Haec sacrosancta commercia

La expresión apareció estos días de navidad, precisamente en la oración colecta de la misa de medianoche. Es una expresión conocida, que aparece varias veces en el misal romano. La cito en latín porque tiene más sabor y se aprecia mejor la fuerza de la redacción original. Es una expresión venerable y cargada de sentido teológico: sacrum commercium. Con ella se hace referencia a esa especie de intercambio que se establece entre nosotros y Dios; entre nosotros, que entregamos nuestros dones de pan y de vino, y Dios que nos los devuelve santificados y consagrados. Esta es la dinámica interna, el movimiento dialogal, que define y explica el desarrollo íntimo de la celebración eucarística. Es muy simple, muy elemental. Ese sagrado intercambio, al que se refiere la expresión latina, ofrece la clave para poder entender la relación entre la presentación de los dones y la comunión.

Ofertorio y comunión. Enunciados de esa forma, de manera tan estática e indefinida, apenas si ofrecen pista alguna para poder establecer una interpretación dinámica de ambos momentos. El primero es el ofertorio, cuando nos acercamos a la mesa del altar para convertirla en una mesa de banquete, para presentar nuestros dones de pan y de vino y depositarlos sobre la mesa. Esos dones van a constituir el contenido del banquete. Porque la eucaristía es una comida apenas esbozada, reducida a los elementos esenciales, en la que se come y se bebe.

En el ofertorio nosotros nos acercamos a la mesa para ofrecer y dar algo nuestro, algo que nos pertenece, algo de nosotros, fruto de nuestro trabajo y de nuestro esfuerzo. Lo que presentamos es el pan y el vino; esos dones son la expresión de nuestra entrega religiosa, de nuestra vida sacrificada y puesta al servicio de los demás. Somos nosotros quienes debemos cargar de sentido ese gesto de entrega.

Después de haber sido pronunciada la acción de gracias sobre el pan y el vino, volvemos de nuevo a la mesa a recoger los dones que hemos presentado. La acción de gracias del sacerdote, por la fuerza del Espíritu, ha santificado y consagrado nuestros dones. Nuestra ofrenda ha sido transformada. Ahora es Dios mismo, el Padre, quien nos devuelve esos dones, transformados y consagrados. Nosotros damos, y Dios nos da. Pero lo que Dios nos da supera con creces lo que nosotros le hemos presentado. Lo que él nos da es el cuerpo y la sangre del Señor, su Hijo; su vida entera, presente en los dones consagrados, entregada y sacrificada en la cruz; su vida resucitada y gloriosa, germen de una humanidad nueva, resucitada.

Ahora hay que resumir y concretar. Hablamos de dos gestos, de dos momentos, uno para dar y otro para recibir. Lo que damos el Padre nos lo devuelve, transformado y rebosante de vida. Nosotros le damos algo nuestro, algo humano; el Padre nos da algo suyo, algo divino. El don de Dios no es algo distinto; es nuestra misma ofrenda, transformada y consagrada. Ahí está el commercium, el sagrado intercambio de dones. Lo nuestro es una ofrenda; lo de Dios es un regalo.

Debo señalar ahora una derivación práctica, del todo congruente con lo que acabo de comentar. Habitualmente, cuando nos acercamos a comulgar, los sacerdotes nos ofrecen hostias reservadas en el sagrario, consagradas en otra misa. Lamentablemente esto es lo que sucede la mayor parte de las veces; lo cual está en contra de las orientaciones y normativa litúrgica emanada del Concilio Vaticano II. Reconocemos, por supuesto, y confesamos la presencia del Señor en la reserva. No se trata de eso. Sí es cierto, en cambio, que con ese sistema se rompe la dinámica sugerida en el sacrum commercium.

Otra consecuencia práctica. Nosotros presentamos pan y vino. El sacerdote consagra y comulga el pan y el vino, el cuerpo y la sangre del Señor. Los fieles, a pesar de haber presentado pan y vino, en la comunión sólo reciben, la mayor parte de las veces, el pan consagrado. Ya sabemos que en cada una de las especies están presentes el cuerpo y la sangre del Señor. Aunque, eso sí, no en virtud de la eficacia sacramental sino en virtud de la concomitancia, como asegura Tomás de Aquino. En todo caso, es una discriminación clerical injustificada. Sólo caben, para justificar esa costumbre, las dificultades prácticas en asambleas muy numerosas; pero, además, también hay que señalar la insensibilidad pastoral y la pereza de muchos sacerdotes.

La fiesta de navidad nos invita a señalar otra referencia de hondura seguramente más densa, más teológica. También en el misterio que celebramos estos días aparece misteriosamente otro sagrado intercambio, otro sacrum commercium. Dios se ha hecho hombre para que nosotros nos convirtamos en partícipes de su divinidad; Dios ha descendido de la gloria de su divinidad para elevarnos a nosotros; Dios se ha revestido de hombre para que nosotros nos convirtamos en hijos de Dios. Ese es el gran misterio, insondable y maravilloso, que hemos celebrado en navidad.

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