Elogio del caminar 13-V-2018

“¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?” (Hechos de los Apóstoles, 1, 10-11). A recio aldabonazo en la puerta me suena este apóstrofe que, a aquellos “galileos”, asombrados y estupefactos, zarandea con voz de apremio para sacarlos de su ensimismada parálisis.

Aunque hoy sea domingo, me parece jueves; uno de “los tres jueves que relucen más que el sol”. La Ascensión de Jesús a la vera del Padre marca –para los que tenemos fe- una hora de consumación y otra de incertidumbres, pero sin que “lo incierto” deje nunca de la mano la esperanza.
Hoy se cierra un camino, el que arranca del pesebre, de Belén; el que -después de muchas jornadas del “Dios hecho hombre” por caminos de tierra y de historias de hombres –exilio en Egipto, desierto de los alacranes y las tentaciones, idilio en las bienaventuranzas, gloria vislumbrada del Tabor, parábolas didácticas como las del pródigo o el samaritano, el precepto supremo del amor, los malos presagios y sudores de Getsemaní, la traición y la negación del “no reinsertable” y del que sí lo era, el paripé del falso demócrata Pilato recurriendo a la “masa” para lavarse las manos, la cruz de los cuatro brazos abiertos a los cuatro puntos cardinales, el sepulcro y la resurrección-… El camino que se agota este día, en el que Jesús, a la vista de “los suyos” –los “suyos” son los que, mal que bien y a veces dudando y otras creyendo, no le hacen ascos y le quieren-, se eleva y sube al cielo, hasta que una nube se lo quita de la vista.
Pero. como ellos seguían mirando sin saber qué hacer –o tal vez queriendo traspasar las nubes para no perderse la estela intinita por los infinitos espacios siderales, esa voz les vuelve a la realidad desde aquel marasmo y la nostalgia de las presencias vivas de un Dios al que tocaron y sin embargo nunca lo aceptaron del todo, hasta que Dios mismo –Espíritu Santo en toda regla- les encendió la llama sobre sus cabezas el Día de Pentecostés….
El reproche de aquella voz que les corta la mirada es la voz de la realidad, que les incita a bajarse de las nubes para pisar la tierra. ¡Qué hacéis ahí plantados como paparotes mirando al cielo…! Ese Jesús. al que habéis visto irse tras cerrar al completo el ciclo providente de redimir al hombre, ese mismo “volverá”…. Pero, entre tanto, es vuestra hora la que ha sonado…. “Id a proclamar, no a imponer, en Evangelio: el que crea y se bautice, se salvará; el que no quiera creer –todos somos libres de creer o no creer- será condenado, por no haber creído y aceptado la salvación ofrecida, a costa de tanta sangre y controversia, y con tanto amor, por Dios.
Por todo esto y más aún, la Ascensión de Jesús es, no sólo el arranque de otro camino o de un camino más, sino la “puesta de largo” de la Iglesia de Cristo, el momento de encararse consigo misma, de verse de lleno ante su misión, ante sus compromisos con el Dios que la funda y con el hombre de todos los tiempos, que tiene derecho a esperarla, limpia y sin mancha, clara y sin disimulos ni diplomacias, valiente y sin complejos, pero sobre todo vivaz, es decir, mostrándose a la medida del “yo” del hombre tal cual se dinamiza en las presentes circunstancias del ser hombre.

Mirar al cielo está muy bien. Contar estrellas, no dIgo…!; especialmente cuando las estrellas se deciden, al anochecer, a ensayar sus guiños, cuando el solo intento de contarlas parece evocar impulsos ascendentes..
Contar estrellas, pero sin quedarse sólo en eso. Los ojos que cuentan estrellas han de ser ojos también que ayuden a aterrizar y a ponerse a caminar. La voz, por tanto, que a los discípulos reprocha el marasmo de la nostalgia, les acicatea, les saca del dulce contar estrellas para ponerlos en marcha hacia caminos de tierra y encrucijadas nada fáciles de descifrar o sortear. Por eso, la Ascensión y esa Voz que le sigue me parecen el punto de partida inicial de una “iglesia en marcha”; siempre andando y siempre también en espera.
Contar estrellas y romperse la cara en defensa de la verdad, de la justicia, de la paz y del amor… Es el camino.
La contemplación y la acción…. Dos perfiles o anverso y reverso de una misma realidad: la vida humana. El que es hombre no se contenta con ser apariencia o barulo; necesita, en su propio escenario, reservar un espacio para sí mismo, para sus pensamientos e ideas, para contemplar y pensar antes de hacer y obrar. Porque, racionalmente, no está tanto el acierto en hacer las cosas como en hacerlas bien. Eso sí, que la contemplación y la idea no sean una huída –cómoda o cobarde- de la realidad, sino una catapulta, un ariete, para topar con ella y entrar en ella. No concibo una verdadera “contemplación” –ni la del convento de clausura más estricto- que no tenga dentro de sus pàredes, y sienta vivo, el soplo indigente de la entera problematicidad del hombre.
Contemplar para mover los pies. La estampa de este domingo no reprocha a los “galileos” que miren a las nubes y cuenten las estrellas; les reprocha que “estén como “plantados”, estáticos, atrapados, atornillados al palmo de tierra que pisaban sus pies.

Elogio del caminar…. Cada cual a su paso y a su ritmo y estilo, pero, siempre y en todo, siguiendo una estela capaz de atrapar los ojos y fijas los pies; la de ese Señor que –después de ensayar el camino- invita a ponerse en maarcha.
Ascensión es, pues, vida ascendente sin duda; pero también es panopla de caminos abiertos y posibles.
Ahora mismo, amigos, llevo en las manos un librito con título de “Elogio del caminar”. Es de David Le Breton, sociólogo y antropólogo, profesor en la universidad de Estrasburgo. Editado por Siruela (2015), todo él se muestra como un envite al “caminar”, y no sólo por la salud del cuerpo, sino por la de un integral desarrollo humano. La espiritualidad no es estatismo e inmovilidad; sino dinamismo ascendente sin pausa.
Sólo entresaco de mi lectura de este libro dos o tres ideas reveladoras.
“Caminar es una apertura al mundo. Restituye en el hombre el feliz sentimiento de la existencia. Lo sumerge en una forma activa de meditación, que requiere una sensibilidad plena” (pag. 15)…
“Igual que una blanca nube de verano, en armonía con el cielo y la tierra, flota libremente en el azul del cielo, desde un horizonte a otro, siguiendo el aliento de la atmósfera, de la misma forma el peregrino se abandona a si mismo al aliento de una vida mejor, que brota de lo más profundo de su ser y le conduce más allá del más lejano horizonte hacia un fin ya presente en su interior, aunque tal vez oculto aún a su mirada”. Con estas palabras de L. A. Govinda –de mucha miga y proyección si se las degusta bien- da paso Le Bretón al capítulo que dedica a las “espiritualidades del caminar” (pag. 209)
Para cerrar hoy estas reflexiones, me vuelvo –como tantas veces hago- a mi predilecto poeta filósofo, a ese gran maestro –a la vez y conjuntamente- de la belleza y del pensamiento que, para mi gusto, es don Antonio Machado; en esa tan manoseada como poco seguida letrilla de sus Proverbios y Cantares que dice: Caminante, no hay camino. Se hace camino al andar”.
El hombre racional ha de tener siempre disponible un espacio de sí mismo para el pensamiento y la contemplación. El espacio así reservado no ha de verse como teoría pura o trivial “dilettantismo”, ni un lujo tampoco. Se revela en ello una ostensible necesidad de orden y coherencia. Primero pienso y después hago. Primero entono y después ejecuto. Edifico en la mente y en el corazón antes de poner las formas, las plumas o los colores. Sobre todo cuando “nos la jugamos” con esa suerte de de cosas que trascienden, o están llamadas a trascender, la parte meramente animal o vegetal de nuestra especie.
Machado, que fue solemne poeta y agudo pensador, porque se preciaba de adornar con su poesía los pasillos desnudos del entendimiento y gustaba de los espacios siempre abiertos a la trascendencia; especialmente buscador incansable de Dios como dejan entrever muchos de sus versos; no conocía de los caminos hechos y trillados, sino de caminos que van haciéndose al paso de cada hombre, de los que aspiran –claro- a ser hombres y no otras cosas. Caminos que se van paso a paso empedrando con el seguimiento de la propia vocación, reflejada en las capacidades de la propia y personal existencia.
“Caminante”, reza la rima que ahora mismo estoy evocando. “Caminante, son mis huellas el camino, y nada más; caminante, no hay camino; se hace camino al andar. Al andar se hace camino, y, al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar. Caminante, no hay camino, sino estelas en la mar” (Proverbios y Cantares, XXIX)
SANTIAGO PANIZO ORALLO
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