Celebración de las bodas de plata sacerdotales en el marco de la convivencia del presbiterio de Mérida-Badajoz Por fin, el pin

Reconocimiento por las bodas de plata presbiterales
Reconocimiento por las bodas de plata presbiterales Miguel Ángel García Encinas

La distinción es simplemente una insignia de plata con el cordero que identifica a San Juan Bautista, patrono de la diócesis. Una celebración muy sencilla, discreta y fraterna. El "pin del borrego" es como la estrella del mundial sobre el escudo de la selección: nadie te lo puede quitar y señal de una historia -trancas y barrancas, aciertos y batacazos- plenamente vivida y lograda.

Hacía tiempo que tenía marcada esta fecha, la convivencia navideña del presbiterio de mi diócesis de Mérida-Badajoz, donde cada año se homenajea a aquellos que cumplen sus bodas de oro y plata sacerdotales… porque este año me tocaba a mí. Y disfruté plenamente del momento.

Sí, me ordené en el 2000, y, como ya conté, empecé a celebrarlo junto a la Virgen de Guadalupe, y continué saboreándolo y profundizándolo durante los ejercicios en Loyola. Más tarde armamos un día de encuentro en Sevilla con mis compañeros salesianos de la misma quinta, programado desde ¡abril del año pasado! para lograr coincidir. No hubo condecoraciones aquel viernes de diciembre, pero sí mucho afecto.

Con ellos fue reconfortante apreciar que la distancia y el paso del tiempo no los han convertido en extraños para mí, sino que la conexión sigue vigente a pesar de la divergencia de rutas vitales. Además, nos noté en general mejorados por la experiencia acumulada, más serenos; los mismos jovencitos que llegamos al postulantado en Cádiz (yo tenía 19 años), pero con el conocimiento y el empaque propios de quien ha recorrido ya buena parte del camino. Una jornada estupenda.

Pero el día D era el 7 de enero, y confieso que ya llegué un poco nervioso al seminario. Es una oportunidad en la que se saluda a muchos sacerdotes, pero esta vez con el matiz del reconocimiento por los 25 años. A los homenajeados nos ubicaron en la primera fila del salón de actos. En mi grupo de plata éramos seis, y me ocurría casi lo contrario que con los salesianos en cuanto a relación: había dos africanos nuevos en la diócesis, dos compañeros que conocía de vista y solo con José Antonio Sequeda he tenido más contacto por los veranos, cuando él atiende la capilla de Isla Cristina.

Antonio Manuel salió a pronunciar unas palabras en nombre de nuestro grupo. La verdad es que, si hubiera tenido que hacerlo yo, no creo que hubiese sido capaz, porque estaba muy emocionado. Me venían a la memoria mis inicios en la diócesis, lo arduo de llegar de fuera e integrarte en un colectivo, los compañeros que me acogieron y me ayudaron a dar los primeros pasos como párroco novato: Joaquín Obando y Ángel Vinagre, que ya se fueron con Diosito, José Antonio Salguero, Lolo (que también es de esta promoción), Guadi, autor de la imagen de cabecera de esta entrada, gracias… Y también quienes, más adelante, me sostuvieron y creyeron en mí: Paco Sayago, Antonio Becerra, Juan Román, Antonio Sáenz y otros, todos allí presentes. Qué alegría.

Extrañé mucho a Manolo Calvino, porque además era el delegado del clero y organizaba estos eventos con primor (la comida hubiera sido mucho mejor sin duda con él detrás). Se me saltaban las lágrimas, y ahorita también mientras escribo, recordando sus detalles, su escucha, su delicadeza, su sagacidad evangélica y su camaradería con sabor a crema de queso en su casa de Oliva. Me sigue haciendo mucha falta y sé que se habrá recreado desde el cielo viéndome alcanzar el borrego.

Llegó la hora de subir a recibir la distinción, que es simplemente un pin de plata con el símbolo de la diócesis: el cordero que identifica a San Juan Bautista, nuestro patrón. Aunque era el único que no llevaba alzacuellos, me había comprado, asesorado por mis hermanas Susana y Berta, una chaqueta para la ocasión; pero pucha, no tiene ojal, así que el arzobispo encontró sus dificultades para colocarme la insignia y al final me la puso en el jersey. Así ha sido mi vida en Mérida-Badajoz: como un parto difícil, pero con desenlace feliz; siempre distinto, pero uno más.

Luego, los agasajados nos colocamos entre los concelebrantes principales ¡y con casulla! Unos leyeron las peticiones y a mí me tocó llevar el cáliz. Más tarde, en el almuerzo, ocupamos asientos en la mesa presidencial. Eso fue todo, con algunas fotos entre medio. Por eso me gusta esta celebración, muy sencilla, discreta y fraterna. Ya estoy “empinado”, como dice con chispa Eugenio Campanario, y ya terminaron los festejos. El 6 de mayo, si paro en Iquitos, me iré a tomar un helado de aguaje.

Pero sigo en estado de agradecimiento y una mijita de orgullo, disculpen ustedes. El pin del borrego es como la estrella del mundial sobre el escudo de la selección: nadies te lo puede quitar. La señal de una historia -trancas y barrancas, aciertos y batacazos- plenamente vivida y lograda.

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