En la ciudad blanca


Aunque un libro no puede cambiar el mundo, sí puede cambiar la vida del que lo lee. “El miedo a la muerte se podría describir como el temor a no poder llegar a ser quien uno pensaba ser”, dice el protagonista de “Tren nocturno a Lisboa”. Son palabras de un médico portugués, cuyo libro trastorna la existencia gris de un profesor suizo de lenguas clásicas, que viaja a la Ciudad Blanca, cuando ya no espera nada de la vida. Su historia la cuenta ahora un filósofo de Berna, que escribe con el seudónimo de Pascal Mercier. La ha llevado ahora al cine, el danés Billie August, en una película que protagoniza Jeremy Irons.

El libro que va ya por la tercera edición, ha sido publicado por El Aleph en Barcelona. Comienza con los versos de Jorge Manrique en sus “Coplas a la muerte de su padre”: “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir”. Su personaje nos muestra que el miedo a la muerte nace de la conciencia de finitud que nos sobrecoge, cuando descubrimos el carácter incompleto de nuestra vida. Pero “¿por qué miedo? ¿Por qué no sencillamente dolor, decepción, tristeza? ¿O incluso rabia? El miedo se tiene ante algo que está por venir –dice el libro–. El carácter incompleto de la vida es algo ciertamente futuro, pero seguro, puesto que se percibe ya como una carencia que, por su enormidad, transforma la certeza desde dentro en miedo”.

Gregorius es un aburrido profesor de instituto que tiene problemas en la vista. Esta solo, desde que le abandonó su mujer. Enfrascado en sus libros, deja pasar la vida, hasta que un día de lluvia, tiene un extraño encuentro con una mujer que está a punto de saltar desde un puente. En la película hay toda una serie de coincidencias, que no encontramos en la novela. En ella, el protagonista no encuentra ningún libro en el bolsillo del impermeable de la chica, ni dentro hay ningún billete a Lisboa. Puede que sea por eso. No lo sé, pero en la pantalla, todo suena más forzado y pretencioso.

LOS RESTOS DEL NAUFRAGIO
Este médico portugués, Amadeu Prado escribe con sentencias, pero hay una frase que repite más que otras. Me recuerda a otra del recientemente fallecido Premio Nobel colombiano, García Márquez. Prado dice: “La vida no es lo que vivimos, sino lo que imaginamos vivir”. Y Gabo afirma: “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y como la recuerda para contarla”.

Al llegar a cierta edad –yo estoy a punto de cumplir medio siglo–, la memoria se convierte para algunos de nosotros, en algo tan importante como la vida misma. No sé que sería de mí sin ella. Los recuerdos me embargan a veces, hasta tal punto, que me parecen más reales que la vida presente...

Esta historia me ha trasladado a las noches de mi adolescencia, que iba con mis padres en el Lusitania Express. Siempre me han gustado los trenes –los coches me marean–. Y este hacía el recorrido nocturno de Madrid a Lisboa, desde 1943 a 1995. La última vez que fui en él, había ya compartimentos más grandes, para familias como la mía. Todo era más cómodo y espacioso, pero al salir de la estación de Santa Apolonia con la luz de la mañana y las gaviotas sobrevolando el Tajo, me sobrecogió la misma impresión que tuve, cuando llegué a la estación de Santa Lucia en Venecia, y bajando los escalones, me encontré con el Gran Canal...

Lisboa en los años ochenta, era una ciudad por la que parecía que no habían pasado los años. Cuando todo cambiaba, estaba todavía esta urbe en ruinas, que vemos en la película de Tanner de 1983. La Ciudad Blanca había quedado allí encallada, como los restos de un naufragio, a los que se aferra el actor suizo Bruno Ganz –que interpreta aquí al mejor amigo de Prada–. Es el Portugal desolado, que nos muestra “El estado de las cosas” (1982) con Wim Wenders, pero Lisboa produce todavía esa evocación melancólica, que hace al músico de jazz de la novela de Antonio Muñoz Molina, “El invierno en Lisboa” (1987), recordar la historia del amor de su vida.

LA LUZ DE LA VIDA

Todavía hoy, cuando uno se pierde por la Alfama –el barrio alto de Lisboa que lleva al castillo de San Jorge–, se encuentra los mismos tranvías que circulan desde hace cien años. Están esas pequeñas tiendas, que antes se llamaban de ultramarinos – ¡precioso nombre! –. En esa parte de la ciudad, se hospeda el personaje de Gregorius, mientras investiga la vida de este médico portugués, que tenía aquí su consulta y residencia. El profesor suizo se ve aquí bañado de esa luz brillante, que le ha hecho abandonar una Suiza gris y lluviosa. Su luminosidad le revela una vida, que ha quedado oculta en la oscuridad de una memoria olvidada. Y su recuperación es la que le reconcilia con el presente. Le hace encontrarse consigo mismo.

“Si es cierto que sólo podemos vivir una pequeña parte de lo que existe en nosotros, ¿qué sucede pues con el resto?”, se pregunta Prado. Su compañero de tren a Lisboa, le dice: “el problema es que no tenemos una visión general de nuestra vida. Ni hacia el futuro ni hacia el pasado. Cuando las cosas salen bien decimos sencillamente que tuvimos suerte.” La impresión de que la vida es producto del azar, nace de esa sensación de que nuestra existencia es un proyecto inacabado, al que no logramos encontrar sentido todavía. Es más, nos faltan palabras para hacerlo…

“De las miles de experiencias que tenemos, sólo conseguimos expresar con el lenguaje, a lo sumo una, y aun así, ésa, la expresamos de un modo fortuito y sin el cuidado que merecería. Entre todas las experiencias mudas, permanecen ocultas aquellas, que sin darnos cuenta, han otorgado a nuestra vida su forma, su tonalidad y su melodía. Cuando, más tarde, prestamos atención a esos tesoros como si fuésemos arqueólogos del alma, descubrimos lo confusos que son.”

EL LIBRO DEL DESASOSIEGO

Pocos autores han logrado expresar esa confusión del ser humano, como la personalidad dividida de Pessoa, multiplicada en numerosos heterónimos, con los que firma sus libros. En uno de ellos dice una frase que provocó la mayor discusión que tuvo Gregorius en su matrimonio. En “El libro del desasosiego” se observa que “los campos son más verdes en su descripción que en su verde natural”. Nuestros recuerdos nos llevan a idealizar un pasado que nunca existió, tal y como nosotros lo contamos.

Hace ahora cuarenta años que en Portugal se produjo la Revolución de los Claveles, que marcó el final de Salazar en la primavera de 1974. En torno a este acontecimiento gira la vida de los personajes de esta historia. Sus traiciones, ideales y sueños rotos. Amadeu es un médico, hijo de un juez de la dictadura. Por circunstancias, acaba salvando la vida del responsable de la policía secreta, conocido como “el carnicero de Lisboa”. La incomprensión de sus pacientes, le lleva a militar en la resistencia, como si tuviera que redimirse de aquel gesto salvador. El problema es que la gente no lo sabe…

Ni siquiera, “nuestro aspecto exterior se presenta ante los demás como se presenta ante nuestros ojos”. Puesto que “a las personas se las ve con la expectativa de encontrarse con ellas de un modo determinado, con lo cual pasan a ser un fragmento de nuestro propio interior”. Es así como “el poder de la imaginación las acomoda a su medida para que encajen en los propios anhelos y esperanzas, pero también para que en ellas se confirmen los propios miedos y prejuicios”. Lo que nos hace, “doblemente extraños”, dice Prado.

OJOS PARA VER
Resulta significativo en ese sentido, el problema con la vista, que tiene el protagonista. El oculista griego que tiene en Berna, es lo más parecido a un amigo que conoce este profesor. El le manda a una colega suya en Lisboa, Mariana –interpretada en la película por la maravillosa actriz alemana, Martina Gedeck–. La intimidad y complicidad que surge entre los dos, hace que esta sea una historia de amor, como la de Amadeus con Estefania. Para August, este es el relato de “un viaje que, gracias a un encuentro fortuito, te empuja a una realidad distinta, donde encuentra un nuevo sentido tu vida y llegas a vislumbrar algo de esperanza en el futuro”.

Cuando uno tiene ganas de morir, se aferra a la esperanza de que su vida pueda cambiar en cualquier momento. Para Prado, “el verdadero director de escena de nuestra vida es el azar”. Alguien que ve “lleno de crueldad”, pero también de “misericordia y de encanto cautivador”. Gregorius tiene en el hotel un Nuevo Testamento, que le han regalado. Es un lector de la Biblia, que conoce en sus idiomas originales. Lee Job en hebreo y el Nuevo Testamento en griego. El autor del libro portugués muestra la típica contradicción latina frente a la religión. Le llaman “el sacerdote ateo”, porque es un “obstinado materialista que al principio quería ser cura”.

Los dos reconocen que la Biblia es “un texto hermoso”, que tiene “un lenguaje maravilloso”, pero presenta “una religión cuyo centro está dominado por la escena de una ejecución”, que les parece “repugnante”. Es la reacción del que ha leído la Escritura. Los demás sólo conocen frases hechas, algunas historias. Quien lee el Nuevo Testamento se da cuenta que el protagonista es Cristo y su mensaje, la cruz. “Piedra de tropiezo”, para algunos. Y “locura”, para otros. Pero a los que sienten su llamado, “poder y sabiduría de Dios” ( 1 Corintios 1:23-24)).

EL PODER DE LA PALABRA
El protagonista hace un discurso en el liceo sobre “el respeto y desprecio por la Palabra de Dios”. Por un lado, Amadeu quiere “leer las poderosas palabras de la Biblia”. Siente como que necesita “la fuerza irreal de su poesía, frente al deterioro del lenguaje y la dictadura de las consignas”. Pero rechaza ese “mundo que sataniza el cuerpo y el pensamiento autónomo, en el que se denuncian como pecado cosas que forman parte de lo mejor que podemos experimentar”.

Se enfrenta así al mandamiento de Jesús de amar a los enemigos (Mateo 5:38-48), como algo “descabellado y aberrante, destinado a quebrantar a los hombres, a despojarlos de todo su valor y su confianza en sí mismos, para convertirlos en figuras dóciles en las manos de tiranos, a fin de que no encuentren la fuerza para rebelarse contra ellos, si es necesario con las armas”. Como tantos, se escandaliza ante la demandas de Dios a Abraham, a sacrificar a su propio hijo como un animal: “¿qué debemos pensar de un Dios así?”

Lo que pasa es que “la poesía de la palabra divina es tan abrumadora que lo acalla todo y cualquier réplica se convierte en un aullido quejumbroso”. Es “por esa razón” que “no es posible apartar la Biblia”. Quiere “tirarla, harto de sus exageradas exigencias y de la servidumbre que nos ordena”, como si Dios estuviera “alejado de la vida”. No quiere estar “agobiado por la pena y cargado de pecados, agostado por la sumisión y la indignidad de la confesión”. Se pregunta “cómo puede ser mejor la vida al lado de Alguien que antes nos ha despojado de toda alegría y libertad”.

El poder de la Palabra es, sin embargo, tal, que siente que “esas palabras que vienen de Él y a Él se remiten, son de una belleza perturbadora”. Prado se da cuenta “cuán clarísimamente parecía que esas palabras eran la medida de todas las cosas”. Si necesitamos “ojos para ver”, también necesitamos “oídos para oír”. Jesús dice: “el que tenga oídos para oír, oiga” ( Mateo 13:9). Por su Espíritu, su Palabra nos resulta irresistible. Cristo dice: “examinad las Escrituras” ( Juan 5:39). Ellas dan testimonio de Él, pero en ellas, está también la vida.

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