Furor de Halloween
“Las cosas buenas que por el mundo acontecen sólo obtienen en España un pálido reflejo; en cambio, las malas repercuten con terrible eficacia y adquieren entre nosotros mayor intensidad que en parte alguna”. Este apóstrofe, dirigido a nuestra idiosincrasia nacional, con el que Ortega y Gasset instaura su ensayo “Democracia morbosa” (vid. Confesiones de “El Espectador”, en Obras Completas, Alianza Editorial Madrid 1998, vol. II, p. 135), lo asocia el pensador a esa especie de innata querencia de nuestra “raza valetudinaria” a sentir halago -como si de un logro de modernidad se tratara-, siempre que algo o alguien le invita a adoptar o buscar acomodo en “posturas plebeyas”, ejercitarnos en seguidismos, culturales sobre todo, suplantando usos propios y tradiciones de arraigo y valía en nuestra cultura. En el fondo, estos plagios responden a complejos raciales y, si no prueban excesiva confianza o firmeza en lo propio, menor entereza denotan para enorgullecerse de lo bueno que se tiene y ufanarse en cambio de las migajas de otras culturas que, si bien se mira, no tienen más virtud sobre las nuestras que la de ser importadas. Pero no son las nuestras, y, en ocasiones, las suplantan o desdibujan. Y pasa, sobre todo, que, al aire de las esclavitudes voluntarias que avivan las modas, tiranizan socialmente.
Cuando yo era niño, las cosas –casi todas- se veían de otro modo. Y no es que fueran mejores ni peores; sólo eran distintas.
He de confesar que no soy en absoluto de los que, pensando en tradicionalista, creen que “todo tiempo pasado fue mejor”. No es eso. A tal distancia y con el desmadre apresurado y el fluir casi frenético de los adelantos en las cosas que nos atraen o necesitamos, al moverse de los gustos y las querencias, y ese fenómeno del envejecimiento casi instantáneo de los “últimos gritos” en la técnica sobre todo y al compás de un consumismo tan feroz como deshumanizante, la verdad es que, a los que vivimos antes y, gracias a Dios, lo seguimos haciendo ahora, a veces nos parece imposible que seamos lo mismo el de ayer y el de hoy. Quizá se deba a esa cosa tan socorrida como poco manejable de los “signos de los tiempos”, o tal vez sea por ese criterio un tanto absurdo e irracional de que lo nuevo por ser nuevo es bueno y por supuesto mejor que lo antiguo, o por ese cretinismo yacente al que alude Ortega el decir que nos pirriamos por lo malo de fuera a la vez que nos avergonzamos de lo bueno que va con nosotros, con nuestra cultura y con nuestras tradiciones.
Sea como fuere, lo cierto es que el apóstrofe de Ortega se cumple, un día sí y el otro también, a rajatabla, en nuestros usos actuales.
Cuando yo era niño, por ejemplo, no había, si siquiera se sabía que existiera, Papá Noel. Hoy no hay niño o niña que, casi al destete, no meta en el paraíso de los sueños esa figura nórdica, salida de los fríos polares, para transferirse, como por arte de magia, a nuestros páramos y secadales.
Cuando yo era niño, teníamos las mismas ilusiones de ahora, pero nos habíamos de contentar con mucho menos que los de ahora. Éramos niños también, aunque ejercíamos de niños de otro modo; no sé si mejor o peor, pero indudablemente muy distinto
Y, por supuesto, cuando yo era niño, ni mención había de este festejo otoñal con disfraces, bailes de calaveras, calabazas vacías con huecos iluminados, monstruos de ojos relucientes y desorbitados, dragones, casas con adorno de figuras horrendas, niños disfrazados de vampiros y niñas, de brujas, en correcalles en busca de chuches y regalos como si de la mañana de Reyes de antes se tratara. Era absolutamente inimaginable que el simbolismo religioso-cristiano de la fiesta de Todos los Santos y la tradicional “vigilia” de honor a los difuntos pudiera revestirse de semejante “plebeyismo” por gracia de servidumbres culturales hijas de complejos y obra del “marketing” consumista a que ha devenido una buena parte de nuestro progreso.
Cuando yo era niño, soñábamos como los niños de ahora; rezábamos tal vez más que los de ahora; nuestros juguetes y artes de juego los hacíamos con nuestras manos, la “biarda” como decíamos, la peonza, la muñeca de trapos, el aro, las canicas, la comba… Y seguramente, al ser cosa nuestra el juguete, se apreciaba más que ahora y, desde luego, no pasábamos de un juguete a otro con tanta facilidad como ahora. Eran menos juguetes pero quizás con más respeto al juguete.
Pero dejémonos ya de recuerdos que tal vez sólo sirvan para rotular nostalgias. Vayamos a esta importanción de puro marketing y poco más, que se llama “halloween”.
La primera vez que oí este anglicismo fue -hace bastante tiempo- en ocasión de disponerme a ir a mi pueblo por los Santos y los Difuntos. Sabedor de mi plan, un amigo me rogó que renunciara al viaje -que por mis difuntos también se puede rezar y recordarlos desde Madrid- y me quedara con ellos –con él y su familia-, para celebrar el “hallowen”, que lo vería divertido. Le pregunté qué era y trató de explicármelo. La verdad, no lo debía tener muy claro, porque casi nada entendí y sólo –posteriormente- he ido enterándome de la historia, de la entidad, calidad y virtudes –que parece tenerlas por la rapidez con que ha invadido nuestros lares- de este festejo ignoto en nuestra cultura y nada autóctono si se le mira al trasluz de un sano ecologismo cultural.
Ecologismo he dicho. Recuerdo, como aficionado que soy a la pesca fluvial, el “soplo de modernidad” que supusieron aquellas reprobalaciones de ríos y pantanos con especies como el black-bass, el lucio, la trucha arcoíris, el siluro, el cangrejo americano… Se poblston las aguas con esas especies maravillosas y, cuando ya estaban a punto de acabar con lo nuestro, lo autóctono, la fario de siempre, dándose cuenta de que lo nuestro era mejor que lo importado culinaria y sobre todo deportivamente, sonó trepidante la voz del ecologismo maldiciendo las reproblaciones hasta calificar lo venido de fuera de “especies invasoras” y ordenando acabar con lo foráneo so pena de acabarse lo autóctono. “A buenas horas, mangas verdes”, podría comentarse con el castizo.
Prescindiendo de los orígenes de una fiesta en la noche que va del uno al dos de noviembre, del honor a todos los Santos al honor a los Difuntos, y del espolio de lo religoso que fue en principio para adobarla con unos ritos culturales a tono con el tiempo otoñal, de caducidad, de hojas ocres antes de verse muertas en el suelo, de misterio y nostalgias y sobre todo de la compensación festivalera acorde con la secularización de todo, lo cierto e innegable es que esta fiesta del otoño en su formato actual es una celebración claramente relacionada con el expansionismo cultural de los Estados Unidos. No cabe duda.
Pues bien, mirada esta fiesta desde mi personal ángulo de visión, de quien asiste preocupado a la depauperación progresiva y a la extinción de “lo nuestro” a manos de las “especies invasoras” -otrora, no hace tanto, sentidas como progreso y riqueza-, no es que yo deje de ver su lado positivo –en marketing sobre todo y también en ilusiones de los niños (es posible que sea esto lo único que, para mí, tiene de bueno de verdad la fiesta)-, pero me entristece ese otro aspecto de “plebeyismo cultural” a que alude Ortega en el preámbulo a su precioso ensayo “Democracia morbosa”.
Pero no sólo me entristece por ese dato que, en directo, anota el pensador, sino, sobre todo, por las consecuencias que produce la aceptación atolondrada de tan pedestre colonialismo cultural.
Oigamos los últimos párrafos de ese preámbulo al ensayo en cuestión. No tienen desperdicio: “Nuestra raza valetudinaria se siente halagada cuando alguien la invita a adoptar una postura plebeya. De la misma suerte que el cuerpo enfermo agradece que se le permita tenderse a su sabor. El plebeyismo, triunfante en todo el mundo, tiraniza en España. Y como toda tiranía es insufrible, conviene que vayamos preparando la revolución contra el plebeyismo, el más insufrible de los tiranos”
Remedando a Quevedo en las anotaciones de uno de los capítulos, el XXXV, de La hora de todos y la fortuna con seso, me atrevería a cerrar estas reflexiones en día tan sobresaltado y plagado de horrores para hacer reír y olvidar la realidad que sigue siendo la que es por mucho que nos empeñemos en disfrazarla. La necedad del pueblo es la seguridad ded los tiranos. Cambiemos necedad o ignorancia por “plebeyismo” como resalta Ortega y estaremos al cabo de la cuestión.
Sigo sin conformarme con que la “ley de las mayorías” sea la ley de la verdad. Será una norma utilitaria de las democracias. Pero no mezclemos utilitarismos con verdades. A veces coinciden pero no siempre, ni mucho menos. Puede que este del “Hallowen” hecho carne nuestra, de nuestra cultura, termine por ser también una “especie invasora”, de efectos negativos para nuestros valores autóctonos
Cuando yo era niño, las cosas –casi todas- se veían de otro modo. Y no es que fueran mejores ni peores; sólo eran distintas.
He de confesar que no soy en absoluto de los que, pensando en tradicionalista, creen que “todo tiempo pasado fue mejor”. No es eso. A tal distancia y con el desmadre apresurado y el fluir casi frenético de los adelantos en las cosas que nos atraen o necesitamos, al moverse de los gustos y las querencias, y ese fenómeno del envejecimiento casi instantáneo de los “últimos gritos” en la técnica sobre todo y al compás de un consumismo tan feroz como deshumanizante, la verdad es que, a los que vivimos antes y, gracias a Dios, lo seguimos haciendo ahora, a veces nos parece imposible que seamos lo mismo el de ayer y el de hoy. Quizá se deba a esa cosa tan socorrida como poco manejable de los “signos de los tiempos”, o tal vez sea por ese criterio un tanto absurdo e irracional de que lo nuevo por ser nuevo es bueno y por supuesto mejor que lo antiguo, o por ese cretinismo yacente al que alude Ortega el decir que nos pirriamos por lo malo de fuera a la vez que nos avergonzamos de lo bueno que va con nosotros, con nuestra cultura y con nuestras tradiciones.
Sea como fuere, lo cierto es que el apóstrofe de Ortega se cumple, un día sí y el otro también, a rajatabla, en nuestros usos actuales.
Cuando yo era niño, por ejemplo, no había, si siquiera se sabía que existiera, Papá Noel. Hoy no hay niño o niña que, casi al destete, no meta en el paraíso de los sueños esa figura nórdica, salida de los fríos polares, para transferirse, como por arte de magia, a nuestros páramos y secadales.
Cuando yo era niño, teníamos las mismas ilusiones de ahora, pero nos habíamos de contentar con mucho menos que los de ahora. Éramos niños también, aunque ejercíamos de niños de otro modo; no sé si mejor o peor, pero indudablemente muy distinto
Y, por supuesto, cuando yo era niño, ni mención había de este festejo otoñal con disfraces, bailes de calaveras, calabazas vacías con huecos iluminados, monstruos de ojos relucientes y desorbitados, dragones, casas con adorno de figuras horrendas, niños disfrazados de vampiros y niñas, de brujas, en correcalles en busca de chuches y regalos como si de la mañana de Reyes de antes se tratara. Era absolutamente inimaginable que el simbolismo religioso-cristiano de la fiesta de Todos los Santos y la tradicional “vigilia” de honor a los difuntos pudiera revestirse de semejante “plebeyismo” por gracia de servidumbres culturales hijas de complejos y obra del “marketing” consumista a que ha devenido una buena parte de nuestro progreso.
Cuando yo era niño, soñábamos como los niños de ahora; rezábamos tal vez más que los de ahora; nuestros juguetes y artes de juego los hacíamos con nuestras manos, la “biarda” como decíamos, la peonza, la muñeca de trapos, el aro, las canicas, la comba… Y seguramente, al ser cosa nuestra el juguete, se apreciaba más que ahora y, desde luego, no pasábamos de un juguete a otro con tanta facilidad como ahora. Eran menos juguetes pero quizás con más respeto al juguete.
Pero dejémonos ya de recuerdos que tal vez sólo sirvan para rotular nostalgias. Vayamos a esta importanción de puro marketing y poco más, que se llama “halloween”.
La primera vez que oí este anglicismo fue -hace bastante tiempo- en ocasión de disponerme a ir a mi pueblo por los Santos y los Difuntos. Sabedor de mi plan, un amigo me rogó que renunciara al viaje -que por mis difuntos también se puede rezar y recordarlos desde Madrid- y me quedara con ellos –con él y su familia-, para celebrar el “hallowen”, que lo vería divertido. Le pregunté qué era y trató de explicármelo. La verdad, no lo debía tener muy claro, porque casi nada entendí y sólo –posteriormente- he ido enterándome de la historia, de la entidad, calidad y virtudes –que parece tenerlas por la rapidez con que ha invadido nuestros lares- de este festejo ignoto en nuestra cultura y nada autóctono si se le mira al trasluz de un sano ecologismo cultural.
Ecologismo he dicho. Recuerdo, como aficionado que soy a la pesca fluvial, el “soplo de modernidad” que supusieron aquellas reprobalaciones de ríos y pantanos con especies como el black-bass, el lucio, la trucha arcoíris, el siluro, el cangrejo americano… Se poblston las aguas con esas especies maravillosas y, cuando ya estaban a punto de acabar con lo nuestro, lo autóctono, la fario de siempre, dándose cuenta de que lo nuestro era mejor que lo importado culinaria y sobre todo deportivamente, sonó trepidante la voz del ecologismo maldiciendo las reproblaciones hasta calificar lo venido de fuera de “especies invasoras” y ordenando acabar con lo foráneo so pena de acabarse lo autóctono. “A buenas horas, mangas verdes”, podría comentarse con el castizo.
Prescindiendo de los orígenes de una fiesta en la noche que va del uno al dos de noviembre, del honor a todos los Santos al honor a los Difuntos, y del espolio de lo religoso que fue en principio para adobarla con unos ritos culturales a tono con el tiempo otoñal, de caducidad, de hojas ocres antes de verse muertas en el suelo, de misterio y nostalgias y sobre todo de la compensación festivalera acorde con la secularización de todo, lo cierto e innegable es que esta fiesta del otoño en su formato actual es una celebración claramente relacionada con el expansionismo cultural de los Estados Unidos. No cabe duda.
Pues bien, mirada esta fiesta desde mi personal ángulo de visión, de quien asiste preocupado a la depauperación progresiva y a la extinción de “lo nuestro” a manos de las “especies invasoras” -otrora, no hace tanto, sentidas como progreso y riqueza-, no es que yo deje de ver su lado positivo –en marketing sobre todo y también en ilusiones de los niños (es posible que sea esto lo único que, para mí, tiene de bueno de verdad la fiesta)-, pero me entristece ese otro aspecto de “plebeyismo cultural” a que alude Ortega en el preámbulo a su precioso ensayo “Democracia morbosa”.
Pero no sólo me entristece por ese dato que, en directo, anota el pensador, sino, sobre todo, por las consecuencias que produce la aceptación atolondrada de tan pedestre colonialismo cultural.
Oigamos los últimos párrafos de ese preámbulo al ensayo en cuestión. No tienen desperdicio: “Nuestra raza valetudinaria se siente halagada cuando alguien la invita a adoptar una postura plebeya. De la misma suerte que el cuerpo enfermo agradece que se le permita tenderse a su sabor. El plebeyismo, triunfante en todo el mundo, tiraniza en España. Y como toda tiranía es insufrible, conviene que vayamos preparando la revolución contra el plebeyismo, el más insufrible de los tiranos”
Remedando a Quevedo en las anotaciones de uno de los capítulos, el XXXV, de La hora de todos y la fortuna con seso, me atrevería a cerrar estas reflexiones en día tan sobresaltado y plagado de horrores para hacer reír y olvidar la realidad que sigue siendo la que es por mucho que nos empeñemos en disfrazarla. La necedad del pueblo es la seguridad ded los tiranos. Cambiemos necedad o ignorancia por “plebeyismo” como resalta Ortega y estaremos al cabo de la cuestión.
Sigo sin conformarme con que la “ley de las mayorías” sea la ley de la verdad. Será una norma utilitaria de las democracias. Pero no mezclemos utilitarismos con verdades. A veces coinciden pero no siempre, ni mucho menos. Puede que este del “Hallowen” hecho carne nuestra, de nuestra cultura, termine por ser también una “especie invasora”, de efectos negativos para nuestros valores autóctonos