Cristo resucitado primicia de un mundo nuevo

El tema de la resurrección apenas si tenía relevancia en los viejos manuales de teología escolástica. Sólo se tomaba en consideración en los tratados apologéticos como un gran hecho portentoso, un gran milagro, para probar el origen divino de la Iglesia. Por otra parte, la resurrección se solía interpretar como una vuelta a la vida de antes, sin más. En la teología moderna, en cambio, el tema de la resurrección de Cristo ha adquirido un relieve extraordinario, convirtiéndose en el núcleo central de la reflexión teológica sobre la figura y la acción salvadora de Cristo.

De entrada debo decir que la resurrección de Cristo no es para nosotros un acontecimiento histórico remitido al pasado. Nosotros interpretamos la resurrección, no simplemente como la salida del sepulcro, sino como el gesto definitivo por el cual el Padre enaltece y glorifica definitivamente a su Hijo y lo constituye en vencedor de la muerte, Señor del universo, primicia de la nueva creación y primogénito de todos los redimidos.

Las primitivas comunidades cristianas en ningún momento pretendieron ofrecernos en sus escritos una descripción detallada de la resurrección de Jesús, con acopio de datos históricos, señalando los pormenores del evento. Lo que nosotros encontramos en sus escritos es el impacto imponente que se produjo en la comunidad primitiva al tomar conciencia de que Jesús estaba vivo, de que no había sido amordazado por la muerte.

Tampoco es para nosotros la resurrección de Cristo un acontecimiento dormido en el pasado remoto. La poderosa transformación operada en Cristo por la resurrección, no es algo que le afecte a él exclusivamente. También nosotros, todos y cada uno, estamos inmersos el ese grandioso proceso de transformación radical iniciado en la persona de Jesús. Él es el primero, la primicia, el primer fruto de la inmensa cosecha de los redimidos.

Porque la acción pascual regeneradora que emana de la resurrección debemos entenderla como un proceso, como un proyecto liberador iniciado en Jesús y prolongado en el tiempo, a través de la historia. Lo que pasó en Jesús fue el arranque, la primera piedra del edificio, el primer fruto de la cosecha, la primicia. La pascua no es un acontecimiento aislado, o una fiesta que pasa y se diluye. La pascua impregna toda la vida y toda la acción liberadora de Cristo; se inicia en su persona y culmina en la parusía final, cuando aparezcan los nuevos cielos y la nueva tierra. Será entonces la plenitud de la pascua.

Nosotros nos incorporamos al proceso de regeneración pascual a través de las mediaciones sacramentales; sobre todo, a través del bautismo y de la eucaristía. La experiencia sacramental nos incorpora a Cristo, fuente de vida y de salvación. Porque sabemos que la salvación liberadora viene de Dios. Él nos salva y nos da la vida.

Pero, para llevar a cabo este proceso regenerador, Dios cuenta con nosotros, con nuestra cooperación, con nuestro compromiso solidario. Hasta que Él venga para establecer definitivamente su Reino la comunidad de creyentes peregrina en este mundo, a través de la historia; es éste un tiempo de esperanza, pero también de lucha solidaria por la justicia, de entrega comprometida a los pobres y desheredados, de denuncia profética de los atropellos y egoísmos colectivos; es un tiempo también para estrechar lazos de convivencia, de respeto y de reconciliación. La comunidad de creyentes, comprometida con el proceso pascual de regeneración iniciado en Cristo, intenta ser hoy en el mundo un fermento de paz. Su intento es ir haciendo ya realidad, aquí, el mundo regenerado, la gran utopía del Reino, el hombre nuevo inaugurado en el Cristo de la pascua.
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