Acción de gracias – 29 Intensas luminosidades

Ricos herederos…, pero justo con lo puesto

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¡Domingo de intensas luminosidades! No soy profeta, pero Dios me manda que profetice, asegura Amós en la primera lectura de hoy a los que se sentían incomodos o interpelados por su misión. Dios ha recapitulado en Cristo todas las cosas, nos dice san Pablo en la segunda, y en él nos ha hecho a todos herederos. Jesús, por su parte, al enviar en misión a sus discípulos les ordena en el evangelio de hoy ir ligeros, que “lleven para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que lleven sandalias, pero no una túnica de repuesto”. Finalmente, el salmo recitado este domingo personifica la misericordia y la fidelidad, que se abrazan; la justicia y la paz, que se besan, y también la tierra y el cielo, pues de la primera brotan la fidelidad y los frutos y del segundo desciende la justicia y la lluvia fecundante, concluyendo que la justicia marcha delante del Señor y la salvación sigue sus pasos.

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Ante este cúmulo de bellezas y claridades, que deberían ser cuando menos los rudimentos de la fe que profesamos los cristianos, produce suma pereza zambullirse en el lío morrocotudo que los cristianos nos formamos a la hora de escudriñar el significado más genuino de cualquier contenido bíblico, de definir con la mayor exactitud posible los misteriosos contenidos dogmáticos de nuestra fe, subrayando en negritas sus contornos heréticos, y, sobre todo, de constreñir la libertad humana al trazarle un camino meticulosamente regulado. Seguro que en el terreno de la fe queda todavía mucho que investigar y matizar, igual que ocurre con el Universo, cuyo conocimiento, a pesar de lo mucho que en ese terreno hemos avanzado, está todavía a nivel de balbuceo según opinan los entendidos, pues, sumado todo lo que sabemos de él, no llega ni siquiera al 5% de su contenido. Se han escrito ya tantos libros sobre Jesucristo y, sin embargo, el tema sigue virgen por inagotable.

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En lo relativo a la esencia del cristianismo cabe preguntarse si, tras tanta investigación hermenéutica y desarrollo teológico, hoy estamos mejor posicionados que los primitivos cristianos, e incluso si los que vengan después lo estarán mejor que nosotros. La cuestión merece una respuesta negativa, pues el acontecer cristiano se da por entero en cada época. Aunque no sepamos cómo será el Universo cuando, dentro de muchos miles de millones de años, se repliegue para retornar al punto de salida, el del famoso “big bang,” y por mucho que ignoremos cómo será la Iglesia “en los últimos días” de nuestra historia, lo cierto es que hoy ambos, Universo e Iglesia, cumplen plenamente su propia misión, el primero la de hacer posible nuestra existencia y la segunda, la de guiarnos a la plenitud humana.

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La primera reflexión que lo dicho me impone es la de valorar como es debido lo que en última instancia importa: el hecho mismo de existir. Lo clarifica totalmente el cristianismo al asegurarme que existo por voluntad divina, porque es Dios mismo quien me da el ser. De ninguna manera vengo de la nada, es decir, de algo cuya entidad se limita a ser un concepto meramente especulativo para un uso exclusivamente dialéctico. No podemos entender la nada más que como contraposición imaginaria al ser. De la nada, si realmente es tal, nada se puede sacar, valga la redundancia. Si de ella pudiera sacarse realmente algo, aun poniendo en juego la omnipotencia divina, habría que convertirla en algo, al menos en “potencialidad de ser”, lo que obviamente haría que la nada hubiera dejado de ser tal. De ahí que ni Dios, salvo que quiera destruirse a sí mismo cayendo en una contradicción demoledora, pueda sacar algo de la nada. Pero, entonces, persiste la inevitable pregunta de dónde venimos, si bien la respuesta no puede ser más obvia: venimos de Dios mismo, de la fuerza creadora de su palabra. No somos Dios, como opinan los panteístas para quienes todo es Dios, pero sí que tenemos un origen y también un destino divinos. Bien entendido, el concepto de “creador” que atribuimos a Dios es más denso y trascendente incluso que el de “padre” con el que nos referimos a él siguiendo la estela de Jesús de Nazaret: mientras que el padre engendra un hijo y lo lanza a vivir su propia autonomía, el creador lo arranca de sus propias entrañas y lo mantiene adherido a sí permanentemente para que no se desvanezca. De ahí que mejor que herederos de Dios, deberíamos considerarnos ya enriquecidos por su herencia, la de cuanto somos.

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Esta sola idea abre infinitas posibilidades a la acción cristiana que trata de que nos acoplemos al modelo de humanidad que es Jesús de Nazaret, quien ha venido para convencernos de que Dios, más allá del automatismo que generaría la creencia en una especie de dios inaccesible, es un padre tan próximo y solícito que tiene en cuenta incluso el número de nuestros cabellos, y para mostrarnos con su ejemplo que el camino de humanización, único camino posible de retorno a él, pasa por el amor que nos obliga a compartir con los demás cuanto tenemos  y a servir incluso a nuestros semejantes de menor rango. Pero si la idea de creación se nos escapa por abstrusa, la de paternidad, cuya fecundidad vivimos tan de cerca, nos toca de lleno el corazón e ilumina por completo la cabeza. ¿Qué niño, estando con su padre, siente algún miedo ante cualquier amenaza? Pues bien, si el padre se yergue frente a cada uno de nosotros como lazo de sangre que nos hermana, el creador funde nuestra existencia con la suya. En más de una ocasión he dicho a un escéptico: “la prueba más apodíctica de que Dios existe es que tú mismo existes. O ¿acaso dudas también de tu existencia?”.

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Del horizonte operativo de quien se sienta realmente cristiano deberían desaparecer por completo todos los monstruos y los muros. Incluso uno podría replicar con todo derecho argumentativo a quienes, anclados en una supuesta fe dogmática inamovible, defienden con ardor la existencia del infierno: “y ¿qué, si existiera?, porque, de existir realmente, en él también estaría Dios, y, claro está, donde está Dios, está el cielo”. Es más, en un momento de ofuscación, diciendo lo que no se sabe o haciendo lo que no se debe, un hombre puede intentar alejarse de Dios, pero es de todo punto imposible que lo consiga porque la cuestión del alejamiento no está en sus manos, sino en las de Dios. Ahora bien, existiendo, ese alejamiento es totalmente imposible, porque ni nosotros podemos desgajarnos de Dios, pues caeríamos en la nada, ni él puede alejarnos de sí mismo, salvo que él caiga, a su vez, insisto, en una lógica contradicción demoledora. Concebir el infierno, tal como han hecho muchos teólogos y no hace mucho ha recordado algún papa, no como un lugar de horribles torturas eternas, sino como “alejamiento total de Dios” es una soberana tontería mental que entremezcla el ser y la nada.

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El solo hecho de existir debiera llevarnos al convencimiento total de que somos ricos herederos por lo que ya somos, pues existimos, y por lo que seremos tras la muerte, momento en el que la se colmará la potencialidad de cuanto somos, según expresó tan magistral y hermosamente san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para Ti; y nuestro corazón estará inquiero hasta que descanse en Ti”. La herencia, ya recibida, es tal que realmente no necesitamos más para el camino. En el evangelio de hoy, Jesús, al enviar de dos en dos a sus discípulos a los pueblos circundantes para que curasen a los enfermos y arrojasen a los demonios de los poseídos, les ordena "que lleven un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; y que lleven sandalias, pero no una túnica de repuesto”. Ante tan austero avituallamiento, cabría preguntarse si proceden así los pastores religiosos que hoy conducen la grey de los creyentes. No cabe duda de que así lo hacen realmente la mayoría de los anónimos que dejan su piel y su vida, lejos de su propia familia y hasta de su patria, para servir a sus semejantes, pero no parece que sea el caso de muchos otros, poderosos y ricos jerarcas eclesiásticos, pues, más que operarios sudorosos de la viña del Señor, parecen señores feudales, ataviados para una fiesta carnavalesca.

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Ser realmente consciente de que existir es motivo sobrado para sentirse completamente feliz y para pasarse la vida agradeciéndolo. Ya lo he dicho más de una vez: existir es el Gordo de la lotería de Navidad, la gran suerte de la vida que ha recaído sobre cada uno de nosotros. Con tal herencia, no es necesario acaparar ni para el camino ni para el día de mañana. Tal conciencia lleva aparejado el poder de expulsar a los demonios de la vida de cualquier orden que sean y el de ungir a los enfermos para curarlos. La sola conciencia del existir es una luminaria que orienta la brega, despeja los nubarrones y alumbra los túneles de la vida. El cristiano que se atreva a hacerle caso al Maestro y salga así de austero a los caminos se sorprenderá gratamente del enorme poder con que ha sido investido. Los discípulos de Jesús retornan exultantes porque han sido capaces de obrar las maravillas que Jesús les había encomendado. ¿Hay maravilla mayor en este mundo que la de ver cómo un hambriento come nuestro pan y cómo un desesperado de la vida sale a flote agarrándose a nuestras certezas?

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