«Comer» la pascua y «padecer» la pascua

Este título puede parecer un tanto estrambótico. Por la simetría apuntaría a una relación entre el “comer” y el “padecer”. Sin embargo debo decir que se trata de una propuesta con solera, que se remonta nada menos que al siglo II. Porque algunos escritores de esa época (Pseudo-Hipólito, Apolinar de Hierapolis, Clemente de Alejandría e Hipólito de Roma entre otros), defensores del calendario seguido por Juan en su relato de la pasión del Señor, aseguran que ese año, el año de su muerte, Jesús no “comió” la pascua sino que la “padeció”. Según la cronología de Juan, Jesús murió el mismo día y al tiempo en que los judíos comían y celebraban la cena pascual. Por tanto lo que Jesús celebró en la víspera de su pasión, el jueves, no fue la cena ritual de la pascua hebrea, sino una cena de despedida. Mientras Jesús entregaba su vida los judíos comían la pascua. Este es el planteamiento de Juan y el de estos escritores.

Aparentemente es una simple cuestión de calendario; pero no es así. Hay un mensaje de fondo en el que a mí me gustaría insistir. Cuando hablamos de “comer” la pascua nos referimos a la celebración cultual de la misma, a la cena ritual. Es lo que hizo Jesús seguramente según el calendario seguido por los sinópticos. «Dónde quieres que te preparemos la pascua», le preguntaron los apóstoles a Jesús. Después de una referencia tan explícita y contundente, no hay duda de que la cena de Jesús, según los sinópticos, fue una cena pascual, de carácter claramente ritual.

Pero ese año Jesús no la “comió”, sino que la “padeció”. De una forma latente, estas palabras, repetidas por los escritores citados, están apuntando hacia una primacía de la “pascua padecida” sobre la “pascua comida” o celebrada. Estamos sugiriendo aquí la primacía, no sólo de la pascua, sino de la misma eucaristía “padecida” sobre la eucaristía “celebrada”. Porque, en efecto, sólo nuestra identificación existencial con el Cristo de la cruz, a través de una vida comprometida y sacrificada al servicio de los hermanos, puede garantizar la verdad de nuestras celebraciones. Sólo tiene sentido la “eucaristía celebrada” cuando va apoyada y verificada en la “eucaristía padecida”.

Voy a fijarme ahora en una vertiente nueva. La cena pascual de Jesús fue una anticipación ritual de lo que iba a suceder al día siguiente, el viernes, al entregar Jesús su vida en la cruz. Este gesto sacrificial y de donación total dio sentido a la cena ritual, le confirió una base de verdad y de autenticidad. Sin la pasión del viernes la cena del jueves no hubiera tenido sentido, hubiera sido un simple gesto de amistad, carente de fuerza regeneradora y liberadora. Lo mismo podemos decir respecto a nuestra eucaristía. Sólo una identificación comprometida y vital con el Cristo de la cruz, entregando su vida, puede dar sentido y garantizar la verdad de nuestra celebración.

Estoy insistiendo en estos aspectos para que nadie piense que yo, al promover la calidad de nuestras celebraciones, estoy apostando por una liturgia sublime, angelista, desconectada del compromiso por la justicia. Ya ofrecí aquí mismo unas reflexiones propugnando una liturgia festiva y, al mismo tiempo, comprometida en la lucha por la justicia. Esa es la clave. Nuestras celebraciones deben abrir para nosotros un espacio para la alabanza y la acción de gracias, para la oración y la contemplación silenciosa, para el canto gozoso y la súplica confiada; a través de la magia de los símbolos, la liturgia debe cautivarnos espiritualmente y adentrarnos en la entraña del misterio. Pero, al mismo tiempo, esta experiencia de realidades y relaciones nuevas, cautivadoras y sorprendentes, debe dinamizarnos por dentro y lanzarnos a la aventura de luchar por un mundo nuevo y distinto, por una transformación de la sociedad.
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