas. Aquí sólo se ven los programas religiosos de la 13 TV, excepto algún telediario que me dejan ver alguna vez por concesión a este pobre yerno que ha vuelto a las prácticas de sus días conventuales por mano de su familia política. Y, como diría el padre Peyton, la familia permanece unida.
En Erussi, el pueblo ugandés de la señora Josephine Manano, que así se llama mi suegra, todos los domingos hay misa a las siete de la mañana, y de las veces que he estado allí recuerdo que si uno no se apresura uno a llegar a la parroquia a las seis y media de la mañana se arriesga uno a quedarse de pie, o incluso fuera de la iglesia, trance éste harto incómodo si se tiene en cuenta que las misas allí suelen durar de dos horas en adelante con profusión de cantos, danzas, procesiones y oraciones espontáneas. El domingo pasado cuando fueron a misa en Madrid se quedaron desilusionadas de ver que aquí los asuntos del espíritu se despachan en apenas cuarenta minutos y que todos los feligreses salen a continuación como alma que lleva el diablo y sin apenas tiempo para saludarse y preguntarse por los asuntos personales.
Mi mujer ya está curada de estos y otros espantos. Recuerdo cuando vinimos a España hace ahora unos tres años y medio que durante nuestro primer domingo aquí tuvimos que levantarnos muy temprano para ir a coger un autobús. Al encontrarnos, a eso de las siete de la mañana, con grupitos de jóvenes con cara de venir bastante contentos, sonrió mi chica y me dijo: “Mira, como en Uganda los domingos, aquí también los jóvenes van a misa muy de mañana”. Meneé yo la cabeza con gesto de escepticismo mientras la contesté algo así como: “Que no, que aquí no es así. Estos chicos no van, sino que vienen y todavía no han dormido, y dudo yo de que alguno de ellos vaya hoy a misa, que aquí las cosas son muy distintas”.
Aunque hay muchas realidades distintas en África en cuanto a la práctica religiosa se refiere, no hay duda de que allí hay un sentimiento religioso que aflora con mucha más naturalidad que aquí, donde la secularización intenta relegar las convicciones religiosas al ámbito de lo privado, y a veces ni eso. En los lugares de África que yo conozco no se empieza ningún acto público sin una oración, ni se come sin bendecir la mesa, ni comienza la jornada en una escuela sin rezar todos juntos, y cuando uno jura su cargo público lo hace con la Biblia en la mano sin que nadie monte un pollo por eso. Después el nuevo cargo gobernará siguiendo los preceptos del amor al prójimo o a espaldas del derecho más elemental, pero por lo menos sabrá que ha jurado algo que un día podrá volverse contra él. No conozco ateos en África, y si alguno hay se lo debe de tener muy callado. La fuerza espiritual del continente africano es una de las grandes riquezas que podemos y creo que debemos aprender de ellos, aún con todas las purificaciones que sus expresiones religiosas necesiten.
Por eso uno de los primeros choques culturales que muchos africanos se llevan al venir a un país europeo es el ver cómo Dios cada vez cuenta menos en nuestra vida diaria y cómo a los jóvenes se les educa sin apenas ninguna referencia religiosa, incluso por parte de familias que se declaran católicas. Mi niño, que está a punto de cumplir los tres años, cuando se levanta por las mañanas y ve a su tía Florence que está en una silla con la Biblia abierta haciendo su meditación me pregunta: “Papá, ¿qué hace la tía?” Cuando le respondo, tiemblo al pensar en el día en que me pregunte a mí que por qué yo no lo hago.
Se acabaron las juergas nocturnas en mi casa, si es que alguna vez las hubo, que siempre fueron sobrias y se redujeron a alguna copita de “Amarula” después de las diez. Mi suegra y mi cuñada han venido de Uganda hace cuatro días para pasar tres meses de
En Erussi, el pueblo ugandés de la señora Josephine Manano, que así se llama mi suegra, todos los domingos hay misa a las siete de la mañana, y de las veces que he estado allí recuerdo que si uno no se apresura uno a llegar a la parroquia a las seis y media de la mañana se arriesga uno a quedarse de pie, o incluso fuera de la iglesia, trance éste harto incómodo si se tiene en cuenta que las misas allí suelen durar de dos horas en adelante con profusión de cantos, danzas, procesiones y oraciones espontáneas. El domingo pasado cuando fueron a misa en Madrid se quedaron desilusionadas de ver que aquí los asuntos del espíritu se despachan en apenas cuarenta minutos y que todos los feligreses salen a continuación como alma que lleva el diablo y sin apenas tiempo para saludarse y preguntarse por los asuntos personales.
Mi mujer ya está curada de estos y otros espantos. Recuerdo cuando vinimos a España hace ahora unos tres años y medio que durante nuestro primer domingo aquí tuvimos que levantarnos muy temprano para ir a coger un autobús. Al encontrarnos, a eso de las siete de la mañana, con grupitos de jóvenes con cara de venir bastante contentos, sonrió mi chica y me dijo: “Mira, como en Uganda los domingos, aquí también los jóvenes van a misa muy de mañana”. Meneé yo la cabeza con gesto de escepticismo mientras la contesté algo así como: “Que no, que aquí no es así. Estos chicos no van, sino que vienen y todavía no han dormido, y dudo yo de que alguno de ellos vaya hoy a misa, que aquí las cosas son muy distintas”.
Aunque hay muchas realidades distintas en África en cuanto a la práctica religiosa se refiere, no hay duda de que allí hay un sentimiento religioso que aflora con mucha más naturalidad que aquí, donde la secularización intenta relegar las convicciones religiosas al ámbito de lo privado, y a veces ni eso. En los lugares de África que yo conozco no se empieza ningún acto público sin una oración, ni se come sin bendecir la mesa, ni comienza la jornada en una escuela sin rezar todos juntos, y cuando uno jura su cargo público lo hace con la Biblia en la mano sin que nadie monte un pollo por eso. Después el nuevo cargo gobernará siguiendo los preceptos del amor al prójimo o a espaldas del derecho más elemental, pero por lo menos sabrá que ha jurado algo que un día podrá volverse contra él. No conozco ateos en África, y si alguno hay se lo debe de tener muy callado. La fuerza espiritual del continente africano es una de las grandes riquezas que podemos y creo que debemos aprender de ellos, aún con todas las purificaciones que sus expresiones religiosas necesiten.
Por eso uno de los primeros choques culturales que muchos africanos se llevan al venir a un país europeo es el ver cómo Dios cada vez cuenta menos en nuestra vida diaria y cómo a los jóvenes se les educa sin apenas ninguna referencia religiosa, incluso por parte de familias que se declaran católicas. Mi niño, que está a punto de cumplir los tres años, cuando se levanta por las mañanas y ve a su tía Florence que está en una silla con la Biblia abierta haciendo su meditación me pregunta: “Papá, ¿qué hace la tía?” Cuando le respondo, tiemblo al pensar en el día en que me pregunte a mí que por qué yo no lo hago.