Presidir la celebración: el cura marioneta y el cura dictador
Es, por una parte, el celebrante que se deja servir por sus ministros inferiores, como el obispo; él nunca toma la iniciativa ni actúa con soltura; él espera constantemente para que se le diga lo que tiene que hacer y lo que tiene que decir en cada momento. Quien manda y quien dirige esas celebraciones es el maestro de ceremonias, un personaje pasado de moda pero que todavía sigue teniendo una cierta vigencia en ambientes tradicionales y sólo en las ceremonias episcopales. Por eso decimos que el obispo viene a ser un títere que actúa, no por propia iniciativa, sino bajo las órdenes y a merced de ese curioso personaje.
También actúan como marionetas otro tipo de curas, profundamente convencidos de la importancia y primacía de la asamblea; pero que, al mismo tiempo, actúan agobiados anímicamente porque consideran que su ministerio presbiteral es una especie de privilegio injusto y que su servicio de presidir es un abuso de poder que rompe las más elementales normas de un funcionamiento democrático. No es él quien debe decidir lo que se dice o hace en la celebración; para eso está la asamblea, o quien la asamblea designe que, como es obvio según ellos, no tiene por qué coincidir con el cura. En estos grupos, pues de grupos se trata, no es el sacerdote quien preside en realidad; un pequeño equipo designado por la comunidad es quien se ocupa de ello; ese grupo es quien inicia y termina la celebración, el que dirige las oraciones, el que se responsabiliza de las moniciones, el que coordina todo lo que se hace o se dice. En el mejor de los casos el cura sólo actúa para pronunciar las palabras de la consagración en la eucaristía. Es el mago de la asamblea. O una especie de personaje de repuesto del que se echa mano cuando hace falta. El papel del sacerdote en estas celebraciones es realmente lamentable, por no decir grotesco.
Quizás convendría completar este conjunto de personajes haciendo mención de un tipo de cura al que podríamos denominar celebrante dictador. Es un sacerdote perteneciente a la vieja guardia, de los de antes. De esos que, antiguamente, terminaban siendo verdaderos caciques de los pueblos. Ellos tenían en sus manos las riendas del pueblo y acababan siendo dueños de cuerpos y almas. Este talante autoritario se manifestaba de forma alarmante en la celebración, sobre todo en el sermón. La asamblea actuaba a golpe de mando. La actitud del celebrante se parecía más a la de un militar que a la de un servidor del pueblo de Dios.