"Gracias por darme un contrato"
(AE)
La expresión en la seria cara de mi colaborador lo decía todo: no era una frase hecha ni un agradecimiento de florero para quedar bien. La frase quedó ahí, pronunciada lentamente y sostenida en el aire... fue entonces cuando me dí cuenta del alcance de la misma.
Cuando llegué a la emisora comunitaria en la que trabajo, la parte administrativa era un verdadero
desastre, por llamarlo algo. Mi predecesor era muy carismático en su trabajo, pero todo lo que significaba papeles, regulaciones o sistemas suponían para él un marrón que evitaba a toda costa. Llegué yo y tuve que ingeniármelas para sacar de la nada formatos de contratos de trabajo, horarios específicos, regulaciones de recursos humanos y códigos de conducta. Cuando la gente oyó por primera vez la palabra “contrato”, el pánico se extendió por todo el personal. No me pregunten por qué, el hecho es que la gente veía un papel y creían que les íbamos poco menos que a fichar como criminales, como si fuéramos la policía.
Poco a poco, hubo que explicar que firmar un contrato significaba una seguridad añadida para cualquier trabajador, que evitaba los despidos arbitrarios y regulaba lo que el trabajador debía o no debía hacer, al mismo tiempo que fijaba su remuneración mensual. Parecía una verdad de perogrullo, pero para muchas personas el firmar el maldito documento fue una experiencia completamente novedosa, aunque hubieran estado activos en el mercado laboral varias decenas de años.
Miro a mi alrededor en África y tengo que confesar que son cientos las personas que conozco que trabajan sin contrato alguno. El ejemplo, repetido multitud de veces, es casi de libro: Un día el empresario o jefe de un departamento le dice a la persona interesada en trabajar en su empresa “pásate por mi empresa y demuestra lo que sabes hacer”. Ahí empieza una historia que tiene un principio, pero no se sabe cómo y cuándo va a acabar. La persona en cuestión comienza a aparecer por la oficina o por la fábrica y hace su trabajo durante meses y sin cobrar, simplemente para mostrar al jefe que tiene interés y “que sabe hacer algo”. Si recibe alguna remuneración no será nada que se parezca a un sueldo, sino más bien una propina o una pequeña cantidad para que se pague el transporte a casa. Así llegan a estar trabajando durante meses y años, en una precariedad continua y humillante, siempre con la esperanza de que un día les pagarán el sueldo “como Dios manda” en intervalos regulares (si es posible, mensualmente) Con esto, más de uno y de una se dan con un canto en los dientes... mientras tanto, a arrimar el hombro y si es preciso hacer de alfombra o de cenicero para el jefe, pues sea y, ¡ojo! ni abrir la boca acerca de cualquier queja o descontento laboral porque eso significa una inmediata patada en salva sea la parte. Y ni quiero imaginarme de los casos de abusos sexuales que han tenido lugar gracias a la indefensión de los trabajadores (en su mayoría obviamente mujeres) frente a los descarados avances de sus jefes o encargados.
Y ¡cuidado!, no se trata de comparar a África con Europa u otras partes del mundo desarrollado. No estamos hablando de “contratos basura”, lo que hablamos es de la precariedad laboral en estado puro, de no tener ni un mal papel que dé algo de legalidad a una situación o muestre una relación laboral, de no haber ni siquiera una regulación del salario mínimo o los horarios máximos de trabajo.
Al amparo de tamaña laguna legal ocurren las irregularidades más dispares: despidos de un día para otro, a veces por embarazos, por padecer SIDA o por cualquier otra enfermedad prolongada, abusos en los horarios, tareas perniciosas para la salud llevadas a cabo sin el equipamiento protector y muchas otras fechorías.
Ha sido hoy al, hilo de ese trámite casi imperceptible para mí, cuando me he dado cuenta de lo que significaba de verdad para esta persona el tener un papel firmado con su remuneración, sus horas y su descripción de puesto. Puede parecer una tontería, pero en esta vida nada es obvio y, especialmente en estos lares, supone un paso adelante en la lucha por sus legítimos derechos.
La expresión en la seria cara de mi colaborador lo decía todo: no era una frase hecha ni un agradecimiento de florero para quedar bien. La frase quedó ahí, pronunciada lentamente y sostenida en el aire... fue entonces cuando me dí cuenta del alcance de la misma.
Cuando llegué a la emisora comunitaria en la que trabajo, la parte administrativa era un verdadero
Poco a poco, hubo que explicar que firmar un contrato significaba una seguridad añadida para cualquier trabajador, que evitaba los despidos arbitrarios y regulaba lo que el trabajador debía o no debía hacer, al mismo tiempo que fijaba su remuneración mensual. Parecía una verdad de perogrullo, pero para muchas personas el firmar el maldito documento fue una experiencia completamente novedosa, aunque hubieran estado activos en el mercado laboral varias decenas de años.
Miro a mi alrededor en África y tengo que confesar que son cientos las personas que conozco que trabajan sin contrato alguno. El ejemplo, repetido multitud de veces, es casi de libro: Un día el empresario o jefe de un departamento le dice a la persona interesada en trabajar en su empresa “pásate por mi empresa y demuestra lo que sabes hacer”. Ahí empieza una historia que tiene un principio, pero no se sabe cómo y cuándo va a acabar. La persona en cuestión comienza a aparecer por la oficina o por la fábrica y hace su trabajo durante meses y sin cobrar, simplemente para mostrar al jefe que tiene interés y “que sabe hacer algo”. Si recibe alguna remuneración no será nada que se parezca a un sueldo, sino más bien una propina o una pequeña cantidad para que se pague el transporte a casa. Así llegan a estar trabajando durante meses y años, en una precariedad continua y humillante, siempre con la esperanza de que un día les pagarán el sueldo “como Dios manda” en intervalos regulares (si es posible, mensualmente) Con esto, más de uno y de una se dan con un canto en los dientes... mientras tanto, a arrimar el hombro y si es preciso hacer de alfombra o de cenicero para el jefe, pues sea y, ¡ojo! ni abrir la boca acerca de cualquier queja o descontento laboral porque eso significa una inmediata patada en salva sea la parte. Y ni quiero imaginarme de los casos de abusos sexuales que han tenido lugar gracias a la indefensión de los trabajadores (en su mayoría obviamente mujeres) frente a los descarados avances de sus jefes o encargados.
Y ¡cuidado!, no se trata de comparar a África con Europa u otras partes del mundo desarrollado. No estamos hablando de “contratos basura”, lo que hablamos es de la precariedad laboral en estado puro, de no tener ni un mal papel que dé algo de legalidad a una situación o muestre una relación laboral, de no haber ni siquiera una regulación del salario mínimo o los horarios máximos de trabajo.
Al amparo de tamaña laguna legal ocurren las irregularidades más dispares: despidos de un día para otro, a veces por embarazos, por padecer SIDA o por cualquier otra enfermedad prolongada, abusos en los horarios, tareas perniciosas para la salud llevadas a cabo sin el equipamiento protector y muchas otras fechorías.
Ha sido hoy al, hilo de ese trámite casi imperceptible para mí, cuando me he dado cuenta de lo que significaba de verdad para esta persona el tener un papel firmado con su remuneración, sus horas y su descripción de puesto. Puede parecer una tontería, pero en esta vida nada es obvio y, especialmente en estos lares, supone un paso adelante en la lucha por sus legítimos derechos.