Una Iglesia en permanente estado de misión

Una Iglesia misionera fue el sueño de Jesús y es también el de la Iglesia Latinoamericana y Caribeña que en la Conferencia General del Episcopado celebrada en 2007 en el santuario de Aparecida (Brasil), hizo este llamado fuerte a ser una Iglesia “en permanente estado de misión”. Es decir, la Iglesia no está llamada a ejercer una misión sino que ella, en sí misma, es misión (DA 551). Pero ¿Cómo encarnar este deseo? ¿Cómo desprenderse de tantos siglos de estabilidad y seguridad que le ha proporcionado el ser reconocida por el poder civil? El mismo Documento de Aparecida al hacer ese llamado “al estado permanente de misión”, continúa diciendo: “Llevemos nuestras naves mar adentro, con el soplo potente del Espíritu Santo, sin miedo a las tormentas, seguros de que la Providencia de Dios nos deparará grandes sorpresas”.
Y es que la misión es desestabilidad, riesgo, audacia, camino, búsqueda. En el pasaje en que Jesús envía a sus discípulos a la misión, les indica lo que supone esa situación: “Vayan proclamando que el Reino de los cielos está cerca. Curen enfermos, resuciten muertos, purifiquen leprosos, expulsen demonios. Gratis lo recibieron; denlo gratis. No procuren oro, ni plata, ni calderilla en sus fajas, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento…” (Mt 10, 7-10).
En otras palabras, la Iglesia es misión porque tiene una Buena Noticia que anunciar y cuando algo se quiere comunicar se necesita salir, llegar más allá de los propios horizontes, atravesar nuevos caminos para que a muchos más les llegue esa Buena Noticia. Y no se hace por voluntad propia o intereses personales, sino porque se recibió gratuitamente y se reconoce la inmensidad de ese don. Pablo, el gran misionero, así lo expresa: “¡Ay de mí si no predico el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Más si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado” (1 Cor 9, 16-17).
Ahora bien la Buena Noticia que se anuncia no es un conjunto de “doctrina” que se comunica a los demás. Esto será un segundo paso. Lo primero, lo esencial, es la actitud de misericordia y compasión, de amor gratuito y generoso –actitudes del mismo Dios para con la humanidad- que Jesús expresa claramente en ese salir al encuentro de las necesidades de los demás y buscar transformar esas situaciones. La Buena Noticia consiste en anunciar que Dios nos ama como somos, desde lo que cada uno es y lo que Él quiere para cada uno es hacernos felices, desarrollar lo mejor de nuestras posibilidades, abrirnos caminos de liberación y esperanza, en toda situación que nos encontremos.
Por eso “una Iglesia en permanente estado de misión” ha de ser una Iglesia capaz de salir al encuentro de las necesidades del mundo, no para reprender y castigar sino para comprender y liberar, no para poner cargas pesadas sobre los hombros –como hacían los fariseos (Mt 23,4)- sino para contagiar -con el testimonio-, la vida de Dios que se nos regala, su amor incondicional y para siempre.
Por supuesto, la Iglesia no es la estructura de los templos, ni su organización jerárquica. La Iglesia somos todos y todas, convocados al seguimiento, de quienes depende, esta conversión a una vida discipular y misionera -como dos caras de la misma moneda-, donde no se puede seguir a Jesús sin anunciarle y se le anuncia porque se le sigue con fidelidad.
En este mes donde se explícita este dinamismo misionero, especialmente, hacia los que no han oído hablar de Cristo, es tiempo propicio para recrear y renovar este aspecto esencial de la vida cristiana. Como lo señala el Documento de Aparecida, “Recobremos, pues, el fervor espiritual. Conservemos la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo (…) con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá el mundo actual – que busca a veces con angustia, a veces con esperanza – pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el Reino de Dios” (DA 552).
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