Cuando todo te da igual
b>Cuando uno está de vuelta de todo, te dan ganas de decir cualquier cosa. Y cuánto más ofensivo resulte, parece que mayor es el impuso de escandalizar a otros. ¿Quién no ha sentido la tentación de acabar con el “buenrollismo” de ese discurso solidario de lo políticamente correcto? O más aún, ¿no hay veces que a uno, no hay gente que le parezca peor, que la que tiene al lado?
Estaba escribiendo un artículo sobre una novela de los ochenta que ha reeditado Javier Marías en su editorial del Reino de Redonda, que hizo su amigo Félix de Azúa, cuando aún no podía imaginar que un día sería académico de la Lengua. “Mansura” es una inteligente alegoría medieval que traspasa el desencanto de la izquierda en pleno desgaste socialista, a la época de las Cruzadas. Estaba en ello, cuando el barcelonés arremetió contra su alcaldesa en unas declaraciones a la revista Tiempo, que han tenido tal publicidad que me enteré antes de leer la entrevista que apareció en esta publicación que compro cada semana.
LA GENERACIÓN DEL DESENCANTO
Azúa pertenece a una generación que está de vuelta de todo. Algo mayor, pero igual de amargado es ese otro barcelonés –nada sospechoso de independentismo, pero tampoco de otro clasismo, que no sea el obrero–, que es Juan Marsé. Animado por el jaleo que han levantado las declaraciones del nuevo académico, ha decido unirse al coro, en una incendiaria entrevista publicada por ABC. En ella asegura que nada le “impedirá decir que este es un país de fantasía regido por unos personajes insólitos y risibles, pillastres adscritos a la política más patriotera y lucrativa y a la cultura más ñoña y provinciana”.
Si se fijan, estas declaraciones no son sólo ofensivas para el nacionalismo, sino al discurso bien intencionado de la nueva izquierda, que para ellos, en realidad no esconde más que los intereses personales de otros oportunistas que quieren tomar el lugar de los corruptos que hasta ahora han gobernado. Este tipo de intelectuales no son gente de partido, aunque voten ahora formaciones como Ciudadanos, o antes UPyD. De hecho, odian la política y todo lo que representa. Piensan que sólo la bobaliconería te puede hacer llegar a suponer que un candidato es mejor que otro. Todos son igual de sinvergüenzas, para ellos.
Aunque no he llegado al cinismo de ellos, he de decir que hay días que me siento tentado a decir lo mismo. A cierta edad, uno ya no está para muchos idealismos. Ha visto demasiadas cosas y conocido suficiente gente, para no hacerse ilusiones de a lo que pueden llegar las buenas intenciones. No puedes mirar el mundo con la inocencia de los ojos del que no ha visto todavía cómo es la vida. Algo enseña la experiencia. Es cierto que no a todos, pero para algunos, no pasan los años en vano.
LA HISTORIA DE UN FRACASO
La novela de Azúa es la historia de un fracaso, más que un desencanto –como la de Pombo en “La cuadratura del círculo” (1999), también ambientada en las Cruzadas, pero con ese mismo trasfondo–. Es cierto que aún no había llegado el boom de la novela histórica, pero refleja la fascinación de los ochenta por la Edad Media –“En el nombre de la rosa” (1980) de Umberto Eco fue un best-seller leído hasta por las pescaderas que dice Azúa– y la tradición catalana que estudia esas crónicas desde Riquer a Muntaner.
Azúa también ha sido comunista, experimentado con drogas y sexo a gogó, viajado a lugares exóticos y ha vivido en comunas. Era la locura de los setenta, que acabó con la pesadilla de los ochenta. “Mansura es la alegoría de ese fracaso”, dice el escritor. Confiesa que “también nosotros íbamos por el mundo diciendo que había que ser comunista, que tenías que acostarte con la mujer de tu mejor amigo, que había que tomar LSD y tirarse por una ventana”. Es por eso que titula luego, su libro más conocido, como “Historia de un idiota contada por él mismo”. Ya que para él, los dos hablan de “exactamente lo mismo”.
LA CRISIS DE LA IZQUIERDA
Dice George Packer en “New Yorker” que la explicación más común (a la frecuencia con que la gente deja de ser de izquierdas para abrazar el conservadurismo) es la que varios han atribuido a Churchill, Clemenceau, Lloyd-George o Bertrand Russell –a partir de cierta edad, ¡uno ya no sabe de quién son las citas! –. La idea es esta: “Alguien que a los veinte años no sea socialista o comunista, no tiene corazón, pero quien todavía lo sea a los cuarenta, lo que no tiene es cabeza”. Desde que Irving Kristol dejó de ser trotskista, el neoconservador se define como “un liberal que ha sido golpeado por la realidad”.
El nuevo académico recuerda cómo en el medio cultural, para el que trabajaba –la editorial de Carlos Barral–, “cualquier cosa que se convertía en popular era mirada con sospecha”. Por eso, su casa rechazó el manuscrito de “Cien años de soledad” a García Márquez.
El autor de “Mansura” cree que la mayor parte de la oposición al franquismo en la que militaba, en realidad no era demócrata. “Nos daba risa incluso el socialismo”. Recuerda que “cuando estábamos haciendo la revolución en el 68, pensábamos que el mundo lo iba a transformar el comunismo”. Tenían esa “cosa insoportable de la izquierda”, que era pensar “que todo el mundo es idiota menos nosotros”. Lo que cambió a finales de los setenta –cree él–, es que se hicieron demócratas, los que llegaron a ser ministros. Entonces Azúa se hace socialista y admira a Felipe González, hasta que en los ochenta se da cuenta que se equivocaron…
EL TERCER ACTO
Más allá de la política, yo creo que lo que ha pasado es que nos hemos hecho viejos. Azúa dice que “la vida es como una obra de teatro en tres actos: el primero es sensacional y viene a durar hasta los cuarenta años; luego, viene el momento de responsabilizarse de algo, ya no puedes seguir bailando todos los días, pero esto dura un poco menos, unos veinticinco”. El está en el tercero, ¡claro! Tiene 71 años. Nació en el 44. Y le “resulta difícil mantener la dignidad”. Sus declaraciones lo demuestran.
El académico observa que “en esta sociedad, la vejez es casi una enfermedad”. Ya que “está muy mal vista, es algo muy feo”. Cuando le ven, ya dicen: “¡pobre hombre!”. No todos se resignan, por supuesto. Dice que tiene amigos de su edad que siguen llevando tejanos y pendientes. Incluso se hacen “piercings” en “un desesperado intento por no llegar al tercer acto”, pero “se mueren en el segundo, como en las malas obras”.
Es difícil esperar algo de la vida, cuando estás de vuelta de todo. Ya no crees en nada, ni en nadie. Esta es la perspectiva “debajo del sol” del Predicador de Eclesiastés, que ha vivido la vida y se da cuenta que “todo es vanidad” (1:2). Te da igual el que dirán y sueltas barbaridades, como él dice ahora. El consejo del Predicador es que “sigamos los impulsos de nuestro corazón, pero tengamos en cuenta que Dios nos juzgará” (11:9).
¿QUÉ ESPERANZA TENEMOS?
Es cierto que llegan años en que uno siente que no tiene contentamiento en nada. “Vienen los días malos, en que dices: no tengo en ellos, placer” (Ec. 12:1). Cuando percibimos “la vanidad de la adolescencia y la juventud”, el Predicador nos exhorta a “quitar de nuestro corazón el enojo” (11:12). Este viene de “la frustración y la impotencia de la vida –dice Grau–, que puede conducirnos al pesimismo, al derrotismo y a la desesperación”.
La esperanza viene de conocer a Dios como Aquel que dirige la Historia y con ella tu vida. Grau se da cuenta en su comentario a Eclesiastés, que “la tensión entre el presente pasajero y la eternidad que explota en los corazones no puede ser resuelta por nuestros propios medios”. En su sabiduría observa que “la desgracia más grande no es –como pensaba Lord Byron– el dejar de tener 25 años, sino el carecer de la amistad de Dios”. Ya que “los días que vivimos lejos del Autor de la vida son días perdidos”.
En su característico vitalismo, Grau nos recuerda que “nuestra humanidad es más importante que nuestra edad”. Y nos invita a gozar y a disfrutar, pero seguros; intensa, pero inteligentemente. Debemos protegernos de las falsas promesas de felicidad, pero tampoco ser pesimistas, sino realistas. Podemos alegrarnos y amar la vida, cuando la vivimos como un regalo, al descubrir el amor del Autor de ella, que ha dado todo por nosotros.
La propia conclusión del libro nos muestra que “valemos algo para Dios”. Observa Grau que “el hecho de que nos juzgue es señal de que le importamos”. Es más, “nuestras acciones no carecen de trascendencia ante sus ojos”. Así que aunque “nuestra vida esté sujeta a vanidad”, eso “no significa que no valemos nada”. Todo lo contrario. “Dios se preocupa de nosotros”, hasta el punto de mandar a su propio Hijo al mundo. No para condenarlo, sino para salvarlo” (Juan 13:7). ¿Cómo no confiar en ese Dios? No esperemos nada de los hombres, pero ¡esperamos todo de Él!