José de Segovia Yo y mis prejuicios
A estas alturas de la vida poco espero de la justicia de este mundo, pero me doy cuenta de que la fuerza del prejuicio es tal, que de nada sirven los argumentos.
Nos guste o no, estamos atrapados por nuestros prejuicios. De nada sirven los argumentos. Estamos hechos de tal forma, que necesitamos una motivación mayor que la evidencia misma para cambiar de idea. Como dice Pascal, “el corazón tiene razones que la razón ignora”.
Las dos últimas películas de Eastwood y Polanski no sólo coinciden en demostrar la lucidez que todavía se puede tener siendo octogenario, sino que ambas desvelan la tragedia de un individuo condenado por la mayoría, sin más garantía de justicia que el prejuicio de aquellos que le acosan. El sistema paralelo de justicia que han establecido los medios –la prensa en la época de Dreyfus y Jewell, ahora son las redes digitales– funciona ya de tal manera que no sirve que se demuestre luego la inocencia de alguien en los tribunales. Para la gente seguirá siendo culpable.
Esa es la razón por la que mantenemos nuestros prejuicios, por “ser fieles a uno mismo”
Muchos intentan eludir el sentido evidente de estas historias invocando el conservadurismo de Eastwood o los problemas de Polanski con la justicia, pero ambas presentan con extrema sobriedad e increíble desnudez nuestra incapacidad para superar los prejuicios. Siempre me llama la atención la complacencia con la que todos nos sumamos al linchamiento público de un individuo. A estas alturas de la vida poco espero de la justicia de este mundo, pero me doy cuenta de que la fuerza del prejuicio es tal, que de nada sirven los argumentos.
¿Héroe o villano?
A medida que pasan los años uno no deja de asombrarse la facilidad con la que el amor de algunas personas se convierte en odio. Basta ver la amargura que acompaña la separación de una pareja. Esto ocurre no sólo en las relaciones personales, sino también en las colectivas. El héroe se convierte a veces en un villano, como demuestra el caso de Richard Jewell. Así de voluble es el ser humano...
Como el piloto Sully logró aterrizar en el río Hudson un avión de pasajeros averiado en 2009, el agente de seguridad de los Juegos Olímpicos de Atlanta en 1996 descubre una bomba que podría haber provocado una tragedia. Ambos, sin embargo, pasan de ser objeto de alabanza a la sospecha, como observa Eastwood. Jewell pasa de ser un salvador a un terrorista, para la opinión pública, condicionada por la prensa y el FBI.
La compasión con la que Eastwood se acerca a este hombre solitario con problemas psicológicos contrasta con la visión popular que se contempla al extraño, cuya posesión de armas y complejo de inferioridad le da un perfil que a todos acaba resultando amenazador. La apocada personalidad de alguien que no puede mirar a los ojos y se muestra excesivamente sumiso a la policía –muy bien interpretado por Paul Walter Hauser– choca con el “hombre de paja” que construyen los medios, para acabar con él a continuación. Vemos que la opinión pública era ya fácilmente manipulada antes del auge de las redes sociales y las fake news (noticias falsas).
El caso Dreyfus
La película que se llama en español El oficial y el espía tiene el nombre en realidad de Yo acuso, el título del artículo que el escritor Zola hizo para defender la inocencia de Dreyfus, el capitán del ejército acusado de espionaje por los prejuicios que dominaban la sociedad francesa entre el siglo XIX y XX, el periodo de la Tercera República. Para contar su historia, Polanski toma la perspectiva de Picquart, el coronel que va a dirigir el departamento de contrainteligencia. Al principio de su investigación el personaje de Jean Dujardin –cuyo físico parece sacado de esa época– es presa también de los prejuicios antisemitas que han mandado a Dreyfus a prisión perpetua en la Isla del Diablo.
Los que intentan entender la película de Polanski como una justificación de la acusación de violación que provocó su marcha de Estados Unidos, ignoran que sigue las constantes de toda su obra. Vuelve a colaborar aquí con Robert Harris, el novelista británico que adaptó ya El escritor (The Ghost Writer, 2010) –para mí, una de las mejores películas de la pasada década–. En esta ocasión el director de La semilla del diablo (Rosemary´s Baby, 1969) y Chinatown (1974) hace una obra más clásica que nunca. A algunos les resultará tediosa, pero a mí me ha impresionado su corrección y austeridad en este tiempo de fuegos de artificio. Fue premiada por el festival de Venecia, a pesar de la oposición de la presidenta del jurado, la argentina Lucrecia Martel –lo que le da, para mí, todavía más valor–.
Si Eastwood es objeto de polémica por sus ideas reaccionarias, Polanski lo es por el comportamiento inmoral que tuvo en su juventud. Los dos son ancianos “políticamente incorrectos” para una sociedad que tiene ya poca tolerancia para lo que se sale del discurso típico de cada lado de este mundo polarizado. El conservadurismo nacionalista de Eastwood molesta tanto como la perturbadora oscuridad de la perversión insana de los personajes de Polanski. En el fondo, creo que ambos son cineastas fascinados por el misterio del mal, algo sobre lo que se prefiere no profundizar en esta época de idealismo humanitario, donde lo que ha de primar son los valores positivos, sean de izquierdas o derechas.
Atrapados por los prejuicios
Si a alguno le parece que estas son meras anécdotas históricas, basta recordar que en 1985 se intentó poner una estatua de Dreyfus en el patio de la Escuela Militar de París, pero el Ejército la rechazó, siendo relegada a un rincón del jardín de las Tullerías. ¿Por qué? Una mera cuestión de orgullo, el mismo que motiva a Picquart, como vemos en el enfrentamiento final que tiene con Dreyfus, acerca de las motivaciones con las que ha defendido su inocencia. , pase lo que pase.
El Picquart de Polanski es una figura ambigua, como lo somos nosotros. Tiene un sentido de justicia, pero se mueve por intereses personales, como hacemos todos. De hecho, Dreyfus no es más que una excusa, como lo son la mayor parte de los temas sobre los que discutimos cada día. Uno se da cuenta que, aunque usara la más compleja argumentación intelectual, no serviría de nada. La gente no va a cambiar de idea por algo que le digas. Es una cuestión de orgullo. Es ahí donde está su identidad personal, su propia estima.
El Evangelio se enfrenta a una barrera mayor que todas las objeciones intelectuales que el no creyente pueda presentar. Es un problema del corazón. No entendido como una cuestión puramente emocional, sino como el centro de nuestro ser, “porque de él mana la vida” (Proverbios 4:23), engañoso en grado sumo (Jeremías 17:9). Necesitamos un “nuevo corazón” (Ezequiel 36:26). Ahí está el problema. Si no cambia el corazón, seguimos atrapados en nuestros prejuicios.