La sombra del asesino - 6-VIII-2018
La anécdota con que quiero lastrar hoy mid reflexiones es evocadora sin duda. Puede serlo de un “sinsentido”, el que representa el “mundo del revés”; aunque no sea eso lo que yo quiero evocar con ella, sino sólo ascendentes y expansivas sensaciones. Según se la mire, será una cosa o la otra.
Que “dos y dos sean tres”, como exige ese mundo invertido, y no “cuatro” como mandan el buen sentido y la verdad, es algo de lo mucho que expresa la anécdota que prometo es algo de lo que hoy se nos quiere hacer tragar desde foros menos ilustrados de lo que quieren aparentar. Opero “dos y dos” deban ser “cuatro”, mál que pese a ciertos “ilustrados”.
Se cuenta de uno de los filósofos idealistas y estratosféricos de los ss. XVII y XVIII, Georg Wilhelm Friedrich Hegel. En vida todavía, un crítico le hace notar, al examinar sus teorías: “Maestro, lo que Vd. dice no responde a los hechos”. Hegel, después de mirarle, lapidariamente le contesta: “Pues peor para los hechos” (cfr. J. Hervada, ¿Qué es el matrimonio? En Ius Canonicum, vol. XVII, nro. 33, enero-junio 1.977, pags. 17-32).
Arrancan estas reflexiones de hoy con idea de resaltar lo grotesco que puede ser –en el orden de las magnitudes reales y no de las utopías o los idealismos feraces- mantener que no ha de ser nuestro pensamiento el que ha de amol¬darse a la realidad, sino que es la realidad la que debe configurarse al gusto y criterio de nuestro pensamiento. En esta filosofía se radica uno de os peores males de lo tiempos y es causa de muchas de nuestras actuales desventuras individuales o sociales.
Pensemos un poco
- - -- -
Si alargada es la sombra del ciprés como evoca el título de Delibes, es posible que la del asesino no lo sea menos. Y es que su huella, la del asesino, menos benéfica y sobre todo más opaca y patógena que la de los cipreses, oscurece todo lo que toca y y pone hielo en lugar de frescor en quienes rozan cualquiera de sus flecos o perfiles.
No se deja de ser asesino porque se cumpla, en todo o en parte, la condena impuesta por un juez en aplicación de la ley; ni se deja de serlo porque el asesino logre zafarse de la pena o castigo. Ser asesino, como ser contrahecho, ganapán o hijo de perra, se podrá lavar, limpiar o decorar, sobre todo socialmente, cumpliendo la pena, pero raer de la efigie de un hombre el estigma….. no!. Quien asesina, aunque sea una vez, es asesino hecho y derecho, y su historia será siempre la de un asesino, aunque haya matices entre el que purga la pena o se arrepiente y el que recalcitra y se empecina en su bravuconería maleante.
Que una cosa es no tener cuentas pendientes con la ley y otra, bien distinta, es hacer que lo que fue no sea; que los hechos, por mor de idealismos hegelianos, tan pintorescos como estupefacientes hagan de la realidad y de los hechos un producto del pensamiento y no –como es en verdad- del pensamiento, una copia más o menos libre –eso sí- de la realidad; que en ello entratrían las perspectivas, las hipòtesos lo los modos parciales de verdad.
Es la noticia del día. El domingo salía, rodeado de familiares, de una cárcel en Salamanca, en que pasdara los últimos años de reclusión. Rodeado de familiares; erguido e impasible al parecer, para dirigirse a Lasarte, de donde es natural, y después seguir su vida tras los 31 años de internamiento en cárceles de Francia y España, dando de este modo por cumplida una condena judicial de tres mil años con esos 31 efectivos: ni un año siquiera de cárcel por cada asesinato. Sublime reealmente!
Esta realidad, chocante a la razón de cualquiera –ni un año de cárcel por cada asesinato cometido-, es un hecho; que los jueces con su sentencia abonan y proclaman; siendo la misma ley, en cuya virtud se le condena, la que permite que ni una año de cárcel hubiera de cumplir por cada asesinato.
¿Es posible?, se preguntarían hoy atónitos los asesinados si no les hubieran quitado la voz con metralla o bombas
¿Es posible?, gritan hoy a coro los familiares y amigos de los asesinados, impotentes ante unas leyes tan laxas que casi están invitando a quebrantarlas y reincidir.
¿Es posible?, musita hoy también la parte más sana de una sociedad capitidisminuida y hasta ninguneada por asombrosas e irreales ideologías minoritarias, como la del famoso “buenismo” –tan falso como0 el “beso de Judas”-, y, además de eso, sin pulso, anestesiada y a veces cómplice voluntario por omisión.
Pero dejemos al apelado Santi Potros –el seudónimo de guerra del asesino- dándose el gustazo de ver el mundo y su propia historia desde su atalaya de “gudari” heroico -¡qué risa!- y mirando al mundo –el de sus víctimas sobre todo, y que no son tan solo las que están bajo tierra sino también sus familiares y deudos, y muchos más incluso porque a todos los hombres y mujderes de bien llegan de alguna manera las salpicaduras de sus desmanes impenitentes o pertinaces. Que se tome “chiquitos” a su gusto y al del coro de sus cómplices –los que ayer y hoy se han dedicado a coger las nueces-. Y –a la vista de las leyes y los legisladores, de los jueces y de la justicia, de los que le aplauden hoy y de los que le preparan el homenaje de mañana o pasado-, hagámonos la pregunta fundamental: de quién es la culpa de que un asesino, con más de treinta asesinatos a la espalda salga limpio de responsabilidades sociales –no de las otras, que también las hay y no se rigen, gracias a Dios, por estas leyes laxas-; cuál es la razón de que la verdad y de la justicia de verdad tengan que rendirse a la fuerza de unas leyes que permiten estas cosas, por mucho y pos más que la gente de buen sentido, que aún queda en este país, se sienta mal, insegura, injustamente tratada y potreada por una justicia de risa?
Tienen la culpa de ello los jueces que aplican las leyes?
O es más bien la responsabilidad de los legisladores, de los que hacen las leyes, de los que las proyectan y les dan vigor?
Cualquier jurista sabe de sobra que es y ha de ser “la boca” del juez la que “diga” o pronuncie el derecho. Sin embargo, los jueces –por más que ejerzan o practiquen el “ius dicere” por medio de sus autos y sentencias, no dan, ni pueden dar, curso y vigor a las leyes que -por su misión- aplican al caso concreto y controvertido. Las leyes las hacen los gobernantes y los políticos; los gobernantes desde los Consejos de ministros y los políticos desde las planas mayores de los partidos. Y eso, sacar las leyes justas y meter en ellas - sin pasarse, pero sin quedarse atrás, es decir, no más aunque tampoco menos- tiene más miga de lo que parece, en términos sobre todo de madurez tanto política como jurídica y social. Y como esa madurez ni se compra ni se vende, ni la puede dar el dedo todopoderoso del jefe de turno, ni la garantizan “curriculos” engordados artificiosamente, no es será extraño que la mano que hace el derecho sepa de leyes o sociología lo que un cocinero de capar ratones: n ada o muy poco. Y no digamos si los que hacen las leyes llevaran en su punto de mira –en lugar del bien común y de todos- sus personales intereses, los votos, el sillón o la poltrona; o –lo que aún sería peor- sus ideologías con las adyacentes fobias y filias. Como esa, por ejemplo, del llamado “buenismo”, que no suele quedar en otra cosa que en un remedo o edición corregida y puesta al día del cuento de la lechera.
Se ha de respetar a los jueces y tribunales, por principio, mientras cumplan y apliquen las leyes y no se dediquen ellos mismos a enmendar las leyes o interpretarlas más allá de lo que dan de si en su letra y espíritu.
Y no se deberá callar ante los gobernantes y políticos que, al hacer leyes. se escudan tras ideologías o idealismos más higuelianos que platónicos, más sectarios que justos, hasta hacer recordar aquel duro pensamiento que Ortega expone en su Prólogo para franceses, de La rebelión de las masas, cuando dice que “ser de la izquierda, como ser de la derecha, es una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil”.
Y dejando ya en paz el enojoso tema de la negra y alargada sombra del asesino, de todos los asesinos realmente, vayan –para cerrar- mis reflexiones hoy a dos pinceladas gratas y de tono expansivo y vivaz.
Al regresar de Oviedo esta tarde, de la clínica Fdez. Vega, en que tratan mis males y precariedades visuales, me llama Yolanda, magistrada, antigua alumna donostiarra y espíritu libre donde los haya; no se casa a ciegas –creo yo- con nadie, ni con la ley y la estruja como si de un limón se tratara para sacarle todo el jugo de justicia y razón que pueda llevar dentro (a pesar de los “handicap” anteriormente mentados). Llega –me dice- de Comodo, en Indonesia, de la isla de los dragones, de vérselas con unas inmensas “lagartijas” de más de tres metros que no acostumbran hacer preguntas antes de soltar el veneno. Es intrépida y no vuelve asustada o recelosa sino animosa. Y es que un juez o jueza, viéndoselas con “dragones” así, no hace turismo precisamente, sino más de su oficio y misión.
Y después de Yolanda, Jbor -otro antiguo alumno más reciente; constitucionalista él; y profesor ya de Derecho en un centro universitario. Ibor me llama desde Samos, a donde acaba de llegar tras su etapa de hoy, del Camino de Santiago, en bicicleta. Me envía una foto de ayer, subido, con Alejandro, su amigo, y las bicicletas, al pedregal devoto de la “Cruz de Ferro”, que deja Maragatería y atisba El Bierzo, en pleno Foncebadón. Hoy, me dice, acaban de llegar a Samos desde Villafranca, subiendo hasta el Cebreiro desde Vega de Valcarce, por Herrerías y La Faba hasta olfatear el Santo Grial; y después, por los altos de San Francisco y El Poyo a Triacastela y Samos, en un recorrido vestido, a trechos, de amarillo flor de escoba, de piornos y cantueso, hasta darse de bruces nada menos que con la cuna ilustrada del P. Feijoo, y sus huellas aín vigentes de piedra y pizarra.
Cuando s una mujer de pro, libre y liberada donde las haya, como Yolanda, no le arredra vérselas con dragones que sueltan veneno; y a dos jóvenes modernos y enteros como Ibor y Alejandro no les da complejos tomar una bicicleta y sudar por las empinadas cuestas del Cebreiro y El Poyo hasta Compostela, creo que lo de Santi Potros, o la sombra del asesino, por alargada que sea, merece otro relieve que el de lamentarla y lamentar, a la vez, unas leyes que, por “buenistas” y laxas, desentonan en el concierto de las democracias más limpias de nuestro entorno más próximo.
Este lunes de agosto, al final del viaje a Oviedo, con mi ojo derecho, quejándose aún del asalto de la aguja de la inyección, nos detuvimos unos momentos en El puente de las Palomas, cerca de Pedrafita de Babia y Somiedo, para admirar de nuevo la serena belleza y rima de las brañas babianas, espejeantes de un ya pálido verdor, y oír, a nuestros pies, el ruido sordo y recio del Sil, allí abajo, nunca cansado de pulir el hondón de la roca de basalto y piedra caliza que lleva horadando miles o millones de años, sin pasar un solo día sin hacerlo.
A lo lejos, un pespunte de fulgor cárdeno adornaba el cielo y el atardecer berciano, que, siendo cálido, se perfilaba prometedor y verde esmeralda hasta más no poder.
Ya de noche, contar estrellas es un quehacer casi divino. ¡Palabra!!!
SANTIAGO PANIZO ORALLO
Que “dos y dos sean tres”, como exige ese mundo invertido, y no “cuatro” como mandan el buen sentido y la verdad, es algo de lo mucho que expresa la anécdota que prometo es algo de lo que hoy se nos quiere hacer tragar desde foros menos ilustrados de lo que quieren aparentar. Opero “dos y dos” deban ser “cuatro”, mál que pese a ciertos “ilustrados”.
Se cuenta de uno de los filósofos idealistas y estratosféricos de los ss. XVII y XVIII, Georg Wilhelm Friedrich Hegel. En vida todavía, un crítico le hace notar, al examinar sus teorías: “Maestro, lo que Vd. dice no responde a los hechos”. Hegel, después de mirarle, lapidariamente le contesta: “Pues peor para los hechos” (cfr. J. Hervada, ¿Qué es el matrimonio? En Ius Canonicum, vol. XVII, nro. 33, enero-junio 1.977, pags. 17-32).
Arrancan estas reflexiones de hoy con idea de resaltar lo grotesco que puede ser –en el orden de las magnitudes reales y no de las utopías o los idealismos feraces- mantener que no ha de ser nuestro pensamiento el que ha de amol¬darse a la realidad, sino que es la realidad la que debe configurarse al gusto y criterio de nuestro pensamiento. En esta filosofía se radica uno de os peores males de lo tiempos y es causa de muchas de nuestras actuales desventuras individuales o sociales.
Pensemos un poco
- - -- -
Si alargada es la sombra del ciprés como evoca el título de Delibes, es posible que la del asesino no lo sea menos. Y es que su huella, la del asesino, menos benéfica y sobre todo más opaca y patógena que la de los cipreses, oscurece todo lo que toca y y pone hielo en lugar de frescor en quienes rozan cualquiera de sus flecos o perfiles.
No se deja de ser asesino porque se cumpla, en todo o en parte, la condena impuesta por un juez en aplicación de la ley; ni se deja de serlo porque el asesino logre zafarse de la pena o castigo. Ser asesino, como ser contrahecho, ganapán o hijo de perra, se podrá lavar, limpiar o decorar, sobre todo socialmente, cumpliendo la pena, pero raer de la efigie de un hombre el estigma….. no!. Quien asesina, aunque sea una vez, es asesino hecho y derecho, y su historia será siempre la de un asesino, aunque haya matices entre el que purga la pena o se arrepiente y el que recalcitra y se empecina en su bravuconería maleante.
Que una cosa es no tener cuentas pendientes con la ley y otra, bien distinta, es hacer que lo que fue no sea; que los hechos, por mor de idealismos hegelianos, tan pintorescos como estupefacientes hagan de la realidad y de los hechos un producto del pensamiento y no –como es en verdad- del pensamiento, una copia más o menos libre –eso sí- de la realidad; que en ello entratrían las perspectivas, las hipòtesos lo los modos parciales de verdad.
Es la noticia del día. El domingo salía, rodeado de familiares, de una cárcel en Salamanca, en que pasdara los últimos años de reclusión. Rodeado de familiares; erguido e impasible al parecer, para dirigirse a Lasarte, de donde es natural, y después seguir su vida tras los 31 años de internamiento en cárceles de Francia y España, dando de este modo por cumplida una condena judicial de tres mil años con esos 31 efectivos: ni un año siquiera de cárcel por cada asesinato. Sublime reealmente!
Esta realidad, chocante a la razón de cualquiera –ni un año de cárcel por cada asesinato cometido-, es un hecho; que los jueces con su sentencia abonan y proclaman; siendo la misma ley, en cuya virtud se le condena, la que permite que ni una año de cárcel hubiera de cumplir por cada asesinato.
¿Es posible?, se preguntarían hoy atónitos los asesinados si no les hubieran quitado la voz con metralla o bombas
¿Es posible?, gritan hoy a coro los familiares y amigos de los asesinados, impotentes ante unas leyes tan laxas que casi están invitando a quebrantarlas y reincidir.
¿Es posible?, musita hoy también la parte más sana de una sociedad capitidisminuida y hasta ninguneada por asombrosas e irreales ideologías minoritarias, como la del famoso “buenismo” –tan falso como0 el “beso de Judas”-, y, además de eso, sin pulso, anestesiada y a veces cómplice voluntario por omisión.
Pero dejemos al apelado Santi Potros –el seudónimo de guerra del asesino- dándose el gustazo de ver el mundo y su propia historia desde su atalaya de “gudari” heroico -¡qué risa!- y mirando al mundo –el de sus víctimas sobre todo, y que no son tan solo las que están bajo tierra sino también sus familiares y deudos, y muchos más incluso porque a todos los hombres y mujderes de bien llegan de alguna manera las salpicaduras de sus desmanes impenitentes o pertinaces. Que se tome “chiquitos” a su gusto y al del coro de sus cómplices –los que ayer y hoy se han dedicado a coger las nueces-. Y –a la vista de las leyes y los legisladores, de los jueces y de la justicia, de los que le aplauden hoy y de los que le preparan el homenaje de mañana o pasado-, hagámonos la pregunta fundamental: de quién es la culpa de que un asesino, con más de treinta asesinatos a la espalda salga limpio de responsabilidades sociales –no de las otras, que también las hay y no se rigen, gracias a Dios, por estas leyes laxas-; cuál es la razón de que la verdad y de la justicia de verdad tengan que rendirse a la fuerza de unas leyes que permiten estas cosas, por mucho y pos más que la gente de buen sentido, que aún queda en este país, se sienta mal, insegura, injustamente tratada y potreada por una justicia de risa?
Tienen la culpa de ello los jueces que aplican las leyes?
O es más bien la responsabilidad de los legisladores, de los que hacen las leyes, de los que las proyectan y les dan vigor?
Cualquier jurista sabe de sobra que es y ha de ser “la boca” del juez la que “diga” o pronuncie el derecho. Sin embargo, los jueces –por más que ejerzan o practiquen el “ius dicere” por medio de sus autos y sentencias, no dan, ni pueden dar, curso y vigor a las leyes que -por su misión- aplican al caso concreto y controvertido. Las leyes las hacen los gobernantes y los políticos; los gobernantes desde los Consejos de ministros y los políticos desde las planas mayores de los partidos. Y eso, sacar las leyes justas y meter en ellas - sin pasarse, pero sin quedarse atrás, es decir, no más aunque tampoco menos- tiene más miga de lo que parece, en términos sobre todo de madurez tanto política como jurídica y social. Y como esa madurez ni se compra ni se vende, ni la puede dar el dedo todopoderoso del jefe de turno, ni la garantizan “curriculos” engordados artificiosamente, no es será extraño que la mano que hace el derecho sepa de leyes o sociología lo que un cocinero de capar ratones: n ada o muy poco. Y no digamos si los que hacen las leyes llevaran en su punto de mira –en lugar del bien común y de todos- sus personales intereses, los votos, el sillón o la poltrona; o –lo que aún sería peor- sus ideologías con las adyacentes fobias y filias. Como esa, por ejemplo, del llamado “buenismo”, que no suele quedar en otra cosa que en un remedo o edición corregida y puesta al día del cuento de la lechera.
Se ha de respetar a los jueces y tribunales, por principio, mientras cumplan y apliquen las leyes y no se dediquen ellos mismos a enmendar las leyes o interpretarlas más allá de lo que dan de si en su letra y espíritu.
Y no se deberá callar ante los gobernantes y políticos que, al hacer leyes. se escudan tras ideologías o idealismos más higuelianos que platónicos, más sectarios que justos, hasta hacer recordar aquel duro pensamiento que Ortega expone en su Prólogo para franceses, de La rebelión de las masas, cuando dice que “ser de la izquierda, como ser de la derecha, es una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil”.
Y dejando ya en paz el enojoso tema de la negra y alargada sombra del asesino, de todos los asesinos realmente, vayan –para cerrar- mis reflexiones hoy a dos pinceladas gratas y de tono expansivo y vivaz.
Al regresar de Oviedo esta tarde, de la clínica Fdez. Vega, en que tratan mis males y precariedades visuales, me llama Yolanda, magistrada, antigua alumna donostiarra y espíritu libre donde los haya; no se casa a ciegas –creo yo- con nadie, ni con la ley y la estruja como si de un limón se tratara para sacarle todo el jugo de justicia y razón que pueda llevar dentro (a pesar de los “handicap” anteriormente mentados). Llega –me dice- de Comodo, en Indonesia, de la isla de los dragones, de vérselas con unas inmensas “lagartijas” de más de tres metros que no acostumbran hacer preguntas antes de soltar el veneno. Es intrépida y no vuelve asustada o recelosa sino animosa. Y es que un juez o jueza, viéndoselas con “dragones” así, no hace turismo precisamente, sino más de su oficio y misión.
Y después de Yolanda, Jbor -otro antiguo alumno más reciente; constitucionalista él; y profesor ya de Derecho en un centro universitario. Ibor me llama desde Samos, a donde acaba de llegar tras su etapa de hoy, del Camino de Santiago, en bicicleta. Me envía una foto de ayer, subido, con Alejandro, su amigo, y las bicicletas, al pedregal devoto de la “Cruz de Ferro”, que deja Maragatería y atisba El Bierzo, en pleno Foncebadón. Hoy, me dice, acaban de llegar a Samos desde Villafranca, subiendo hasta el Cebreiro desde Vega de Valcarce, por Herrerías y La Faba hasta olfatear el Santo Grial; y después, por los altos de San Francisco y El Poyo a Triacastela y Samos, en un recorrido vestido, a trechos, de amarillo flor de escoba, de piornos y cantueso, hasta darse de bruces nada menos que con la cuna ilustrada del P. Feijoo, y sus huellas aín vigentes de piedra y pizarra.
Cuando s una mujer de pro, libre y liberada donde las haya, como Yolanda, no le arredra vérselas con dragones que sueltan veneno; y a dos jóvenes modernos y enteros como Ibor y Alejandro no les da complejos tomar una bicicleta y sudar por las empinadas cuestas del Cebreiro y El Poyo hasta Compostela, creo que lo de Santi Potros, o la sombra del asesino, por alargada que sea, merece otro relieve que el de lamentarla y lamentar, a la vez, unas leyes que, por “buenistas” y laxas, desentonan en el concierto de las democracias más limpias de nuestro entorno más próximo.
Este lunes de agosto, al final del viaje a Oviedo, con mi ojo derecho, quejándose aún del asalto de la aguja de la inyección, nos detuvimos unos momentos en El puente de las Palomas, cerca de Pedrafita de Babia y Somiedo, para admirar de nuevo la serena belleza y rima de las brañas babianas, espejeantes de un ya pálido verdor, y oír, a nuestros pies, el ruido sordo y recio del Sil, allí abajo, nunca cansado de pulir el hondón de la roca de basalto y piedra caliza que lleva horadando miles o millones de años, sin pasar un solo día sin hacerlo.
A lo lejos, un pespunte de fulgor cárdeno adornaba el cielo y el atardecer berciano, que, siendo cálido, se perfilaba prometedor y verde esmeralda hasta más no poder.
Ya de noche, contar estrellas es un quehacer casi divino. ¡Palabra!!!
SANTIAGO PANIZO ORALLO