Guitarras, violines y órgano de tubos

Hace tiempo que vengo siguiendo la pista a este tema. Me preocupa. Me refiero al uso de instrumentos musicales en las celebraciones, especialmente en la eucaristía. Debo reconocer que en este terreno se ha recorrido un gran trecho. Para comprobarlo me voy a permitir citar, en primer lugar, unas palabras del papa san Pío X en un documento suyo del año 1903 sobre la música sagrada que lleva el título italiano «Tra le sollecitudini»: «Si bien la música que se practica en la Iglesia es propiamente el canto, está también permitido el acompañamiento de órgano con el canto. En alguna ocasión especial, respetadas las oportunas precauciones y las obligadas reservas, se podrán utilizar otros instrumentos, aunque no sin el debido permiso del ordinario. […] En las iglesias está prohibido el uso del piano, lo mismo que el de instrumentos ruidosos propios de la música ligera, como los tambores, el bombo, los platillos, los timbales y otros semejantes. […] Queda estrictamente prohibida la intervención de las bandas de música en las iglesias».

En el texto citado se marcan las líneas de comportamiento que se mantendrán en vigor hasta la reforma del Vaticano II, al final de los años sesenta. Por supuesto, siempre se otorgó la primacía al uso del órgano, sobre el cual se hacen grandes elogios y es considerado el instrumento musical eclesiástico por excelencia. También se hacen guiños a otros instrumentos, siempre con las debidas licencias; aunque, en realidad, su uso estaba limitado a los violines e instrumentos análogos. Nunca se permitió, en cambio, el uso del piano, de las guitarras e instrumentos de percusión, dado su carácter presuntamente profano.

Habrá que esperar a la reforma litúrgica del Vaticano II para escuchar en las iglesias otro tipo de instrumentos, excluidos hasta ese momento por profanos e inadecuados. Voy a citar las palabras del Concilio en la Sacrosanctum Concilium, n. 120: «Se tenga en gran estima en la Iglesia latina el órgano de tubos, como instrumento musical tradicional, cuyo sonido puede aportar un esplendor notable a las ceremonias de la Iglesia, y levantar poderosamente las almas hacia Dios y hacia las realidades celestiales. En el culto divino se pueden admitir otros instrumentos, a juicio y con el consentimiento de la autoridad eclesiástica territorial competente, […] siempre que sean aptos o puedan adaptarse al uso sagrado, estén a tono con la dignidad del templo y contribuyan realmente a la edificación de los fieles».

Aparte la empalagosa apología del órgano, que se repite en casi todos los documentos oficiales, el texto conciliar abre la mano a la introducción de otro tipo de instrumentos musicales en las celebraciones litúrgicas, siempre –por supuesto- con el consentimiento de la autoridad eclesiástica competente. Eso sí, el Concilio marca los correspondientes límites: que sean aptos para el uso sagrado, que no desentonen con la dignidad del templo y que contribuyan a la edificación de los fieles. Condiciones, como puede apreciarse, totalmente subjetivas y susceptibles de interpretaciones contradictorias.

Un documento posterior, promulgado por la Congregación del Culto en 1967, introduce opciones más concretas y ofrece importantes criterios de comportamiento: «Para admitir instrumentos y para servirse de ellos se tendrá en cuenta el carácter y las costumbres de cada pueblo. Todo instrumento admitido en el culto se utilizará de forma que responda a las exigencias de la acción litúrgica, sirva a la belleza del culto y a la edificación de los fieles. […] En las misas cantadas o rezadas se puede utilizar el órgano, o cualquier otro instrumento legítimamente admitido para acompañar el canto del coro y del pueblo» (Instrucción Musicam Sacram, nn. 63 y 65).

Los criterios están claros: sensibilidad ante la cultura y costumbres de los pueblos, por una parte, y fidelidad respetuosa a las exigencias de mesura, equilibrio y profundidad que conlleva toda celebración litúrgica. En todo caso, debo decir que la introducción, en concreto, de las guitarras en la liturgia constituyó en ese momento, para bien o para mal, un acontecimiento de enorme importancia en la Iglesia. Aún recuerdo yo el fuerte impacto, casi escandaloso, que provocó en la santa ciudad de Roma la introducción de las guitarras para animar una eucaristía celebrada por jóvenes en la iglesia de de San Alessio Falconieri. Cada domingo, aquella pequeña iglesia del Gianicolo se llenaba de simpatizantes, de curiosos y de inquisidores malintencionados. Fue un bombazo, para decirlo en lenguaje llano.

Han pasado muchos años desde entonces y las cosas han cambiado sensiblemente. El uso de guitarras en las misas ha dejado de ser un acontecimiento singular y novedoso. Ahora es lo habitual, lo más normal. Lo anormal en este momento es asistir a una misa en la cual los cantos de la asamblea sean acompañados y sostenidos por el órgano. Ahora, por otra parte, son ya pocos los expertos capaces de hacerlo sonar decentemente. Muchos piensan que el uso del órgano en las iglesias, como el del incienso o el del agua bendita, es cosa de otros tiempos, algo pasado de moda. Este planteamiento está hoy en la mente de muchos responsables de la pastoral. Es una pena. Yo sé que, en este momento, apostar o no por el uso del órgano es una opción sometida al gusto personal, a la sensibilidad y al posicionamiento subjetivo de cada persona. Yo, por mi parte, rompo una lanza a favor de una mayor sensibilidad religiosa y artística, a favor de una actitud más crítica respecto al uso casi exclusivo de las guitarras y, finalmente, a favor de una sana recuperación del órgano de tubos en nuestras celebraciones.
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