Evocando el desierto, un rayo de luz -21-VIII-2018
El convento de San Miguel de las Dueñas celebra hoy el día de su santo patrono, Bernardo de Claraval.
Las veintiuna religiosas que aún visten el hábito blanco y la toca negra en el recinto; que aún rezan a Dios por ti y por mí cada mañana, tarde y noche; que aún no han perdido la sonrisa ni cuando truena o diluvia, ni el aura de verdad que llevan consigo al andar, ni el gusto cuando se ayudan a vivir haciendo sus pastas sin pizca de contrabando y que son para mí las mejores que conozco, se sientan en los primeros bancos de la grandiosa iglesia del monasterio.
Agustín, párroco de Noceda y encargado espiritual de otros siete u ocho pueblos, solemniza la misa y predica.
Ante aquellas tocas negras sobre fondo blanco; en un convento en el que, no hace tanto, eran sesenta o más las monjas; con presencia de unos cuantos fieles, gente mayor casi todos, más mujeres que hombres como suele suceder en las iglesias, Agustín evoca el “desierto”.
Al aire de la primera lectura de la liturgia, evoca al profeta Elías, descorazonado, vacilante, con ganas de morirse y a punto de desfallecer, que se siente vapuleado por la adversidad y como dejado de la mano de Dios. Y a Dios lo evoca también restaurando sus fuerzas y animándole a seguir caminando, cosa que el profeta hace obedeciendo la consigna de Dios que le habla por su ángel.
Agustín evoca el desierto siguiendo –con imágenes de ahora- las angustias del antiguo profeta…
- Iglesias medio vacías y caso sólo llenas de personas mayores, con ausencia casi total de jóvenes…
- Conventos reducidos a una mínima expresión, faltos de vocaciones y muchos de ellos a extinguir…
- Curas, cada vez menos, renqueando casi todos y ya sin poder dar abasto a obligaciones multiplicadas por la falta casi total de vocaciones…
- Dios, echado a patadas de una sociedad autosuficiente y auto-referencial, y quemando –la sola palabra “Dios” parece quemarles- en los labios de políticos y hombres públicos….
- Y la religión –la católica sobre todo- invitada a que se meta en las sacristías –a veces ni eso- y deje de hablar de leyes injustas, de caminos equivocados o de callejones sin salida…
Agustín, tras evocar el desierto y siguiendo la pista del profeta, se empeña, como debe ser, en mostrar al “Dios que nunca muere y, si muere, resucita”, como refiere la copla vulgar, que, sin ser tal vez muy teológica, es sí suficientemente expresiva-, trata de levantar el ánimo a las monjas; y pinta un rayo de luz al final del túnel: Elías -con la ayuda de Dios- retoma fuerzas y sigue caminando hasta salirse del desierto y remontar el mal momento. Un rayo de luz que, cuando Dios anda por medio, es un rayo de esperanza sin par.
Al finalizar la misa, felicito a Agustín por su certero evocar el desierto y trasladarlo fielmente a la hora presente de la Iglesia de Cristo… Aunque le dije también que yo no vislumbraba tan rápido ni veia tan cerca el retorno de Dios….
Y comentaba eso mismo, poco más tarde, con otro amigo, seglar esta vez y de los que no tienen rebozo alguno en mentar a Dios cuando se tercia.
No basta –creo- con rezar limitándose a extender la mano hacia Dios para que Dios la llene.
Para que nos mande vocaciones o para que los jóvenes se percaten de que Dios no estorba en sus vidas ni recorta más de lo debido las ansias de libertad.
Para que nos libere de esta “cultura de medios” e inmediateces y no de fines ni de “postrimerías”, como señalaba ya el Ortega joven al otear el panorama –ya entonces- oscuro de nuestra sociedad (cfr. El Espectador, Perspectiva y verdad).
Rezar a Dios creo que es, no tanto levantar los ojos a Dios, extender hacia Él las manos, como recabar de Dios ánimo, fuerzas y valentías, decisión para “mojarse” y no limitarse a “verlas venir” en las cosas que a Dios más atañen. Cuando la sola palabra “Dios” parece quemar en los labios del hombre –y no sólo de los políticos-, no basta con las manos de los que en Él creen alzadas a lo más alto. Es menester –he de insistir- “mojarse” y esto es decidir liberarse de complicidades y de complejos tontos.
La anécdota de san Bernardo es gráfica y elocuente. Aquel arriero de Provenza, con su carro atascado en el lodazal, viendo de lejos venir hacia él al monje Bernardo, con fama ya de milagrero, se frota las manos y, cuando llega a su altura, le pide que rece a Dios para que se desatasque su carro. Se dice que el santo, mirándole fijamente, le repuso de este modo. Bien. Yo rezaré a Dios, pero ti, entre tanto, mete el ho0bro y empuja todo lo que puedas…. El carro se desagtascó y el arriero lo creyó milagro.
La homilía de Agustín me gustó y no porque fuera una pieza magistral de oratoria como por aterrizar en estos tiempos líquidos y por emplear las palabras en el sentido de las agujas de reloj; hacia adelante.
Para los que a Dios lo tienen como una rémora para la libertad o el progreso y desarrollo de hombre, pero no rehúsan doblar la rodilla ante sus iconos o los ídolos que uno mismo se construye, la muy atinada frase de Chateaubriand cuando afirma, en las Memorias de ultratumba (III, II, 5, 25) que Dios y la religión son el único poder ante el que doblar la rodilla no envilece.
Y para no renegar de la esperanza, ni en tiempos de fuegos fatuos o artificiales y quedar a bien con el rayo de luz que Agustín deja hoy prendido sobre las tocas de estas 21 monjas cistercienses, valga la rima de un empedernido buscador de Dios, que fue Antonio Machado, y amigo de la esperanza hasta contra pronóstico, como muestra en esta letrilla:
“Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando se digne usar de la cabeza,
aún tendrá luengo parto de varones
amantes de sagradas tradiciones,
y de sagradas formas y maneras;
florecerán las barbas apostólicas
y otras calvas en otras calaveras
brillarán venerables y católicas”.
Por si alguien no lo sabe, Antonio Machado murió en Colliure (sur de Francia), exilado y siempre con los ojos vueltos a la España que supo hacer su historia, con las mimbres auténticas de sus virtudes y sus defectos, sin farsas, falsedades ni complejos.
El “desierto” puede tener un rayo de luz al final de sus caldeadas arenas. Yo lo veo posible pero improbable a corto plazo, como no sea volcando pronto y bien el consejo de San Bernardo al arriero de la Provenza en ese refrán castellano tan socorrido como poco seguido: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Sólo así.
Como quiera que sea, felicidades a las monjas de mi pueblo que, aún siendo tan pocas, no han perdido la sonrisa ni la fe en Dios ni el modo de hacer sus pastas finas.
Me voy a leer –acabo de verla anunciada- la carta del papa Francisco al mundo pidiendo perdón por la “vergüenza” de Pensilvania. Como “pedir perdón” no es cosa de hombres, sino de muy hombres, sigue valiendo lo de “a Dios rogando y con el mazo dando”.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
Las veintiuna religiosas que aún visten el hábito blanco y la toca negra en el recinto; que aún rezan a Dios por ti y por mí cada mañana, tarde y noche; que aún no han perdido la sonrisa ni cuando truena o diluvia, ni el aura de verdad que llevan consigo al andar, ni el gusto cuando se ayudan a vivir haciendo sus pastas sin pizca de contrabando y que son para mí las mejores que conozco, se sientan en los primeros bancos de la grandiosa iglesia del monasterio.
Agustín, párroco de Noceda y encargado espiritual de otros siete u ocho pueblos, solemniza la misa y predica.
Ante aquellas tocas negras sobre fondo blanco; en un convento en el que, no hace tanto, eran sesenta o más las monjas; con presencia de unos cuantos fieles, gente mayor casi todos, más mujeres que hombres como suele suceder en las iglesias, Agustín evoca el “desierto”.
Al aire de la primera lectura de la liturgia, evoca al profeta Elías, descorazonado, vacilante, con ganas de morirse y a punto de desfallecer, que se siente vapuleado por la adversidad y como dejado de la mano de Dios. Y a Dios lo evoca también restaurando sus fuerzas y animándole a seguir caminando, cosa que el profeta hace obedeciendo la consigna de Dios que le habla por su ángel.
Agustín evoca el desierto siguiendo –con imágenes de ahora- las angustias del antiguo profeta…
- Iglesias medio vacías y caso sólo llenas de personas mayores, con ausencia casi total de jóvenes…
- Conventos reducidos a una mínima expresión, faltos de vocaciones y muchos de ellos a extinguir…
- Curas, cada vez menos, renqueando casi todos y ya sin poder dar abasto a obligaciones multiplicadas por la falta casi total de vocaciones…
- Dios, echado a patadas de una sociedad autosuficiente y auto-referencial, y quemando –la sola palabra “Dios” parece quemarles- en los labios de políticos y hombres públicos….
- Y la religión –la católica sobre todo- invitada a que se meta en las sacristías –a veces ni eso- y deje de hablar de leyes injustas, de caminos equivocados o de callejones sin salida…
Agustín, tras evocar el desierto y siguiendo la pista del profeta, se empeña, como debe ser, en mostrar al “Dios que nunca muere y, si muere, resucita”, como refiere la copla vulgar, que, sin ser tal vez muy teológica, es sí suficientemente expresiva-, trata de levantar el ánimo a las monjas; y pinta un rayo de luz al final del túnel: Elías -con la ayuda de Dios- retoma fuerzas y sigue caminando hasta salirse del desierto y remontar el mal momento. Un rayo de luz que, cuando Dios anda por medio, es un rayo de esperanza sin par.
Al finalizar la misa, felicito a Agustín por su certero evocar el desierto y trasladarlo fielmente a la hora presente de la Iglesia de Cristo… Aunque le dije también que yo no vislumbraba tan rápido ni veia tan cerca el retorno de Dios….
Y comentaba eso mismo, poco más tarde, con otro amigo, seglar esta vez y de los que no tienen rebozo alguno en mentar a Dios cuando se tercia.
No basta –creo- con rezar limitándose a extender la mano hacia Dios para que Dios la llene.
Para que nos mande vocaciones o para que los jóvenes se percaten de que Dios no estorba en sus vidas ni recorta más de lo debido las ansias de libertad.
Para que nos libere de esta “cultura de medios” e inmediateces y no de fines ni de “postrimerías”, como señalaba ya el Ortega joven al otear el panorama –ya entonces- oscuro de nuestra sociedad (cfr. El Espectador, Perspectiva y verdad).
Rezar a Dios creo que es, no tanto levantar los ojos a Dios, extender hacia Él las manos, como recabar de Dios ánimo, fuerzas y valentías, decisión para “mojarse” y no limitarse a “verlas venir” en las cosas que a Dios más atañen. Cuando la sola palabra “Dios” parece quemar en los labios del hombre –y no sólo de los políticos-, no basta con las manos de los que en Él creen alzadas a lo más alto. Es menester –he de insistir- “mojarse” y esto es decidir liberarse de complicidades y de complejos tontos.
La anécdota de san Bernardo es gráfica y elocuente. Aquel arriero de Provenza, con su carro atascado en el lodazal, viendo de lejos venir hacia él al monje Bernardo, con fama ya de milagrero, se frota las manos y, cuando llega a su altura, le pide que rece a Dios para que se desatasque su carro. Se dice que el santo, mirándole fijamente, le repuso de este modo. Bien. Yo rezaré a Dios, pero ti, entre tanto, mete el ho0bro y empuja todo lo que puedas…. El carro se desagtascó y el arriero lo creyó milagro.
La homilía de Agustín me gustó y no porque fuera una pieza magistral de oratoria como por aterrizar en estos tiempos líquidos y por emplear las palabras en el sentido de las agujas de reloj; hacia adelante.
Para los que a Dios lo tienen como una rémora para la libertad o el progreso y desarrollo de hombre, pero no rehúsan doblar la rodilla ante sus iconos o los ídolos que uno mismo se construye, la muy atinada frase de Chateaubriand cuando afirma, en las Memorias de ultratumba (III, II, 5, 25) que Dios y la religión son el único poder ante el que doblar la rodilla no envilece.
Y para no renegar de la esperanza, ni en tiempos de fuegos fatuos o artificiales y quedar a bien con el rayo de luz que Agustín deja hoy prendido sobre las tocas de estas 21 monjas cistercienses, valga la rima de un empedernido buscador de Dios, que fue Antonio Machado, y amigo de la esperanza hasta contra pronóstico, como muestra en esta letrilla:
“Esa España inferior que ora y bosteza,
vieja y tahúr, zaragatera y triste;
esa España inferior que ora y embiste,
cuando se digne usar de la cabeza,
aún tendrá luengo parto de varones
amantes de sagradas tradiciones,
y de sagradas formas y maneras;
florecerán las barbas apostólicas
y otras calvas en otras calaveras
brillarán venerables y católicas”.
Por si alguien no lo sabe, Antonio Machado murió en Colliure (sur de Francia), exilado y siempre con los ojos vueltos a la España que supo hacer su historia, con las mimbres auténticas de sus virtudes y sus defectos, sin farsas, falsedades ni complejos.
El “desierto” puede tener un rayo de luz al final de sus caldeadas arenas. Yo lo veo posible pero improbable a corto plazo, como no sea volcando pronto y bien el consejo de San Bernardo al arriero de la Provenza en ese refrán castellano tan socorrido como poco seguido: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Sólo así.
Como quiera que sea, felicidades a las monjas de mi pueblo que, aún siendo tan pocas, no han perdido la sonrisa ni la fe en Dios ni el modo de hacer sus pastas finas.
Me voy a leer –acabo de verla anunciada- la carta del papa Francisco al mundo pidiendo perdón por la “vergüenza” de Pensilvania. Como “pedir perdón” no es cosa de hombres, sino de muy hombres, sigue valiendo lo de “a Dios rogando y con el mazo dando”.
SANTIAGO PANIZO ORALLO