El misterio de la Pascua
«Purificaos de la levadura vieja, para ser masa nueva; pues sois ázimos. Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado» (1 Cor 5, 7).
La Pascua que el Señor nos pide no es otra que salir del pecado y purificarnos de los viejos fermentos, esto es, del fermento del hombre viejo. Todos tenemos necesidad de este «paso».
En la Pascua hay siempre una llamada íntima, profunda, perentoria a la reconstrucción interior, mucho más importante que la renovación exterior, de las estructuras, del régimen externo de la vida religiosa: es la renovación espiritual y del corazón.
En la Pascua hay siempre una llamada íntima, profunda, perentoria a la reconstrucción interior, mucho más importante que la renovación exterior, de las estructuras, del régimen externo de la vida religiosa: es la renovación espiritual y del corazón.
I. El misterio pascual de la vida
1. Pascua de Cristo ‑ Pascua de la Iglesia. La Pascua de Cristo se prolonga y actualiza dentro de la Iglesia en dos planos diversos: uno, el litúrgico‑sacramental; y otro, el personal‑existencial. De este segundo plano quiero tratar ahora al ocuparme de nuestra Pascua. El texto bíblico que mejor lo evidencia es éste: «Purificaos de la levadura vieja, para ser masa nueva; pues sois ázimos. Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado» (1 Cor 5, 7). Estamos, pues, ante la Pascua del hombre que los Padres de la Iglesia definen como un paso de los vicios a la virtud y del pecado a la gracia. Hay un estrechísimo lazo, una consecuencia lógica diríase, entre la inmolación de Cristo y el empeño moral del cristiano: porque Cristo ha sido inmolado, como nuestra Pascua, por esto debemos purificarnos. Sobre este estrecho vínculo insiste el Apóstol (cf.Rm 6, 1ss). Si Cristo murió por todos ‑se lee‑ por tanto, virtualmente, todos murieron (cf. también 2 Cor 5, 14). Es decir: si Cristo murió al pecado, todos, por consiguiente, han muerto, de derecho, al pecado; si Cristo ha resucitado de entre los muertos, todos, por tanto, deben caminar en una vida nueva, como gente que, en esperanza, ya ha resucitado.
2. Resuena, sin duda, aquí el acento paulino, a saber: que no se salva uno por sus obras, o sin sus obras, pues lo que verdaderamente nos salva es la Pascua de Cristo, es decir su inmolación y resurrección. Pero la Pascua de Cristo no es eficaz para nosotros si no se convierte en nuestra Pascua. El compromiso moral y ascético no es la causa de la salvación. Debe, sin embargo, serlo el efecto. No es, pues, “me purifico del pecado para ser salvado”, sino “me purifico del pecado porque he sido salvado, porque Cristo ha sido inmolado por mis pecados”. Lo contrario sería un absurdo (sería seguir viviendo en pecado; o dicho también como un pretender estar vivos a la gracia y simultáneamente al pecado).
II. Purificaos del viejo fermento
1. Viejo fermento equivale a levadura vieja; en otras palabras: a corrupción. El pan ácimo, sin levadura, es símbolo de pureza. El exhorto de la moral paulina, podría entonces resumirse de la siguiente manera: Sois puros, pues entonces purificados. He aquí la renovación en el espíritu. Pero entendiendo espíritu con mayúscula y con minúscula.
2. La Pascua que el Señor nos pide no es otra que salir del pecado y purificarnos de los viejos fermentos, esto es, del fermento del hombre viejo. Todos tenemos necesidad de este «paso», porque «Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1 Jn 1, 8‑9).
Estos pecados no son otros que los actuales, claro es, pero también la situación o el hábito de pecado. La verdadera acción / actuación pascual consiste aquí en «romper con el pecado» (1 P 4, 1); en «destruir el cuerpo de pecado» (Rm 6, 6); en volver a nacer del agua y del Espíritu para poder así entrar en el Reino de Dios (cf. Jn 3, 5).
Después del agua del bautismo, no hay otra agua que esta de la contrición para renacer. De esta tal contrición se sale «como niños recién nacidos» (1 P 2, 2). Y de ahí la palabra de Jesús: «Si no cambiáis y os hacéis como los niños ‑estos niños, nacidos del arrepentimiento y contrición‑ no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18, 3).
3. Cuando el Señor hace nacer en un alma el ardiente deseo de una total purificación de los pecados, toda la Biblia se le abre de pronto ante un mundo nuevo, porque ésta, es decir la Biblia, está escrita, en gran parte, justamente por esto: para ayudar al hombre a tomar conciencia de su pecado y a pedir la liberación. Ella, o sea el alma ardiente, fervorosa, ora con la Biblia. Los salmos le enseñan a invocar la purificación del pecado: «Crea en mí, oh Dios, un puro corazón, un espíritu firme dentro de mí renueva» (Sal 50, 12).
4. «Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36, 25‑26). Los profetas le enseñaron a esperarla. Y en fin, Jesucristo se la ofrece realizada como el fruto de su sacrificio: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5, 25‑27).
5. Lo que Jesús ha hecho por la Iglesia en su conjunto, lo ha hecho también por cada alma en particular, y lo que desea de la Iglesia en su conjunto ‑que sea santa e inmaculada, sin mancha ni arruga‑ lo desea igualmente de cada alma. De modo particular lo desea de las almas a él consagradas, como los sacerdotes, los religiosos, profesionales de la santidad, de las cosas santas. En definitiva, de todo cristiano, pues el cristiano está consagrado de manera radical con la consagración bautismal.
III. Purificación y renovación
1. La Palabra de Dios interpela a todos los hijos de la Iglesia: es preciso, pues, arrepentirse de los pecados, liberarse del pecado. Conviene recuperar el verdadero sentido del pecado, y no dedicarse a ironizar, bromear cuando se habla de pecado. La Biblia nos dice que el pecado es muerte. La Biblia nos ayuda cuando nos dice: «Descargaos de todos los crímenes que habéis cometido contra mí, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo» (Ez 18, 31). «¿En dónde golpearos ya, si seguís contumaces?» (Is 1, 5). Cuando Dios habla a los hombres de arrepentimiento y de purificación es porque los quiere felices, no infelices; quiere la vida, no la muerte. No es ningún aguafiestas. Al contrario, es un don, por tanto, que hace; no un peso que impone.
2. Y no obstante, cumple reconocer que la palabra que interpela y llama al arrepentimiento es una palabra austera. Para que sea escuchada, es necesario que quien la proclama, lo haga «en Espíritu y poder», como hizo san Pedro en su primer discurso el día de Pentecostés. Al oírle hablar de aquel modo ‑narran los Hechos‑ los presentes «dijeron con el corazón compungido a Pedro y a los demás apóstoles: ¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro les contestó: Convertíos...; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2, 37‑38).
3. ¿Quién tendrá hoy este coraje para hablar a los hermanos, a una comunidad, de esta llamada incesante, exigente, interpelante a la conversión? La Palabra de Dios sugiere un instrumento indispensable para este cometido: un sacerdocio renovado, una vida religiosa profundamente comprometida, igniforme, para lo cual, por supuesto, deberá romper antes con todo pecado. El profeta Zacarías, apenas vuelto del exilio el pueblo y en trance de reconstruir el templo, habla, no obstante, de otra reconstrucción interior, más importante y universal y trascendente, la que tiene por objeto la santidad y la integridad de la vida religiosa de todo el pueblo.
4. Hay, pues, una llamada íntima, profunda, perentoria a la reconstrucción interior, mucho más importante que la renovación exterior, de las estructuras, del régimen externo de la vida religiosa: es la renovación espiritual y del corazón. Para alcanzar esta meta, el Señor comienza por querer renovar el sacerdocio, la vida religiosa cabría decir también, análogamente, haciéndolos pasar a través de una radical purificación del pecado. Es una escena dramática. El sumo sacerdote Josué, que representa al entero sacerdocio de Israel, está ante el Señor con los vestidos de luto del exilio, símbolo del estado general de culpa y desobediencia a Dios. Tiene a su derecha a Satanás, para acusarlo. Pero Dios pronuncia sobre él esta palabra: «¡Quitadle esas ropas sucias y ponedle vestiduras de fiesta; y colocad en su cabeza una tiara limpia! Se le vistió de vestiduras de fiesta y se le colocó en la cabeza la tiara limpia. El ángel de Yahveh que seguía en pie le dijo: Mira, yo he pasado por alto tu culpa» (Za 3, 4‑5). Jesús tomó de estas páginas algunas imágenes para su parábola del hijo pródigo.
5. Entonces (cuando nos quiten de encima ese pecado) habremos cumplido el santo paso de la Pascua. Podremos entonces hacer nuestras las palabras de la liturgia pascual hebraica y cristiana: «Él nos ha hecho pasar: de la esclavitud a la libertad/, de la tristeza a la alegría/, del luto a la fiesta/, de las tinieblas a la luz/, de la esclavitud a la redención. Por eso decimos antes el: aleluya!» (Pesachim X, 5 y Meliton, Sobre la Pascua, 68: SCh 123, p. 96).