La otra cara de la misa dominical televisada

Me gusta seguir la misa dominical que cada domingo retransmite Televisión Española. Lo hago con un cierto sentido crítico. Lo reconozco. Es el precio que uno debe pagar por eso que llaman deformación profesional. Al cabo de los años, confieso que mi impresión es francamente decepcionante.

De entrada, me resulta sorprendente el protocolario desfile de sacerdotes que acompañan al presbítero celebrante principal para participar en la misa. No encuentro razones que justifiquen el interés por convertir la eucaristía dominical en una concelebración, a no ser que con ello se pretenda rodear de un cierto boato la misa televisada. Este intento de solemnizar las misas televisadas se ve acentuado en los últimos tiempos con la presencia habitual de obispos presidiendo la celebración. A mi juicio, en cambio, lo ideal sería respetar el tono sencillo que rodea habitualmente a la eucaristía dominical. El hecho de que la misa sea retransmitida por televisión no debiera ser motivo para introducir elementos innecesarios, superfluos, inexistentes en las misas de domingo de las parroquias, y que sólo contribuyen, la mayor parte de las veces, a satisfacer ciertas ansias de lucimiento, falsas exigencias de protocolo y hasta un cierto afán de protagonismo. Lamentable.

Pero, indudablemente, lo que más me preocupa es el escaso nivel de participación por parte de la asamblea. Basta contemplar los rostros ausentes y las actitudes de aburrimiento de los fieles para darse uno cuenta de la situación. Confieso que el espectáculo no es nada edificante ni conmovedor. Puede ser cualquier cosa, menos una celebración modélica. Los saludos e invitaciones del sacerdote apenas si obtienen una tenue respuesta de la asamblea. La proclamación de las lecturas no siempre reviste la fuerza y el énfasis que requiere la proclamación de la palabra de Dios. Los gestos del celebrante principal, como los saludos, la invitación al abrazo de paz, la elevación de los dones en la doxología al final de la plegaria eucarística y, sobre todo, el gesto emblemático de la fracción del pan, carecen, como casi siempre, de fuerza expresiva y de carga emocional. Resultan gestos rutinarios, insignificantes, chatos, incapaces de suscitar emoción alguna.

El tema de los cantos requiere un tratamiento especial. Ante todo, debo decir que, en la mayoría de los casos, un respetable grupo de jóvenes cantores, al amparo de sus guitarras, acaban monopolizando los cantos, sustituyendo y anulando a la gran asamblea de fieles. Esos grupos, en vez de convertirse en animadores de la asamblea, han terminado por adueñarse de una función que corresponde a toda la comunidad reunida. Aunque hablo de grupos, el mismo comentario debería hacerse cuando, en vez de grupos de chavales, quienes actúan son selectos conjuntos corales, orfeones o coros parroquiales, cuyo cometido, más parece un concierto, con ansias de lucimiento, que un servicio a la comunidad eclesial reunida en asamblea para celebrar la eucaristía. No es mi intención, como es obvio, poner en duda el desvelo, el desinteresado interés y la dedicación de estos jóvenes. Son los pastores y responsables de las celebraciones quienes debieran ajustar y canalizar debidamente la aportación de estos coros al conjunto de la celebración, orientando adecuadamente el servicio de estos coros a la asamblea, no anulándola, sino impulsándola y animándola desde dentro.

Voy a terminar. Mi deseo sería que estas celebraciones dominicales televisadas constituyeran un modelo a imitar. Que no se limitaran a cumplir escrupulosamente las normas rituales, sino que fueran capaces de transmitir a los televidentes una chispa de entusiasmo y emoción espiritual; que sus cantos, interpretados por toda la gran asamblea, resonaran como un clamor jubiloso, cargado de lirismo y poesía, invitando al telespectador a la alabanza y a la acción de gracias. A mi juicio, lo ideal sería que el alto nivel de participación y la fuerza expresiva de los gestos y palabras de la asamblea, fueran capaces de trascender y romper los moldes impuestos por las ondas, para que toda la comunidad de televidentes se sintiera involucrada y presente en la rica experiencia espiritual representada en las pantallas. En pocas palabras, la misa de la Tele debe dejar de ser un espectáculo, para convertirse en una llamada imperiosa y conmovedora a la vivencia del misterio.
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