Agustín de Hipona y Juan XXIII en la guerra de Ucrania
La paz de una ciudad es la concordia bien ordenada en el gobierno y en la obediencia de los ciudadanos (San Agustín).
Error, pecado, cisma, vicio es obra del hombre; el hombre, en cambio, es obra de Dios. Perezca lo que el hombre hizo y sálvese lo que hizo Dios.
Deseo releer el “De civitate Dei” de san Agustín y convertirme aquella doctrina en jugo y sangre para juzgar todo, ante quien se acerca a mi ministerio, con sabiduría que ilumine y conforte (San Juan XXIII en el “Diario del alma”).
Duele y confunde que el dictador del Kremlin y su confidente Kirill I, el metafísico, fomentando en Ucrania una guerra tan injusta y devastadora, y haciendo caso omiso a las reconvenciones internacionales, no lo entiendan así.
Deseo releer el “De civitate Dei” de san Agustín y convertirme aquella doctrina en jugo y sangre para juzgar todo, ante quien se acerca a mi ministerio, con sabiduría que ilumine y conforte (San Juan XXIII en el “Diario del alma”).
Duele y confunde que el dictador del Kremlin y su confidente Kirill I, el metafísico, fomentando en Ucrania una guerra tan injusta y devastadora, y haciendo caso omiso a las reconvenciones internacionales, no lo entiendan así.
Hace unos años publiqué en Religión y Cultura un artículo titulado «San Agustín en la “Pacem in Terris”», ampliación de mi conferencia inaugural del año académico 2013-2014 en El Escorial. La guerra que actualmente se libra en Ucrania por culpa del megalómano del Kremlin y de su íntimo amigo el patriarca ruso, Kirill I, el metafísico, de un lado, y la conversión de san Agustín el 24 de abril, de otro, me llevan de nuevo al documento(= PT). Sabido es que san Juan XXIII decidió incluir en él un texto agustiniano sobre la paz, que cualquier avezado lector, de proponérselo, hallará en La ciudad de Dios (= CD) 19, 13, 1-2. Dice así:
«La paz del cuerpo es el orden armonioso de sus partes. La paz del alma irracional es la ordenada quietud de sus apetencias. La paz del alma racional es el acuerdo ordenado entre pensamiento y acción. La paz entre el alma y el cuerpo es el orden de la vida y la salud en el ser viviente. La paz del hombre mortal con Dios es la obediencia bien ordenada según la fe bajo la ley eterna. La paz entre los hombres es la concordia bien ordenada. La paz doméstica es la concordia bien ordenada en el mandar y en el obedecer de los que conviven juntos. La paz de una ciudad es la concordia bien ordenada en el gobierno y en la obediencia de los ciudadanos. La paz de la ciudad celeste es la sociedad perfectamente ordenada y perfectamente armoniosa en el gozar de Dios y en el mutuo gozo en Dios. La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar».
Para entender correctamente dicho texto, hay que ir al Estambul de 1942. La costumbre de Roncalli de plasmar sus vivencias interiores durante los ejercicios espirituales en su famoso Diario del alma, permite hoy, por fortuna, contar con otro fragmento, primoroso y reluciente como el mismísimo Cuerno de Oro, a cuya vera fue escrito.
«8. Estamos viviendo una época de grandes acontecimientos, y ante nosotros surge el caos. Tanto más necesitamos acudir a los principios básicos del orden social cristiano y juzgar los hechos según la enseñanza evangélica, reconociendo, en el terror y el horror que nos envuelven, las terribles sanciones que la ley divina impone incluso en la tierra. El obispo debe distinguirse en la visión y en la divulgación, como es debido, de esta filosofía de la historia, incluso de la historia que ahora añade páginas de sangre a páginas de desórdenes políticos y socia -377- les. Deseo releer el De civitate Dei de san Agustín y convertirme aquella doctrina en jugo y sangre para juzgar todo, ante quien se acerca a mi ministerio, con sabiduría que ilumine y conforte» (Diario del alma. San Pablo, Madrid 2000, p. 376s).
San Agustín es citado expresamente en la PT dos veces: en el n. 92, nota 56, y el 165, nota 69 (edición española). Para apuntalar el sentido de justicia, Juan XXIII se detiene a precisar derechos y deberes de las comunidades políticas, las cuales no pueden, sin incurrir en delito, procurarse un aumento de riquezas que constituya injuria u opresión injusta de las demás naciones. Y aquí se hace «oportuna a este respecto –dice-- la sentencia de san Agustín: Si se abandona la justicia, ¿qué son los reinos sino grandes latrocinios?» (PT, 92, n. 56: CD4,4). Un interrogante bien actual con lo que Rusia está perpetrando en Ucrania.
Para probar la semejanza entre bandas de ladrones y reinos injustos, san Agustín, en efecto, afirma: «Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas de ladrones a gran escala? Y estas bandas, ¿qué son sino reinos en pequeño? Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo, reparten el botín según la ley por ellos aceptada. Supongamos que a esta cuadrilla se van sumando nuevos grupos de bandidos […] hasta ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos: abiertamente se autodenomina reino, título que a todos luces le confiere no la ambición depuesta, sino la impunidad lograda» (CD 4, 4).
Suele omitirse la casuística agustiniana probando esta tesis: «Con toda finura y profundidad le respondió al célebre Alejandro Magno un pirata caído prisionero. El rey en persona le preguntó: ‘¿Qué te parece tener el mar sometido al pillaje?’ ‘Lo mismo que a ti –respondió- el tener el mundo entero. Sólo que a mí, como trabajo con una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, por hacerlo con toda una flota, te llaman emperador’» (Ib.).
En la segunda Juan XXIII precisa que «la paz no puede darse en la sociedad humana si primero no se da en el interior de cada hombre» (PT, 165).
Citado implícitamente, en cambio, acude al n. 158: «Importa distinguir siempre –dice- entre el error y el hombre que lo profesa, aunque se trate de personas que desconocen por entero la verdad o la conocen sólo a medias en el orden religioso o en el orden de la moral práctica. Porque el hombre que yerra no queda por ello despojado de su condición de hombre, ni automáticamente pierde jamás su dignidad de persona, dignidad que debe ser tenida siempre en cuenta.
Además, en la naturaleza humana nunca desaparece la capacidad de superar el error y de buscar el camino de la verdad. Por otra parte, nunca le faltan al hombre las ayudas de la divina Providencia en esta materia. Por lo cual bien puede suceder que quien hoy carece de la luz de la fe o profesa doctrinas equivocadas, pueda mañana, iluminado por la luz divina, abrazar la verdad.
En efecto, si los católicos, por motivos puramente externos, establecen relaciones con quienes o no creen en Cristo o creen en El de forma equivocada, porque viven en el error, pueden ofrecerles una ocasión o un estímulo para alcanzar la verdad» (PT 158).
Numerosos especialistas siguen este principio agustiniano. La melodía suena según quien toque, claro, pero es siempre la misma: amor al hombre y odio al vicio. Ya en el 401, comentando el Salmo 82, 2, el de Hipona explica: «Se pide que sean destruidos no los hombres, sino los errores» (Sermón 24, 7). Entre el 411-412 predica en Hipona Dyarrito (hoy Bizerta): «Muchos de ellos fueron fructuosamente vencidos, porque en realidad no fueron vencidos. Fue vencido el error humano y salvado el hombre.
En nuestra pugna [católico-donatista], el médico luchaba por nuestra salud [o sea, la unidad], y el enfermo en favor de la fiebre [cisma]. Quienes hicieron caso del consejo del médico vencieron y derrotaron a la fiebre. Ahora los vemos sanos y alegres en la iglesia. Antes blasfemaban contra nosotros porque no nos reconocían como hermanos; la fiebre había perturbado su mente. Pero, a pesar de que nos detestaban y se mostraban crueles con nosotros, los amamos y nos poníamos al servicio de tan crueles enfermos» (Sermón 359,7). Vuelve después del 416: «muera el error y viva el hombre» (Sermón 182,3).
Con todo y con eso, la cita que dio pie al fragmento redactado por Juan XXIII es, sin duda, Diligite homines, interficite-errores de san Agustín a Petiliano (C.litt. Pet. I, 29, 31). El de Hipona escribe este principio tratando de rebatir a su antagonista cismático de Cirta Constantina. Tira de pluma en medio de una cerrada controversia con los donatistas, contexto donde quería encerrar el comportamiento de la Católica: error, pecado, cisma, vicio es obra del hombre; el hombre, en cambio, es obra de Dios. Perezca lo que el hombre hizo y sálvese lo que hizo Dios.
De un planteamiento así salen dos consecuencias importantísimas. La primera es la pena de muerte, considerada incompatible con el fin al que la justicia humana tiende. Si el fin de ésta es perseguir el delito para que el culpable se corrija y si sólo en esta vida es posible corregirse, la pena de muerte le quita al reo dicha posibilidad y lo entrega ineluctablemente a la condena eterna.
Por lo tanto es una consecuencia ilegítima, además de inicua, porque elimina el papel correctivo que la pena siempre debiera poseer: Además de la Ep. 153, Agustín reafirma su oposición a la pena de muerte en el Sermón 13,8: « No lo persigas hasta la muerte, no sea que, persiguiendo el pecado, llegues a perder al hombre»; «No se destruya al hombre, por si se arrepiente y se enmienda».
La segunda consecuencia es la firme y perentoria desaprobación de la tortura, «ad eruendam veritatem» (para averiguar la verdad), es decir, obtener información o confesiones sobre verdaderos o presuntos delitos que se están investigando.
San Agustín tacha de inhumanos y disconformes con la justicia esos actos que, violando la dignidad del hombre y la presunción de inocencia del acusado, dominan en la legislación y en la justicia penal del mundo antiguo y llegan a menudo a tales niveles de crueldad «que bañan el rostro del espectador con un río de lágrimas».
También la etimología detecta presencia agustiniana en la PT gracias a sus cuatro pilares de la paz: verdad, justicia, amor y libertad. De la paz, porque nada hay sobre lo que hablemos tanto y anhelemos más ardientemente, nada tan bueno como la paz (CD 19.11), don de Dios y no realización humana (15.4). De hecho, la paz de la ciudad celestial, la sociedad más ordenada y armoniosa, se realizará al fin de los tiempos (19.13.1). El texto que Juan XXIII suministró a Pavan, tan completo y clásico él, me exime ahora de un exhaustivo análisis al respecto.
Laverdad será fundamento de la paz cuando cada individuo tome consciencia rectamente, más que de los propios derechos, de los propios deberes con los otros. Durante su entera vida, san Agustín procuró investigarla, desarrollarla, seguirla y amarla. Hasta su misma conversión estuvo condicionada por la «necesidad de encontrar la verdad» (Augustinum Hipponensem, I. La conversión; Conf 3,6,10; De b. vita 4).
En cuanto a la justicia,edificará la paz cuando cada uno respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por cumplir plenamente los mismos deberes con los demás. Es elemento esencial del Estado, pues «no puede gobernarse un Estado sin justicia. Porque donde no hay justicia tampoco puede haber un derecho. Lo que se hace según derecho se hace con justicia. Pero lo que se hace injustamente es imposible que sea según derecho.
[…Así que] la conclusión inevitable es que donde no hay justicia no hay Estado » (19, 21, 1). La verdadera justicia política exige que a cada persona se le “dé lo que le es debido”. ¿Llegará el día en que la justicia no sea hermana de la paz, sino de la guerra? (cfr. S. Agustín, ib.).
El -amor será fermento de paz, cuando la gente sienta las necesidades de los otros como propias y comparta con ellos lo que posee, empezando por los valores del espíritu. Finalmente, lalibertad alimentará la paz y le hará fructificar cuando, en la elección de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la razón y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones.
San Agustín establece un contraste entre el amor a la libertad y el deseo de dominar. Cuando se practica una dominación injusta sobre otros, la libertad de movimientos quedará suprimida; la de pensamiento y de palabra, cercenada; la de nivel social perdida; y la que libre a uno de los conflictos y de la muerte, disminuida (CD 1, 4; 3, 21; 6,10; 18,26; Ep. 204).
Juan XXIII disentía de quienes considerasen imposible la paz universal. El 40º aniversario de la PT vino precisamente a coincidir con la Guerra de Irak, injusta e inmoral ella, que se mostró al mundo también como injustificable por la muerte y la destrucción generadas.
El de la PT se reveló, así, un texto que tiene ahora -con la cruel devastación que Rusia está-perpetrando en Ucrania- más vigencia que nunca. La paz en la Tierra no se puede instaurar ni consolidar si no es dentro del pleno respeto del orden establecido por Dios. De ahí que Francisco pidiese en el 50º aniversario que «sirva de estímulo para comprometerse siempre más en promover la reconciliación y la paz a todos los niveles» (A la "Papal Foundation":Ciudad del Vaticano, Jueves 11.4.13 © Copyright 2013 - Libreria Editrice Vaticana).
Consuela que tales ideas provengan de Agustín el Hiponense, aquel inmortal africano cuya conversión celebramos cada año el 24 de abril, sabiamente asimiladas por san Juan XXIII.
Duele, por el contrario, y confunde, que el dictador del Kremlin y su confidente Kirill I, el metafísico, fomentando en Ucrania una guerra tan injusta y devastadora, y haciendo caso omiso a las reconvenciones internacionales, no lo entiendan así. ¿Y si la maldad es tanta que les tiene obnubilada la cabeza?