Apología de las manos
Voy a referirme, en primer lugar, a las manos que bendicen. Manos que trazan la señal de la cruz sobre la asamblea de los fieles evocando la gracia santificadora del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Son manos llenas de gracia, repartidoras de luz y de bendición.
Junto a las manos que bendicen recordamos también las manos sacerdotales extendidas sobre la oblación del pan y del vino, invocando la efusión santificadora del Espíritu. Es la plegaria que designamos con el curioso nombre de epíclesis. Son manos transmisoras del Espíritu, henchidas de gracia y de fuerza transformadora.
También pensamos en las manos que se elevan suplicantes en la oración. Manos alzadas del sacerdote; y manos alzadas de los creyentes invocando la presencia gratificante del Altisimo.
Y las manos enlazadas, haciendo de la comunidad una sola alma y un solo corazón, al rezar juntos la oración del Señor.
Son también las manos que se estrechan al saludarnos; las manos calurosas, cercanas, para significar el aprecio, la franqueza, el cariño, la amistad. Son las manos que vehiculan la unión solidaria, la caridad fraterna, el amor sincero.
Junto a las manos que se estrechan y saludan están las manos cariñosas, las manos que acarician, las manos que enjuagan las lágrimas de los sufrientes.
Sobre todo, las manos sacerdotales que, en un gesto sacramental de profundo significado y de honda raigambre en la tradición cristiana, se imponen sobre la cabeza de los candidatos a los ministerios eclesiales. Gesto augusto, impresionante, transmisor de gracia y de plenitud.
Podríamos seguir. La honorabilidad de las manos se apoya en valores antropológicos y cristianos. Desde la experiencia litúrgica y desde la existencia humana descubrimos la riqueza emblemática y la nobleza de las manos. Sin ninguna duda ellas ofrecen el más digno trono, como sugieren los Padres de la Iglesia, para acoger el cuerpo glorioso del Resucitado en la eucaristía.