«Firmes en la esperanza que profesamos»
Lo más importante de estas horas del Triduo Pascual no tiende a la verdad cristiana, sino a la realidad cristiana. Más que lo gnoseológico, importa lo vital y experiencial.
El camino del Triduo Pascual comprende dos partes fundamentales, a saber: una primera, kerigmática, presenta las obras que Dios ha realizado en la historia por nosotros; la segunda, parenética, las obras a realizar por el hombre.
Naturalmente que la insistencia sobre la realidad cristiana no debe olvidarse de la misma verdad cristiana; la experiencia no tiene que aspirar a sustituir a la teología. Antes al contrario, ha de soportarla y darle eficacia y credibilidad.
Naturalmente que la insistencia sobre la realidad cristiana no debe olvidarse de la misma verdad cristiana; la experiencia no tiene que aspirar a sustituir a la teología. Antes al contrario, ha de soportarla y darle eficacia y credibilidad.
La Iglesia se reclina estos días con especial fervor en el regazo de la Sagrada Liturgia para revivir junto a Cristo los Misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. Que este camino nos lleve a la meta depende del acierto en recorrerlo. Habrá de ser con fe, alegría, humildad, esperanza y confiada oración. También con la capacidad de asombro y estremecimiento que atesore cada uno ante el esplendor de la verdad revelada. Tal vez no sea superfluo recordar el exhorto bíblico: «Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos» (Hb 10,19ss).
La Sagrada Escritura es medicina para los males del hombre, es cierto, pero, como todo fármaco, beneficia sólo a quien la toma, no a quien la maneja o al que simplemente la estudia. Siempre interpela, es verdad, mas sólo percibimos su influencia cuando a ella acudimos con espíritu receptivo. La primera vez que san Agustín se lo propuso fracasó: era soberbio. La Sagrada Escritura convoca y provoca, y esto sólo en aquél que la invoca y a ella se aboca. Y claro es que el punto de partida será diverso en cada uno, según: la incredulidad, el pecado, la indiferencia, la tibieza, el conformismo, la debilidad espiritual, la necesidad de mayor fuerza y santidad, la costumbre remolona de ir tirando sin llegar nunca a romper el vuelo. También nos interpela, por supuesto, la realidad circundante. Si de ella nos desentendemos, nunca seremos capaces de leer los signos de los tiempos.
La palabra de Dios, cuando es obedecida, obra en quienes a ella se entregan la más decisiva y radical de las conversiones: aquella que va del «vivir para mí mismo» al «vivir para el Señor». Todo el esfuerzo aquí tiende a que también nosotros exclamemos como san Pablo: «ninguno de nosotros vive para sí mismo [...] Si vivimos, para el Señor vivimos» (Rm 14, 7s).
En el fondo se trata de vivir / revivir los misterios cristianos. Por eso mismo lo más importante de estas horas del Triduo Pascual no tiende a la verdad cristiana, sino a la realidad cristiana. Más que lo gnoseológico, importa lo vital y experiencial. Porque hay dos modos de considerar el cristianismo y la fe. Uno, preocupado más de la verdad de las cosas (conocimiento gnoseológico). Otro, en cambio, más de su realidad (conocimiento experiencial y vital). En el primero prevalece la actividad del entendimiento; en el segundo, por el contrario, la de la voluntad, o sea, en este caso la de toda la persona.
Para el griego, conocer es «contemplar» el objeto a distancia, en su objetividad e inmovilidad, a fin de extraer de él su «forma», o su «verdad», y hacerla propia. Para la Biblia: es «hacer experiencia» de una cosa. Conocer una cosa, según la Biblia, es entrar en relación con ella, ser por ella interpelado; poseerla y ser por ella poseído, según se trate de una criatura o del Creador. Para Pablo: «conocer a Cristo» significa, pues, experimentar el poder de su resurrección, participar en sus sufrimientos, poseerlo (cf. Flp 3, 10).
Naturalmente que la insistencia sobre la realidad cristiana no debe olvidarse de la misma verdad cristiana; la experiencia no tiene que aspirar a sustituir a la teología. Antes al contrario, ha de soportarla y darle eficacia y credibilidad.
Debe constituir su natural dársena de singladura. Téngase en cuenta que las grandes definiciones dogmáticas de la Iglesia nacieron de la experiencia que los creyentes tenían de aquellas mismas verdades en su vida litúrgica y en su oración.
El camino del Triduo Pascual comprende dos partes fundamentales, a saber: una primera, kerigmática, presenta las obras que Dios ha realizado en la historia por nosotros; la segunda, parenética, las obras a realizar por el hombre. La primera nos presenta a Jesucristo como don que hemos de aceptar a través de la fe; la segunda, a Jesucristo como modelo a imitar mediante la adquisición de las virtudes y la renovación de la vida.
El instrumento con el que san Pablo realiza tal programa es el Evangelio. «Yo -dice- no me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1,16). Y es que nosotros solemos entender el Evangelio como la verdad de Dios, o como el conjunto de las verdades reveladas por Cristo. Pablo, en cambio, nos estimula, en este camino, a descubrirlo como la potencia de Dios. Evangelio aquí equivale a contenido del Evangelio, por aquello que en él viene proclamado: muerte y resurrección de Cristo.
Un camino, pues, basado no sobre la sabiduría (sophia), sino en el kerigma. Camino simple y accesible a todos, ciertamente, que no precisa del conocimiento de ningún lenguaje particular o sistema de pensamiento. La demostración del Evangelio reside en sí mismo; se obtiene desde dentro, no desde fuera. Ocurre como en la luz: que por nada puede ser iluminada, dado que es luz en sí misma. San Agustín ilustra en los sermones de Pascua esta hermosa verdad: Cristo luz, ilumina. Nosotros, somos por él iluminados.
Para que esta Potencia del Evangelio actúe en nosotros, a lo largo de este camino, es preciso que renunciemos a nuestra potencia y seguridad; o sea, que nos vaciemos y hagamos pequeños y humildes como niños; en suma, «obedecer al Evangelio» (Rm 1, 5). Cumple, pues, imitar a Dios, el cual, el primero, para realizar el Evangelio, se vació, se humilló y se hizo obediente hasta la muerte (cf. Flp 2, 7ss).
Hay, con todo y con eso, un ejercicio de piedad donde Jesucristo se vació de modo radical: es el «Via Crucis»: nos permite durante todo el año imprimir cada vez más profundamente en nuestro espíritu el misterio de la Cruz, avanzar junto a Cristo por este camino y de esta manera conformarnos interiormente a Él. Cabría decir, utilizando una expresión de san León Magno, que el «Vía Crucis» nos enseña a «contemplar con los ojos del corazón de Jesús crucificado de manera que reconozcamos en su carne nuestra propia carne» (Sermón 15 sobre la Pasión del Señor).
El misterio pascual no es sólo recuerdo de una realidad pasada. Es sobre todo re-presentación de su muerte y resurrección: también hoy Cristo vence, con su amor, al pecado y a la muerte. El Mal, en todas sus formas, no tiene ni puede tener la última palabra. ¡El triunfo final es siempre de Cristo, de la verdad, del amor! En ello se basa nuestra existencia cristiana.
La fuerza de Jesús es que dona el Espíritu Santo: «Que tu Espíritu, Señor, nos penetre con su fuerza, para que nuestro pensar te sea grato, y nuestro obrar concuerde con tu voluntad» (Misal).
Ayudará mucho, en fin, caminar hacia la Pascua junto a la Virgen Madre, dolorosa y de pie junto a la Cruz en el Calvario. Ella contiene la clave para experimentar la verdadera alegría de la Iglesia pascual, y para mantenernos «firmes en la esperanza que profesamos» (Hb 10,19ss).