El libro de María y José 28 - IX- 2018

Como lo prometido es deuda –así lo muestra el dicho popular, y lo comparto--, y es más deuda si en juego está el deseo de un amigo, y más todavía si lo pide como favor y van razones en ello, no puedo en mi caso incumplir lo prometido. Mal o bien, a medias o a enteras, he de cumplir la promesa hecha, poco antes de volverme de Mallorca, a María y a José.

María y José son un joven matrimonio mallorquín; padres de cuatro hilos de corta edad; felices, comprometidos y muy conscientes de lo que, con esos niños, tienen en su mano.
Estos días de Mallorca -los cuatro pasados por mí como huésped de Asunta Y Toni-, en uno de aquellos estupendos diálogos de sobremesa, María, al despedirse y con su hija más pequeña en uno de los brazos y en la mano del otro un libro, me enseña su libro y me pide que lo lea y le descifre algunas cosas que, a ella y a su marido, confunden, y quizá desconciertan, por algunas recetas o salidas que se dan en él como claves para compaginar una modernidad, en la que debemos estar como ciudadanos del mundo, y una tradición, a la que nos debemos como creyentes católicos; de modo que ni los enfáticamente “modernos” o “progres” tilden –a quien se confiesa católico en estos tiempos- de atrasado, “carca” o “facha” por cerrado y adicto al dogma, ni los otros, los enfáticamente “católico-apostólico-romanos”, le llamen traidor o farsante de su fe cristiana, por abierto en demasía.
Que no es desdeñable y exenta de riesgos la engañosa disyuntiva, cuando, a la vez, se quiere dar cara a la modernidad y a la tradición cristiana.

María y José son creyentes y quieren para sus hijos lo que para sí mismos quieren: que tengan su misma fe, sin sentirse por ello ni retrasados a su tiempo ni traidores a los principios de sus mayores; una fe sin alardes de ninguna clase, pero sin complejos también. Y su relativo desconcierto les viene de algunas precauciones que en el libro parecen postularse para no ser víctimas de “dopajes”, de bien calculados lavados de cerebro o de martingalas de “burros” que, fingiendo ser “caballos”, con frecuencia rebuznan en vez de piafar.
¿Cómo digerir, por ejemplo, que haya de tirarse la televisión por la ventana, o estrellar el móvil o la “tablet” contra el suelo para liberarse de “malas compañías, o embrutecer a cuenta de arrobas de falsas verdades, o andar como un “zombi” por las calles de la ciudad, o a bordo del bus sin quitarse ni un segundo el móvil de la oreja?
¿Es posible ser creyente –con lo que esa palabra entraña -en estos tiempos “post” casi todo, si la verdad y la pos-verdad, lo auténtico y lo maléfico, conviven hasta mimetizarse y pasar por la misma cosa?.

El libro que me deja María ese atardecer en Jornets –que leo (en primera lectura) a salto de mata- se titula La restauración de la cultura cristiana y su autor es John Senior. El tal libro era recomendado como lectura de verano para católicos que desean compaginar la fidelidad a sus creencias (una cosa noble y obligada mientras esas creencias no sean consideradas por el creyente como erróneas o infames) con una no menor fidelidad a los adelantos de la ciencia y la técnica mientras no desbarren volviéndose contra la dignidad o los sagrados y fundamentales derechos del hombre (cosa así mismo noble y obligada porque es también “cosa de Dios” no haber cincelado al hombre hecho del todo y con las manos y pies atados, sino haberle mandado “crecer y multiplicarse”, disponiendo que en ese deber entrara de lleno continuar por los siglos la obra creadora del propio Dios.
¿No ha de haber otra salida que la de tirar el televisor por la ventana o estrellar el móvil contra el suelo, para mantenerse uno fiel a sus creencias –asentadas en “sagradas tradiciones”-, sin por ello tener que abdicar de una buena y seria “modernidad”? Creo que hay alguna “modernidad” de la que puede dudarse de que sea “moderna”, como algún acreditado pensador actual –Koselleck, por ejemplo- deja certeramente entrever en uno de sus ensayos sobre “modernidades” sacadas de madre o de quicio, que viene a ser lo mismo.

He leído este libro a salto de mata, como digo, y con la rapidez con que se devora un libro que interesa porque pone al lector contra las cuerdas de las propias inquietudes ; porque le saca a escenarios muy sensibles, como son los de la conciencia religiosa; y he querido -sobre todo- interpretar su lenguaje y dar una idea que lleve claridad al desconcierto -relativo, he dicho antes y lo sigo diciendo- de María y José.
No sé si, con lo que voy a decir, llenaré –si no del todo, a medias al menos- las expectativas de este matrimonio mallorquín, inquieto por ese desfase –sólo aparente, creo yo, cuando se mira la realidad sin anteojeras de mula de noria- entre una fe religiosa pausada y firme, renonada y actual, y una modernidad, que, si no es vuelve acelerada y loca, hueca o aparente, no tiene por qué caer en agnóstica o atea.

Hace muchos años que leo y releo –casi a diario- los escritos de Ortega y Gasset y, si he de ser sincero, debo confesar que –entre las ideas que, desde el principio, más me impresionaron, por su certero y pre-monitorio diagnóstico de una modernidad hueca- está sin duda una de las que abren El Espectador.
Nuestro pensador, después de tranquilizar al “amigo lejano” que se lamenta de que se quede tan “asiduamente” en “espectador” y no tome más “asiduamente” caminos de acción, traza un elogio del buen vivir humano, nutrido siempre –debiera estarlo- de contemplación y teoría como asiento de la acción y las obras; a la vez que fustiga la inversión de valores que supone el puro quehacer utilitario.
Como pienso que no tienen desperdicio estas ideas, aunque haya pasado un siglo de haberse escrito, no me privaré de reproducirlas de nuevo, a riesgo incluso de pecar de reiterativo y “machacón”.
Claro es –certifica el pensador en concreta referencia a la acción política” – que “el inmediato porvenir, tiempo de sociales hervores, nos forzará a ella con mayor violencia”; y que precisamente, con esa “necesidad” imperiosa de darse a la acción, corre pareja otra “necesidead” igualmente imperiosa, la de “acotar una parte de mí mismo para la contemplación”.
“Desde hace medio siglo –añade- en España y fuera de España, la política –es decir, la supeditación de la teoría a la utilidad- ha invadido por completo el espíritu. La expresión extrema de ello puede hallarse en esa filosofía pragmática que descubre la esencia de la verdad, de lo teórico por excelencia, en lo práctico, en lo útil. De esta suerte, queda reducido el pensamiento a la operación de hallar buenos medios para los fines, sin preocuparse de estos La pasada centuria se ha afanado, harto exclusivamente, en allegar instrumentos: ha sido una cultura de medios. La guerra –a la primera mundial se refiere cuando esto escribe - ha sorprendido al europeo sin nociones claras sobre las cuestiones últimas, aquellas que sólo puede aclarar un pensamiento puro o inútil. Nada más natural que, reaccionando contra ese exclusivismo, postulemos ahora, frente a una cultura de medios, una cultura de postrimerías”; es decir, de fines serios y de trascendencia humana –no se olvide que la capacidad del ser humano de trascenderse a sí mismo es lo que separa, en definitiva, al hombre, del animal, del vegetal o de las piedras de un camino (cfr. J. ORTEGA Y GASSET, Confesiones de El Espectador, Verdad y perspectiva (febrero-marzo 1916, Biblioteca Nueva, Madrid,1943, pp. 13-14).
¿No hacen pensar hondo estas ideas y frases a quien sepa contrastarlas con lo que pasa hoy, un siglo más tarde? ¿No es una aberración lógica y ontológica que los medios se monten sobre los fines mayores y mejores de la condición humana? ¿No se puede llamar a esta inversión una subversión de los valores, o atraso más que adelanto y progreso? ¿No es acaso “falsa verdad” lo que hoy, a precio de oro, se dedican a vender –a granel y casi siempre con pocas o nulas razones- muchos “medios” –materiales y no digamos virtuales- que, en vez de informar y dar cuenta de la realidad con la mayor objetividad posible, la deforman a sabiendas, incluso, de que “su verdad” no es “la verdad”, como bien afinara el poeta A. Machado hace décadas?.
Así lo entendía Ortega ya en su tiempo y más, mucho más, se lamentaría hoy de tamaña inversión de valores si la viera hoy sobresaturada y en creciente absoluto.

Permitidme, amigos, que, a honra y prez del eminente pensador, y con estas sus ideas ante los ojos, me contente hoy con tres o cuatro atisbos, o ideas quizás, nada más, hasta que otra vez “pueda departir “vis a vis” con este joven matrimonio y comentar con María Y José otras más de las soluciones y salidas que este libro da para actualizar la cultura cristiana y no dejar que la destruyan los muchos empeñados –con falsedad auténtica- en hacer creer que las verdades se pueden amañar sin humillar al hombre o que los fines mayores del ser hombre se pueden subordinar a unos medios e instrumentos que, si alguna razón válida debieran tener para existir, sería la de servir a la dignidad y no a la indignidad del ser humano: de todo ser humano.
En lo que pueda y sepa, los refiero a la necesidad y al modo de “actualizar” la cultura cristiana y católica, en la que los fines y los medios se correspondan y se lleven bien sin acabar los medios e instrumentos ocupando el lugar de los fines.

- Es obligado actualizarse en todo. Es obligado dar razones –las más que se pueda o permita el lógico misterio de la fe revelada; y para eso hay que estar al día lo mismo en todo lo que favorece a la religión -la católica en nuestro caso-, como –también- en todo lo que pudiera desprestigiarla o hacerla menos civilizada de lo que es en verdad, como atestigua G. K. Chesterton en el primer capítulo de su Ortodoxia.
Bien sabido es que las “instituciones”, como las personas, han de renovarse y actualizarse, poniendo “el yo”, es decir, lo esencial e inmutable, a la misma hora de las circunstancias; si no se quiere que unas y otras, personas e instituciones, se anquilosen, se oxiden y se hagan inservibles. Es de lógica y sentido común hacerlo sin desmayo y de continuo; en la palabra; en el ejemplo; en la entrega; aunque sin ceder a la moda por ser moda, o a la pos-verdad por estar ahora mismo en auge y de moda.
¿No se ha dicho siempre que “o renovarse o morir”?

- En cuanto al televisor, el móvil, la “tablet” o el último modelo o grito de cualquier cosa que, por relumbrar, parece lo bueno por antonomasia y digno de crédito a toda costa y a pies juntillas, no es cosa –creo- de tirarlos por la ventana o estamparlos contra el suelo. Es menester aceptarlos como adelantos que son; darles la categoría que tienen y no más; precaverse a toda costa de los que –son legión ahora mismo-, por precio, por intereses, por odios y rencores a veces, por ignorancia incluso o por lo que sea, los divinizan y hacen fines, siendo nada más de medios, y los ponen al servicio, no de lo que debieran estar si fuesen honestos y veraces los manipuladores, sino al del “pensar utilitario”, sea el de la política, la economía, la educación de los niños, el deporte o la misma religión.
Cuando, por las calles de Madrid y hasta de algunos pueblos y villas, o en reuniones de familia y de amigos, ves a la gente –la más joven especialmente- con el auricular o el móvil pegados indefectiblemente a la oreja, absortos, abstraídos, andando como autómatas u obsesos, no me queda más remedio que pensar esa idea –dicha, según parece por Voltaire-, según la cual la técnica y la ciencia –desbocadas o descontroladas y hechas fines siendo medios- terminarán por poner en las manos del hombre útiles con que poder matarnos más fácilmente los unos a los otros.
Si elastificamos un poco el ejemplo, veremos que se puede perfectamente aplicar la profecía del ilustrado francés a ese móvil pegado a la oreja de continuo o al televisor que –cuando nos puede- entontece y despersonaliza; y que adocena gentes que muestran con esa servidumbre acrítica no valer para otra cosa que para esclavos voluntarios.


Perdonadme, María y José, si no he sabido descifrar del todo y bien las razones de vuestro desconcierto, Si queréis otras más cosas o aclaraciones mayores sobre ese libro –muy aprovechable por cierto-, os las daré con gusto a nada que me lo digáis.
Y como vuestros niños son colonia del cielo en la tierra –la parte seguramente mayor de cielo que queda sobre la tierra-, así educarlos que puedan abrirse –en su vida futura- a una cada día renovada y actualizada cultura cristiana y católica; no les invitéis a tirar el televisor por la ventana ni a estampar el móvil sobre una piedra; enseñadles –mejor- a saber usar bien el móvil y el televisor, en ka idea de que son medios y no fines de una vida; dadles criterios para saber distinguir lo nuevo de lo bueno, un huevo de una patata y un comunicador razonable de un charlatán, prestidigitador de feria o un vendedor de humos a cuenta de unos avarientos de poder o faltos de escrúpulos éticos y racionales en favor de la verdad y el bien auténticos, Azuzadles a leer un libro mejor que a ver una película o “navegar” sin rumbo virtualmente y no realmente, tras una quimera o a tontas y a locas. Educad. Sed maestros y no tanto profesores, que lo sean otros. El profesor dicta sus lecciones, pero es el maestro quien enseña a aprender lo que un profesor dice y razona en las clases.

Ya sé que todo esto es ir contra la corriente actual; y que las ventas que se ofrecen o hacen a diario en televisiones y medios son tal vez de más bonitas palabras y boato, aunque de menos enjundia y valor.
María y José. No tiréis el televisor por la ventana; ni el móvil lo estrelléis contra una piedra. La cultura cristiana es tan buena y mejor que otra cualquiera. Pero hay que revalorizarla cada día, mirándonos sin complejo alguno, mejor quizás con orgullo, al espejo del Evangelio de Jesús. Espejo de culturas, las más “progres” de la historia humana, cuando lo “progresista” no es acaparado de mala manera y con malas artes por los vendedores de humos, que no de verdad y bien
No olvidemos que hay modernidades que no son modernas; como hay culturas que se mueren de inanidad.

SANTIAGO PANIZO ORALLO
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