Presidir la celebración: Tres modelos a evitar

Comenzamos diseñando uno de los personajes más repetidos. Es el celebrante encorsetado. Se trata del sacerdote que preside la celebración sin salirse del libro; sin tener en cuenta que los textos que tiene en el misal no deben tener todos el mismo tratamiento; de hecho, hay cantos, lecturas, oraciones, saludos, etc. A él le da igual. Los textos son lanzados ante la asamblea como pedruscos. Sin que nadie sepa ni de donde vienen ni a donde van. Son textos amorfos, sin sentido y sin alma, como piedras. Pero el sacerdote en cuestión sabe que cumple, y eso le basta. Este tipo de celebrante es de los que jamás incorpora a la celebración un saludo espontáneo a la asamblea, jamás improvisa una exhortación o una advertencia, jamás adopta una actitud de cercanía y de calor humano. Este tipo de celebrante se siente instalado en un pedestal ficticio de hieratismo y de misterio.

Se da también el celebrante polivalente. Es el que aún no se ha enterado de que una celebración no es cosa de uno sólo, sino de un conjunto de actores: lectores, monitores, acólitos, cantores, etc. A él le da igual. Él pasa. Como se suele decir, él se lo guisa y él se lo come. Sale al presbiterio y prescinde de la asamblea que tiene delante. Él hace de lector, de monitor, de salmista, de acólito y, por supuesto, de responsable de la celebración. En realidad él suple y sustituye a la asamblea. Para éstos, lo mismo que para los anteriores, el Concilio aún no ha hecho acto de presencia en su comportamiento litúrgico.

Otro, aún más pintoresco, es el cura orquesta. Es un sacerdote habilidoso, tremendamente capaz y sumamente activo. Éste no se resigna a que alguien le dispute el puesto. No se arredra ante nada. Ahí lo tenemos, delante de la asamblea, solo, instalado estratégicamente detrás del altar, dominándolo todo y controlándolo todo desde esa especie de atalaya. Desde ahí él enciende las velas del altar, acciona el interruptor de la luz e ilumina la iglesia y el presbiterio, desde ahí pone en marcha la megafonía, la música ambiental de la iglesia y hasta las campanas de la torre. Para eso se ha hecho instalar debajo de la mesa un conjunto de artefactos que le permiten toda clase de maniobras. Él mismo se acerca los vasos sagrados al altar y desde esa especie de puesto de mando controla y dirige la compleja faena de la colecta. Para distribuir la comunión y poder hacerlo sólo, sin la colaboración de nadie, la industria litúrgica del «arte sacro» ha puesto a su disposición un sofisticado artilugio (dicho con todos mis respetos) que le permite tener en una sola mano el cáliz y una especie de patena con un horrible agujero en el centro por donde él puede introducir la mano para mojar las hostias.
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