La "marca España" somos tú y yo - 10-VIII-2018
“Oyendo hablar un hombre, fácil es
saber dónde vio la luz del sol
Si alaba Inglaterra, será inglés
Si reniega de Prusia, es un francés
y si habla mal de España... es español.
- - - - -
La “baja autoestima” de los españoles es noticia estos días y, en un primer momento, objeto de comentarios –no siempre benevolentes y sobre todo ecuánimes- en los foros y mentideros del país.
Al parecer de una reciente estadística, España y los españoles somos uno de los colectivos con la más baja autoestima del continente. Que nos tenemos en menos de lo que somos; que nos va bien un discreto masoquismo y disfrutamos poniendo cara de bobos o pánfilos ante cualquier demostración de los extraños por vulgar o cretina que fuere; que “lo nuestro” -a fuerza de repetírse nos lo hemos creído-, por bueno que sea o parezca, siempre será menos que “lo de fuera”.
Parece como si –al asomarnos al exterior- nos invadieran los complejos y tuviéramos envidia de la flema de los ingleses, de la estólida cordura de los alemanes, o del modo como estornudan los lapones o los suecos, que, por cierto, en nada se diferencia del modo hispano de estornudar. Como si lo nuestro –nuestros ríos y montañas, nuestro sol y nuestra vida, nuestros literatos e inventores, nuestras catedrales y castillos, nuestros descubrimientos y gestas- fuera nada o muy poco al lado de lo que otros pueblos son y tienen.
¿No es cierto que algo de verdad hay en este “cliché” que de nosotros mismos tenemos, cuando nos comparamos con los de fuera, sobre todo si son europeos o americanos del norte?
¿No es verdad que esta “baja auto-estima” contribuye a que los demás se envalentonen y nos miren por encima del hombro como si en muchas cosas ellos no fueran tanto o más pigmeos o cretinos que nosotros?
Esos complejos ¿no nos inducen estúpidamente a una especie de fatalismo senequista, de aceptar -resignados- que nos tengan por lo que no somos?
Pero como no es cosa, ni de predicar “cruzadas” redentoras, ni de evocar más de la cuenta la serie de los posibles complejos adheridos a nuestra famosa “piel de toro”; y como tampoco se trata de hacer panegíricos alocados a nuestras virtudes y potenciales –quitando algo de aire a la fuerza de la estadística en cuestión-, tres o cuatro ideas pueden ser suficientes para reflexionar un poco sobre este síndrome, que puede muy bien ser considerado uno de nuestros varios “demonios nacionales”, que nos tientan y nos vencen, sin tomar en cuenta que, a otros, les tientan y vencen los suyos propios.
Esta historia nos viene de lejos y posiblemente debamos rebobinarla para sazonarla con razones y no con emociones o vísceras. Anotemos, de todos modos, al comenzar que, cuando se habla de España y de los españoles, hay que andarse con cuidado para no dejarse llevar ni de un entusiasmo triunfal ni de un derrotismo estéril. El justo equilibrio estará, como siempre, en ese “término medio” que, desde Aristóteles, se viene predicando por la filosofía. Tan malo es el pecado de “creerse” más que los otros que el de tenerse por nada o poco más.
Que España y los españoles hemos hecho grandes cosas en la historia del mundo es archisabido.
Que España y los españoles, en esa misma historia, hemos sido objeto predilecto de envidia por quienes no eran Imperio entonces; ni habían descubierto nuevos mundos; ni llevado a las Américas lo mejor de sí mismos –con algunas cosas menos santas y algunos errores que no eran -ppr otra parte- nuestros en exclusiva,- también se me antoja claro.
Como no lo es menos que esa ”envidia” -que, como toda la envidia, tiene la faz lívida, es atrabiliaria y ni come ni deja comer- cayera en Leyenda Negra al ser orquestada por tantos; por la “doble personalidad” del obispo de Chiapas, elogiado más de la cuenta y razón, por nuestros perseguidores; por los afligidos –allende nuestras fronteras- con la verdad insigne de que “en España” nunca se pusiera el sol”.
Tan insana y falsaria “leyenda” no fue tanto cosa nuestra –solo en parte lo ha sido-, como de toda una “tropa” de conjurados resentidos y envidiosos – y de toda laya y fuste: franceses, ingleses, flamencos y valones, protestantes y el largo etcétera de todos los que, ayer y hoy, desde hace siglos, se encargaron, con saña siempre y a veces con harta malicia y falsedad, de tender, en torno a España y los españoles, una implacable, tupida y abusiva, en casi todo, estela de negra sombra, que, a más de opacar nuestra fisonomía, nos ha cerrado parte de los caminos por donde teníamos derecho a ir.
Aceptarlo por nuestra parte es, o hacer el juego a los que nos odian y nos dedican sus resentimientos, o dar el “visto bueno” a unos complejos, que no hay razón alguna para tener.
Que tenemos defectos, ¡quién lo duda!!! ¿Es que van a tenerlos solamente los que nos denigran? Entre otras cosas, somos locuaces más de la cuenta; fanfarrones a veces; pícaros cuando se tercia. Es verdad.
Pero nuestras virtudes no son menos ni menores que nuestros vicios.
Que aprendimos a ser tolerantes, antes que nadie y mucho más que otros, tras siete siglos de convivencia forzada con otras ideas y con otras creencias. Porque no se luchó -en los siglos de Reconquista- contra la religión de los “moros”, sino contra unos invasores de nuestro territorio. Y hasta en nuestras Leyes de Partida está escrito y mandado que la fe en Dios ha de ser libre o no es fe verdadera. Y escritores de la Hispania verdadera, como el mallorquín Ramón Llull, legó a la cultura de Occidente, con ese genial librito titulado Diálogo del gentil y los tres sabios, lecciones tan magistrales de tolerancia y libertad religiosa, que debieran aprenderse –ahora-, por patriotismo al menos, algunos de nuestros laicistas, para saber distinguir bien entre –porque no lo saben- entre laicismo –que es intolerancia y totalitarismo- y laicidad, que es respeto a la conciencia y a las ideas de todos; debiendo a respetar todo eso y algo más los que nos mandan.
Es verdad, como expresa J. Marías en sus ensayos sobre “los españoles”, que, siendo fáciles en aventurar la vida por los más graves y nobles ideales, somos remisos en darla por las cosas pequeñas y cotidianas; esas en que, con las grandes y heroicas gestas, y a pesar de su menor apariencia o brillo, se radica la plena grandeza de las naciones. La baja entidad o calidad en unas u otras restaría quilates al pedigrí completo de los españoles.
Somos “cainitas” con demasiada frecuencia, como se puede ver en esa famosa estrofa de Joaquín Bartrina que preside estas reflexiones.
Siendo “largos en facellas”, somos “cortos en contallas”, tacaños en aplaudir lo nuestro y embobados ante lo que hacan, dicen o pontifican los demás. Este dichoso “plebeyismo” que resalta y censura Ortega al decir, en uno de sus ensayos magistrales –el dedicado a zaherir las democracias morbosas-, hace estragos entre nosotros y lo traduce en la frase del comienzo del ensayo: “Las cosas buenas que por el mundo acontecen tienen en España solo un pálido reflejo. En cambio, las malas repercuten con increíble eficacia y adquieren entre nosotros mayor intensidad que en parte alguna”.
En fin, creo firmemente que el “orgullo” de ser español es perfectamente parantonable al de ser inglés, francés o sueco, si no más…
Y aunque –aún ahora- gentuza como –no hace tanto- el impresentable Sr. Torra Pla nos dedique una sarta de insultos que ya nadie recuerda ni se tienen en cuenta por quienes, anhelando poltronas, no tienen inconveniente en pactar con él y sus afines, sabido y cierto es lo que el “chascarrillo” vulgar anota: que “cuando el burro se finge caballo, tarde o temprano rebuzna”. Esperemos frutos de los diálogos de sordos y veremos cosas apabullantes; eso si, muy bien vendidas.
En fin, que debiéramos ser inconformistas para no ser ilusos y no debiéramos nunca olvidar que todas las “leyendas negras” tienen dos caras como las falsas monedas: el anverso, que es la media verdad y el reverso que es la mentira completa.
Y para cerrar, esto más.
No tanto con nuestras naranjas y nuestro sol, con nuestro folklore o nuestros monumentos ha de hacerse la “Marca España”. Es ante todo con el culto a los “valores” que nos han hecho pueblo y nación –no pueblos y naciones como algunos sueñan despiertos- y que nos han ahormado a lo largo de la Historia entera de España como ha de hacerse la “Marca España”.
Sin “baja” ni “alta” estima; con la estima justa que nos libre de ser fanfarrones y nos evite ser idiotas.
Esa estima justa que parece poco y es tanto a la hora de madurar los hombres y los pueblos.
Ser “Marca España” ha de ser un honor y un reto para los españoles
Y cuando nos insulta impunemente el Sr. Torra Pla o cualquier otro necio de fuera o de dentro, el orgullo de ser español –equilibrado y serio, a pesar de las naturales sombras será un primer activo de la “Marca España”. Como lo son las medallas de oro de nuestros deportistas, la garra y tesón de Nadal o el discreto encanto de la medianía que, en esta España de hpy, se decide por hacer lo que se debe hacer: desde ser padre o madre a secas, o joven capaz de ir o nadar contra la corriente, o un cualquiera que, ante la Tv o las propagandas, no se queda en “pazguato” acrítico como nos hemos quedado durante siglos ante la Leyenda Negra.
Eso también es la “Marca España”. Tu y yo podemos ser esa “marca” y no tan sólo las naranjas de Valencia o los Toros de Guisando.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
saber dónde vio la luz del sol
Si alaba Inglaterra, será inglés
Si reniega de Prusia, es un francés
y si habla mal de España... es español.
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La “baja autoestima” de los españoles es noticia estos días y, en un primer momento, objeto de comentarios –no siempre benevolentes y sobre todo ecuánimes- en los foros y mentideros del país.
Al parecer de una reciente estadística, España y los españoles somos uno de los colectivos con la más baja autoestima del continente. Que nos tenemos en menos de lo que somos; que nos va bien un discreto masoquismo y disfrutamos poniendo cara de bobos o pánfilos ante cualquier demostración de los extraños por vulgar o cretina que fuere; que “lo nuestro” -a fuerza de repetírse nos lo hemos creído-, por bueno que sea o parezca, siempre será menos que “lo de fuera”.
Parece como si –al asomarnos al exterior- nos invadieran los complejos y tuviéramos envidia de la flema de los ingleses, de la estólida cordura de los alemanes, o del modo como estornudan los lapones o los suecos, que, por cierto, en nada se diferencia del modo hispano de estornudar. Como si lo nuestro –nuestros ríos y montañas, nuestro sol y nuestra vida, nuestros literatos e inventores, nuestras catedrales y castillos, nuestros descubrimientos y gestas- fuera nada o muy poco al lado de lo que otros pueblos son y tienen.
¿No es cierto que algo de verdad hay en este “cliché” que de nosotros mismos tenemos, cuando nos comparamos con los de fuera, sobre todo si son europeos o americanos del norte?
¿No es verdad que esta “baja auto-estima” contribuye a que los demás se envalentonen y nos miren por encima del hombro como si en muchas cosas ellos no fueran tanto o más pigmeos o cretinos que nosotros?
Esos complejos ¿no nos inducen estúpidamente a una especie de fatalismo senequista, de aceptar -resignados- que nos tengan por lo que no somos?
Pero como no es cosa, ni de predicar “cruzadas” redentoras, ni de evocar más de la cuenta la serie de los posibles complejos adheridos a nuestra famosa “piel de toro”; y como tampoco se trata de hacer panegíricos alocados a nuestras virtudes y potenciales –quitando algo de aire a la fuerza de la estadística en cuestión-, tres o cuatro ideas pueden ser suficientes para reflexionar un poco sobre este síndrome, que puede muy bien ser considerado uno de nuestros varios “demonios nacionales”, que nos tientan y nos vencen, sin tomar en cuenta que, a otros, les tientan y vencen los suyos propios.
Esta historia nos viene de lejos y posiblemente debamos rebobinarla para sazonarla con razones y no con emociones o vísceras. Anotemos, de todos modos, al comenzar que, cuando se habla de España y de los españoles, hay que andarse con cuidado para no dejarse llevar ni de un entusiasmo triunfal ni de un derrotismo estéril. El justo equilibrio estará, como siempre, en ese “término medio” que, desde Aristóteles, se viene predicando por la filosofía. Tan malo es el pecado de “creerse” más que los otros que el de tenerse por nada o poco más.
Que España y los españoles hemos hecho grandes cosas en la historia del mundo es archisabido.
Que España y los españoles, en esa misma historia, hemos sido objeto predilecto de envidia por quienes no eran Imperio entonces; ni habían descubierto nuevos mundos; ni llevado a las Américas lo mejor de sí mismos –con algunas cosas menos santas y algunos errores que no eran -ppr otra parte- nuestros en exclusiva,- también se me antoja claro.
Como no lo es menos que esa ”envidia” -que, como toda la envidia, tiene la faz lívida, es atrabiliaria y ni come ni deja comer- cayera en Leyenda Negra al ser orquestada por tantos; por la “doble personalidad” del obispo de Chiapas, elogiado más de la cuenta y razón, por nuestros perseguidores; por los afligidos –allende nuestras fronteras- con la verdad insigne de que “en España” nunca se pusiera el sol”.
Tan insana y falsaria “leyenda” no fue tanto cosa nuestra –solo en parte lo ha sido-, como de toda una “tropa” de conjurados resentidos y envidiosos – y de toda laya y fuste: franceses, ingleses, flamencos y valones, protestantes y el largo etcétera de todos los que, ayer y hoy, desde hace siglos, se encargaron, con saña siempre y a veces con harta malicia y falsedad, de tender, en torno a España y los españoles, una implacable, tupida y abusiva, en casi todo, estela de negra sombra, que, a más de opacar nuestra fisonomía, nos ha cerrado parte de los caminos por donde teníamos derecho a ir.
Aceptarlo por nuestra parte es, o hacer el juego a los que nos odian y nos dedican sus resentimientos, o dar el “visto bueno” a unos complejos, que no hay razón alguna para tener.
Que tenemos defectos, ¡quién lo duda!!! ¿Es que van a tenerlos solamente los que nos denigran? Entre otras cosas, somos locuaces más de la cuenta; fanfarrones a veces; pícaros cuando se tercia. Es verdad.
Pero nuestras virtudes no son menos ni menores que nuestros vicios.
Que aprendimos a ser tolerantes, antes que nadie y mucho más que otros, tras siete siglos de convivencia forzada con otras ideas y con otras creencias. Porque no se luchó -en los siglos de Reconquista- contra la religión de los “moros”, sino contra unos invasores de nuestro territorio. Y hasta en nuestras Leyes de Partida está escrito y mandado que la fe en Dios ha de ser libre o no es fe verdadera. Y escritores de la Hispania verdadera, como el mallorquín Ramón Llull, legó a la cultura de Occidente, con ese genial librito titulado Diálogo del gentil y los tres sabios, lecciones tan magistrales de tolerancia y libertad religiosa, que debieran aprenderse –ahora-, por patriotismo al menos, algunos de nuestros laicistas, para saber distinguir bien entre –porque no lo saben- entre laicismo –que es intolerancia y totalitarismo- y laicidad, que es respeto a la conciencia y a las ideas de todos; debiendo a respetar todo eso y algo más los que nos mandan.
Es verdad, como expresa J. Marías en sus ensayos sobre “los españoles”, que, siendo fáciles en aventurar la vida por los más graves y nobles ideales, somos remisos en darla por las cosas pequeñas y cotidianas; esas en que, con las grandes y heroicas gestas, y a pesar de su menor apariencia o brillo, se radica la plena grandeza de las naciones. La baja entidad o calidad en unas u otras restaría quilates al pedigrí completo de los españoles.
Somos “cainitas” con demasiada frecuencia, como se puede ver en esa famosa estrofa de Joaquín Bartrina que preside estas reflexiones.
Siendo “largos en facellas”, somos “cortos en contallas”, tacaños en aplaudir lo nuestro y embobados ante lo que hacan, dicen o pontifican los demás. Este dichoso “plebeyismo” que resalta y censura Ortega al decir, en uno de sus ensayos magistrales –el dedicado a zaherir las democracias morbosas-, hace estragos entre nosotros y lo traduce en la frase del comienzo del ensayo: “Las cosas buenas que por el mundo acontecen tienen en España solo un pálido reflejo. En cambio, las malas repercuten con increíble eficacia y adquieren entre nosotros mayor intensidad que en parte alguna”.
En fin, creo firmemente que el “orgullo” de ser español es perfectamente parantonable al de ser inglés, francés o sueco, si no más…
Y aunque –aún ahora- gentuza como –no hace tanto- el impresentable Sr. Torra Pla nos dedique una sarta de insultos que ya nadie recuerda ni se tienen en cuenta por quienes, anhelando poltronas, no tienen inconveniente en pactar con él y sus afines, sabido y cierto es lo que el “chascarrillo” vulgar anota: que “cuando el burro se finge caballo, tarde o temprano rebuzna”. Esperemos frutos de los diálogos de sordos y veremos cosas apabullantes; eso si, muy bien vendidas.
En fin, que debiéramos ser inconformistas para no ser ilusos y no debiéramos nunca olvidar que todas las “leyendas negras” tienen dos caras como las falsas monedas: el anverso, que es la media verdad y el reverso que es la mentira completa.
Y para cerrar, esto más.
No tanto con nuestras naranjas y nuestro sol, con nuestro folklore o nuestros monumentos ha de hacerse la “Marca España”. Es ante todo con el culto a los “valores” que nos han hecho pueblo y nación –no pueblos y naciones como algunos sueñan despiertos- y que nos han ahormado a lo largo de la Historia entera de España como ha de hacerse la “Marca España”.
Sin “baja” ni “alta” estima; con la estima justa que nos libre de ser fanfarrones y nos evite ser idiotas.
Esa estima justa que parece poco y es tanto a la hora de madurar los hombres y los pueblos.
Ser “Marca España” ha de ser un honor y un reto para los españoles
Y cuando nos insulta impunemente el Sr. Torra Pla o cualquier otro necio de fuera o de dentro, el orgullo de ser español –equilibrado y serio, a pesar de las naturales sombras será un primer activo de la “Marca España”. Como lo son las medallas de oro de nuestros deportistas, la garra y tesón de Nadal o el discreto encanto de la medianía que, en esta España de hpy, se decide por hacer lo que se debe hacer: desde ser padre o madre a secas, o joven capaz de ir o nadar contra la corriente, o un cualquiera que, ante la Tv o las propagandas, no se queda en “pazguato” acrítico como nos hemos quedado durante siglos ante la Leyenda Negra.
Eso también es la “Marca España”. Tu y yo podemos ser esa “marca” y no tan sólo las naranjas de Valencia o los Toros de Guisando.
SANTIAGO PANIZO ORALLO