Anunciar el evangelio desde la sencillez del pesebre
“Noche de paz, noche de amor…” Así comienza este bello villancico, entre los muchos que acostumbramos a cantar en Navidad, y que hablan de paz, de alegría, de fraternidad, de esperanza, de amor. Pero ¿cómo hacer realidad todos estos buenos deseos en lo concreto de la historia colombiana (y en el mundo entero), tejida por tanto dolor y envuelta en tantas contradicciones? Este es el desafío para los cristianos –depositarios de un mensaje tan lleno de vida y plenitud para la humanidad-, mensaje que parece no logramos comunicar con la suficiente fuerza a los que nos rodean.
La sociedad de consumo nos impondrá sus modas y nuestras casas se vestirán con los colores, adornos y luces que el comercio nos ofrece este año. Pero desde nuestra fe ¿qué ofrecemos? ¿qué compartimos? ¿qué estamos dispuestos a comunicar con la fuerza del testimonio?
Hemos de mirar una y otra vez la escena de Belén para dejarnos impregnar de su significado y hacernos mensajeros del mismo. En Belén no hay ostentación ni opulencia. No están los grandes del mundo, ni se hacen presentes los títulos y jerarquías que dividen la sociedad en diferentes estratos económicos y culturales. En Belén no hay honores ni poderes. Por el contrario, en Belén todo es sencillez, simplicidad, desprendimiento, naturalidad, paz. El Niño Jesús nace en un pesebre (Lc 2,7) y son los pastores, sin ningún protagonismo en la sociedad de ese tiempo, los que reciben el anuncio y se disponen a ir hasta aquel lugar para conocer al Niño (Lc 2,15). Y en ese ambiente tan sencillo y desconocido para tantos, se hace presente el Salvador del mundo (Lc 2,11) y esa Buena Noticia se ofrece a quien quiera escucharla.
Nuestra vida tiene, por tanto, el desafío de situarse en un ambiente de sencillez y naturalidad. Y desde allí anunciar aquello que se nos ha confiado. No será por imposición o con las estrategias del mundo como podremos comunicar el mensaje de salvación que el Niño de Belén nos trae. Será con un verdadero testimonio de desprendimiento y libertad como la presencia de Dios podrá llenar los ambientes que frecuentamos. Y será sobre todo yendo a los pobres, los últimos de la sociedad, los que no son tenidos en cuenta por nadie, como la Buena Noticia se hará fecunda en nuestro mundo.
No es que la iglesia tenga que dejar de hacer su apostolado con la clase rica o clase media pero no será allí donde el evangelio se hará más fecundo. No por acaso Marcos nos relata la historia del joven rico que al escuchar la llamada de Jesús y sentir su mirada cariñosa, no fue capaz de seguirlo y “se fue triste porque tenía muchos bienes” (Mc 10, 17-22). Tantos siglos de educación de las élites por parte de estamentos eclesiales, no parecen haber dado el fruto esperado, según se puede constatar en la organización social promovida por estas élites educadas por la Iglesia. Para hacer posible un mundo fraterno y sororal, con justicia social, donde nadie quiera acaparar más de lo que necesita, se requiere otra escala de valores que no pretenda combinar los intereses personales con el bien común. El evangelio es una oferta osada y radical: poner en el centro de la vida y de las opciones a los más pobres para desde allí generar estructuras de inclusión y de reparto equitativo de todos los bienes.
Navidad nos recuerda todo esto y nos invita a dejar de lado nuestras búsquedas personales para preocuparnos por la justicia social y la paz. Estos son imperativos inaplazables. Sin justicia social no puede haber paz. Por eso buscar otros modelos económicos y romper con lo que “siempre fue así” es una tarea que debemos asumir, aunque sea tan difícil y luego se pague tanto por intentarlo (algunos gobernantes sufren real persecución por sus políticas sociales). Y la paz es tarea de todos pero se necesita que todos la queramos y no pongamos tantos tropiezos, ni busquemos impedirla (como se ha visto recientemente por algunos que siguen creyendo que será con las armas como se consigue la paz).
Dispongamos, entonces, a vivir desde el pesebre de Belén esta Navidad, asumiendo las actitudes que de allí se desprenden, renovando nuestro compromiso con el anuncio de las Buenas Noticias al estilo del evangelio: Dios viene a los más pobres, nos invita a su encuentro desde ellos, nos confía la construcción de la justicia social para que pueda haber inclusión de todos sus hijos e hijas. Sólo entonces, “la paz de Dios, que es mucho mayor de lo que se puede imaginar, guardará nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fp 4,7).
La sociedad de consumo nos impondrá sus modas y nuestras casas se vestirán con los colores, adornos y luces que el comercio nos ofrece este año. Pero desde nuestra fe ¿qué ofrecemos? ¿qué compartimos? ¿qué estamos dispuestos a comunicar con la fuerza del testimonio?
Hemos de mirar una y otra vez la escena de Belén para dejarnos impregnar de su significado y hacernos mensajeros del mismo. En Belén no hay ostentación ni opulencia. No están los grandes del mundo, ni se hacen presentes los títulos y jerarquías que dividen la sociedad en diferentes estratos económicos y culturales. En Belén no hay honores ni poderes. Por el contrario, en Belén todo es sencillez, simplicidad, desprendimiento, naturalidad, paz. El Niño Jesús nace en un pesebre (Lc 2,7) y son los pastores, sin ningún protagonismo en la sociedad de ese tiempo, los que reciben el anuncio y se disponen a ir hasta aquel lugar para conocer al Niño (Lc 2,15). Y en ese ambiente tan sencillo y desconocido para tantos, se hace presente el Salvador del mundo (Lc 2,11) y esa Buena Noticia se ofrece a quien quiera escucharla.
Nuestra vida tiene, por tanto, el desafío de situarse en un ambiente de sencillez y naturalidad. Y desde allí anunciar aquello que se nos ha confiado. No será por imposición o con las estrategias del mundo como podremos comunicar el mensaje de salvación que el Niño de Belén nos trae. Será con un verdadero testimonio de desprendimiento y libertad como la presencia de Dios podrá llenar los ambientes que frecuentamos. Y será sobre todo yendo a los pobres, los últimos de la sociedad, los que no son tenidos en cuenta por nadie, como la Buena Noticia se hará fecunda en nuestro mundo.
No es que la iglesia tenga que dejar de hacer su apostolado con la clase rica o clase media pero no será allí donde el evangelio se hará más fecundo. No por acaso Marcos nos relata la historia del joven rico que al escuchar la llamada de Jesús y sentir su mirada cariñosa, no fue capaz de seguirlo y “se fue triste porque tenía muchos bienes” (Mc 10, 17-22). Tantos siglos de educación de las élites por parte de estamentos eclesiales, no parecen haber dado el fruto esperado, según se puede constatar en la organización social promovida por estas élites educadas por la Iglesia. Para hacer posible un mundo fraterno y sororal, con justicia social, donde nadie quiera acaparar más de lo que necesita, se requiere otra escala de valores que no pretenda combinar los intereses personales con el bien común. El evangelio es una oferta osada y radical: poner en el centro de la vida y de las opciones a los más pobres para desde allí generar estructuras de inclusión y de reparto equitativo de todos los bienes.
Navidad nos recuerda todo esto y nos invita a dejar de lado nuestras búsquedas personales para preocuparnos por la justicia social y la paz. Estos son imperativos inaplazables. Sin justicia social no puede haber paz. Por eso buscar otros modelos económicos y romper con lo que “siempre fue así” es una tarea que debemos asumir, aunque sea tan difícil y luego se pague tanto por intentarlo (algunos gobernantes sufren real persecución por sus políticas sociales). Y la paz es tarea de todos pero se necesita que todos la queramos y no pongamos tantos tropiezos, ni busquemos impedirla (como se ha visto recientemente por algunos que siguen creyendo que será con las armas como se consigue la paz).
Dispongamos, entonces, a vivir desde el pesebre de Belén esta Navidad, asumiendo las actitudes que de allí se desprenden, renovando nuestro compromiso con el anuncio de las Buenas Noticias al estilo del evangelio: Dios viene a los más pobres, nos invita a su encuentro desde ellos, nos confía la construcción de la justicia social para que pueda haber inclusión de todos sus hijos e hijas. Sólo entonces, “la paz de Dios, que es mucho mayor de lo que se puede imaginar, guardará nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fp 4,7).