José de Segovia La sensación de fracaso de Cohen
Las referencias a los Evangelios llenan muchas de sus canciones desde los años 60, aunque su espiritualidad se hizo cada vez más compleja.
| José de Segovia
No es fácil reconciliar la satisfacción de los deseos de la carne con la austeridad de las disciplinas espirituales. Muchos dirían, de hecho, que es imposible. Leonard Cohen (1934-2016) lo intentó toda su vida. El álbum póstumo que ha preparado su hijo Adam, Thanks For The Dance (2019), muestra cómo ese conflicto acompañó a su padre hasta dejar este mundo. Más que canciones, son poemas que grabó en su casa de Los Ángeles. Rodeado ahora de sus colaboradores habituales, suena como un disco suyo, pero conmueve la confesión de fracaso que hace al final de su vida.
En You Want It Darker, Cohen veía caer ya las sombras de la noche, anunciando su partida. Murió a los 82 años, un par de semanas después de publicar el álbum, tras invocar a Dios clamando: “Hineni, hineni, estoy preparado, mi Señor” –la frase del Kadish, la oración judía para acompañar a los muertos–. Acompañado del coro de la sinagoga de su familia en Montreal, su voz sobrecogedora nos recuerda algo tan fácil de olvidar como es nuestra mortalidad.
A su muerte le recordaba Joan Baez como alguien “misterioso, oscuro y melancólico”, desde el día que le conoció en el hotel Chelsea de Nueva York en 1961. Una película documental estrenada este año sobre su relación con Marianne Ihle (1935-2016) mostraba el trauma que provocó Cohen al hijo que tuvo ella con su primer marido. Tras su enigmática figura, hay grandes contradicciones. Fue un bohemio, pero vestido con traje; un amante apasionado, que casi siempre vivió solo; un mítico cantante, que apenas tenía voz; un judío, que practicaba el budismo zen... ¡demasiadas cosas que no encajan!
Como su admirado Dylan, Cohen era un judío obsesionado con Jesús. Las referencias a los Evangelios llenan muchas de sus canciones desde los años 60, aunque su espiritualidad se hizo cada vez más compleja. En su última rueda de prensa dijo: “No me considero una persona religiosa, ni tengo una estrategia espiritual. Siento la presencia y la gracia de un Ser superior. Como estoy familiarizado con la Biblia, ella es mi referencia en mis canciones y poemas. Aunque no sea tan conocida para otros, sigue siendo parte de mi mundo.”
TRADICIÓN JUDÍA
Cohen nació en Montreal con el nombre hebreo de Eliézer (que significa Dios es mi sostén) en 1934. Su apellido remite a la tradición sacerdotal de Israel. Su padre era hijo de un judío lituano que emigró a Canadá –poco después de que se fundara la federación–, llegando a ser propietario de la fábrica de confección más grande del país y el presidente más joven de la sinagoga más importante del Canadá. Su abuelo Lyon fue además vicepresidente de la primera organización sionista de este país y fundador del primer diario en lengua inglesa de todo el continente americano.
Su padre, Nathan, estaba inválido a causa de sus heridas en la Primera Guerra Mundial. Se casó con una mujer dieciocho años más joven que él. Masha era hija de un rabino lituano, que escribió una obra de más de setecientas páginas sobre las diferentes interpretaciones del Talmud. Había huido de las persecuciones de los judíos en los pogroms del este de Europa a Inglaterra, pero se fue luego a Canadá en 1923.
Leonard Cohen tenía una hermana mayor llamada Esther, que murió antes que él. La familia vivió la Segunda Guerra Mundial con cierta comodidad, ya que tenía dinero para mantener un servicio doméstico con sirvienta, niñera y chófer. Tuvieron en muchos sentidos una educación privilegiada, marcada, eso sí, por el judaísmo. Cohen dice: “Teníamos una profunda fe y practicábamos la religión, que estructuraba toda nuestra vida; pero mis padres no eran fanáticos”.
Leonard cree que, para su familia, “la religión era como el agua para un pez”. Así recuerda que cada noche del viernes empezaban a celebrar el shabat, encendiendo velas –algo que continuó haciendo todavía él, dijo en una entrevista con la revista francesa Les Inrockuptibles–. Hacían oraciones e iban a la sinagoga el sábado por la mañana. Pero aunque recibía educación hebrea tres veces por semana, Cohen fue a una escuela laica y tuvo una niñera irlandesa católica, por quien empezó a conocer el cristianismo.
CORAZÓN SOLITARIO
Sus padres jamás le presentaron un Dios estricto y exigente, aunque aprendió la shemá –el credo judío tomado de la Ley dada a Moisés en el monte Sinaí– e hizo la ceremonia de iniciación judía conocida como bar mitzvá. Todo su mundo se viene abajo cuando su padre se muere al tener sólo 9 años. Adquiere entonces una seriedad que le acompaña toda su vida. Su melancolía y tristeza le introducen en un páramo emocional, que le hace huir de toda frivolidad e inconsciencia.
Cohen fue a la prestigiosa universidad de McGill. Ama la poesía de García Lorca –que dará luego nombre a su hija–. Su pensamiento es lúcido y afilado, pero carente de sarcasmo y raramente cínico. “Da prioridad absoluta al individuo, reduciendo la comunidad a nada que no sea el resultado de la suma voluntaria de los individuos”, dice Marc Hendrix en su libro Leonard Cohen, un buscador de la verdad. Aunque no sabe “qué es peor”, dice: “Si estar solo y pensar que lo estás, o pensar que todos los demás se sienten así de solos”.
Su corazón solitario le ha hecho siempre bastante enamoradizo. Las Marianne y Suzanne de sus canciones están inspiradas en sus muchas experiencias de desamor. La Suzanne de la canción, no es la madre de sus hijos, apellidada Elrod, sino Verdal, una bailarina de Montreal que estaba casada con un escultor llamado Vaillancourt, cuando le escribe ese poema en 1965. Marianne Ihlen vivía con un novelista noruego en la isla de Hydra –que deja con un hijo, cuando empieza su larga relación con Cohen–, pero él siempre lamentó que fuera goy –gentil–. Lo que, para él, la hacía incapaz de compartir su visión judía del mundo. Su fracaso más conocido fue sin embargo su reciente relación con la actriz Rebecca De Mornay, que “se dio finalmente cuenta de que no se puede contar conmigo como marido, con quien tener hijos”.
A pesar de tantas decepciones, Cohen dijo que había aprendido que, “a no ser que el corazón se rompa, es imposible conocer nada del amor”. Pero ¿qué era el amor para él? En uno de sus primeros poemas –Keeping Things Whole, 1964–, Cohen describe al amante de una joven mujer como “un cuerpo ambulante de dolor”. Él dice: “Creo que éste es el océano en que todos nadamos, todos queremos disolvernos, olvidarnos de quiénes somos”. Y concluye: “Pienso que esto es el amor, olvidarse de quién es uno”.
VIDA BOHEMIA
Como judío errante, Cohen espera volver a casa un día. Ese regreso al hogar parece sin embargo que da la vuelta al mundo. Aunque “convertirse en lo que se suele denominar un bohemio no era algo bien visto en familias como la mía, adoptaron la posición de que era una fase adolescente que superaría; pero no la superé”. Se convierte en habitante de cuartos de hotel, que tiene al mundo como único equipaje. En otoño de 1969 aterriza en Londres con la idea de escribir su primera novela, pero el mal clima le hace cambiar de idea, yendo a la sobria y desnuda isla griega de Hydra.
Hydra era entonces un lugar solitario y carente de comodidades. Vivía unos escalones por encima del puerto. Al tañer las campanas y llegar el barco de los suministros, puntualmente a las diez de la mañana, había cumplido ya casi toda una jornada de trabajo. Sus draconianos horarios hacen pensar en que “la mayor sabiduría nace de la disciplina más férrea”, como dice el poeta Paul Valery. En esta isla escribe algunos de sus mejores textos, con la sola compañía de los gatos que vienen a su terraza, la cháchara de los tenderos y las pezuñas de los dóciles borricos de carga golpeando contra el pavimento. Aunque cada tarde tenía una silla reservada en el café, cuando llegaba el momento mágico del ocaso.
Su bohemia parece estar en contradicción con ese “sentido del orden”, que a él le gusta: “El tipo de disciplinado aprendizaje que se inculca en la instrucción militar”. Su libro sobre los Hermosos Perdedores tuvo magníficas críticas, pero no ganó mucho con él. Se le ocurre entonces que quizás pueda vender mejor sus letras con música country. Piensa ir a Nashville, pero de camino pasa por el famoso Hotel Chelsea de Nueva York. A mediados de los años sesenta todo el mundo que aspiraba a ser algo en el mundo artístico vivía allí.
HAMBRE DE VERDAD
Cohen mantiene su vocación poética, pero encuentra en la música popular el medio para expresar su arte. Judy Collins acepta al principio algunas de sus canciones, pero pronto firma un contrato de grabación. Mantiene su casa de Hydra como refugio, pero hace de un apartamento de Los Ángeles su oficina, hasta que en un viaje a Tennessee sufre un colapso mental. Se da cuenta de que “todos van por el dinero” y los “mercachifles han tomado las riendas”. Todo le parece hueco y empieza a buscar la verdad a pleno tiempo.
“Somos atraídos por la verdad –dice Cohen–, cuando la oímos y la vemos, nos hipnotiza”. El cantante cree que todos “estamos hambrientos por la verdad”. Lo que pasa es que se muestra de diferentes formas y maneras. “Hay millones de personas que van a la iglesia y obtienen un verdadero sustento de la liturgia y el hecho de formar parte de su comunidad religiosa”, pero él no se siente cómodo “confinando la expresión de la verdad a un único ámbito de acción”. Cree que “estamos continuamente rodeados por la verdad, pero que a veces lo sabemos, y otras no”.
Buscar la verdad es siempre algo doloroso. “Suele darse por sentado que la perfección no existe –dice Cohen–, “que nuestro mundo está roto, y que con corazón derrotado vivimos vidas rotas”. El problema es que “eso no nos excusa de nada”. Por eso canta en su himno Anthem: “Olvídate de tu ofrecimiento perfecto; todo tiene una grieta”. Y “así es cómo entra la luz”. Para él, “la cantidad de sufrimiento del que uno se entera es algo aterrador”. Aunque reconoce que “lo único que se acerca a un consuelo” es la oración de Jesús: “Hágase Tu Voluntad”.
BUSQUEDA RELIGIOSA
“Todos llegamos a un punto donde debemos encontrar sentido para nuestra vida –dice Cohen–, cuando tenemos que buscar metáforas que nos expliquen el significado de nuestra vida”. Hay muchas formas, “sea a través de la caridad, la meditación, la terapia o el enriquecimiento monetario”. El objetivo es el mismo: “Dar con la parábola que dé significado a nuestra hambre más profunda”. Para él, “es ahí donde encajan las tradiciones religiosas”. Aunque es algo que “todos estamos continuamente examinando, debatiendo y corrigiendo”, ya que “no es algo que se adquiere de una vez para siempre, es una actividad incesante”. Cohen llega entonces al budismo zen.
Hendrickx ve su nexo con el judaísmo en la tradición del koan hasídico. En esta corriente mística judía, el rabino explica a sus discípulos historias abstrusas, sin respuesta, que les lleven a pensar más allá de lo obvio y lo racional. Una técnica muy parecida a la que utiliza el roshi Joshu Sasaki en el monasterio zen de Mount Baldy, en las montañas de San Gabriel, cerca de Los Ángeles, donde Cohen se refugia en sus momentos de debilidad y vulnerabilidad.
“A no ser que la persona esté rota y sufriente, física o psíquicamente, no va a enfrentarse a un examen espiritual” –dice Cohen–. “Uno empieza a ser sabio cuando se da cuenta de que es sumamente infeliz aquí”. Entonces puede uno optar por diferentes religiones, compromisos políticos, programas ascéticos o modos de vida hedonistas. En su caso, fue a un retiro de ese maestro zen, pero se quedó allí casi un mes. “Fue una experiencia agotadora”, recuerda.
Sasaki era japonés, pero el abad era alemán. Por eso dice que cuando se encuentra andando un día con sandalias en medio de la nieve a mitad de la noche, como parte de la meditación, se pregunta si no será la revancha por la Segunda Guerra Mundial. Se marcha entonces del monasterio, pero luego volverá “para un examen interno y profundo”, que requiere “una intensa disciplina, rayana en un castigo autoimpuesto”. En esa segunda estancia, a principios de los años 70, establece su práctica budista que le lleva a pasar regularmente temporadas en Mount Baldy.
En Recent Songs se cierra su primer periodo zen. Se encuentra entonces solo. Su madre ha muerto y apenas tiene relación con su esposa y sus hijos. Se enfrenta a “la más íntima de las decisiones, que no podemos sino obedecer a lo que queda de nuestra religión, por lo que levanto mi voz y rezo”. Cohen vuelve a “Aquel que no tiene nombre”, al Nombre de su infancia. En la portada de su Libro de Misericordia aparece la estrella de David, pero está formada por dos corazones, en vez de triángulos. En estos nuevos salmos clama por la misericordia a Dios.
TODO ES INÚTIL
Cuando publica su disco Various Positions, muchos le preguntan por su búsqueda espiritual. Responde que su intención no era finalmente hacerse monje, ni dedicarse exclusivamente a la oración. Eso “no va conmigo”, dice: “Yo estoy en la calle, buscándome la vida”. Asegura no saber siquiera qué es el ideario zen, “porque sólo he conocido a ese anciano, y no puedo decir hasta qué punto representa esa tradición”. Su maestro mismo asegura que su esencia es “un vasto baldío, nada en especial”. Aquí no hay doctrina alguna que seguir, sólo su vida interior.
Cohen busca finalmente ahí un espacio sin límites, donde poder hacer sus propias construcciones mentales. “De lo que finalmente se trata es dejar de hacerse preguntas como qué es la vida, o por qué estamos aquí”. Su álbum Ten New Songs expresa esa nueva época en que “no se fía de sus sentimientos íntimos, que van y vienen”. Le parece entonces que “tras años de batallar con el monstruo interno, por fin ha conseguido no hacerse caso a si mismo”. Viene entonces la decepción.
Desde su primer libro, Comparemos mitologías (1956), hay un conflicto en su vida entre la religión y la sexualidad. Sus ejercicios espirituales no pueden acabar con su pasión interior. Ya que como dice Pablo a los Colosenses, “tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad y en duro trato con el cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne” (2:23). Finalmente Cohen se siente desmoronado: “He probado el Prozac, el amor; las drogas, la meditación zen, el monasterio; he probado a dejar todas esas cosas, y vivir sobrio, pero todo es inútil”.
VUELTA A CASA
“Soy un pecador, pero amo a Jesús –escribe en la colección de salmos de su libro de Oraciones–. Estoy corrompido, pero en estos momentos, / cuando me encuentro contra la pared, / la oración es la única salida”. A sus 77 años, vuelve a sus “viejas ideas”. Desde la primera canción (Going Home), anuncia su último viaje: “Voy a casa sin mi carga / Voy a casa, tras el telón / Voy a casa sin el disfraz que llevé”.
En una de sus canciones evoca el prólogo del Evangelio según Juan: “Enséñame el sitio / donde la Palabra se hizo hombre” (Show Me The Place), esa Palabra eterna que no comienza en Belén, ni en el día de la Creación, sino que estaba desde el principio. No tenía origen ni causa, ni dependía de otra forma de existencia. Nunca hubo un momento cuando no estaba allí. No es evolución, ni resultado de herencia alguna, sino que al hacerse hombre en Cristo, perfora la Historia desde la eternidad, por la intrusión e irrupción del Eterno en la existencia humana.
La Palabra creadora hizo todas las cosas. Concibió y formuló la Creación. Habló y así fue. Todo lo moldeó y construyó con su arte soberano. Es el Todopoderoso, que todo lo sostiene. La fuerza creativa, la fuente de toda energía, no es algo impersonal, ciego, caprichoso o malevolente, sino que es como Cristo. No es sólo Dios, sino que es Dios con Dios. Al hacerse hombre, no deja de ser quién era. Continúa siendo Dios. Se hizo esclavo (Filipenses 2:7) –como en la canción de Cohen–, al tomar y asumir la naturaleza humana.
Al hacerse hombre, el Verbo se hizo carne. Por lo que la humanidad no está unida a Cristo como una máscara, un vestido o un miembro artificial. Tiene un cuerpo humano. No es una ilusión, sino algo real y tangible. Así sufrió hambre y sed, cansancio y dolor, rechazo y humillación, agonía y muerte.
Cristo conoce la experiencia de la que habló Cohen, hasta su muerte, ya que Él también murió. Cuando la Palabra se hizo hombre, conoció, temió y probó la muerte (Hebreos 2:9). Estuvo así entre nosotros, pero no nosotros con Él, ya que todos le dejaron, incluso el Padre –“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”–. Si estuvo esa noche sin Dios, es “para llevarnos a Dios”. Para el que confía así en Cristo, ¡morir es “volver a casa”!