La inaplazable inclusión de las mujeres en la Iglesia
Uno de los trabajos importantes que se ha hecho a nivel de la hermenéutica feminista ha sido recuperar la presencia de las mujeres en la Biblia, profundizar en el papel que jugaron en el relato bíblico y contribuir a que esas figuras nos sean más familiares y valoremos el legado que nos dejan. Sin embargo, todavía se constata la confusión que se tiene sobre algunas y el desconocimiento de la trascendencia que tuvieron. Fijémonos en dos ejemplos concretos.
En primer lugar, la figura de María Magdalena. Aunque ya existen muchos escritos sobre ella no sobra detenernos nuevamente en este personaje, porque liberar a las personas de los imaginarios que trazamos sobre ellas, no es fácil y María Magdalena es un ejemplo muy diciente. Parece que la mayoría piensa que María Magdalena fue una pecadora (y no de cualquier pecado, sino que la catalogan de prostituta) y, por lo tanto una “gran” pecadora, por eso de considerar que los pecados sexuales son más graves que los demás cuando, en realidad, habría que denunciar con igual o mayor fuerza la injusticia social y tantos otros aspectos que roban la vida a los más débiles, con los que Jesús se identifica (Mt 25, 40.45).
Pues bien, María Magdalena no es ese personaje. Lo que pasó fue que la tradición la confundió con la pecadora arrepentida que entró en casa de Simón y postrándose a los pies de Jesús le lavó los pies con sus lágrimas, los secó con sus cabellos y los ungió con perfume (según el texto de Lucas 7, 37-38 que es distinto de la unción en Betania Mt 26, 6-7 en el que una mujer derrama un perfume muy caro sobre la cabeza de Jesús). Y cuando Simón piensa que Jesús no sabe que ella es pecadora porque si lo supiera no se dejaría lavar los pies, la respuesta que recibe es la lógica del perdón y del amor “porque se le perdonó mucho, ama mucho”. De esa manera Jesús interpela a Simón porque posiblemente él se cree cumplidor fiel de la ley pero tal vez no tiene la experiencia del amor que surge de recibir el perdón. Pero, insisto, este pasaje se refiere a esa mujer (que no tiene nombre en el relato) y no a María Magdalena.
Los textos que en verdad se refieren a María Magdalena son otros. Por una parte en Lc 8, 2 en el que se habla de las mujeres que acompañan a Jesús y se nombra a María Magdalena “de la que habían salido siete demonios” (esto también se dice en Mc 16,9). Los demonios significan una enfermedad muy grave y el número siete simboliza la totalidad, es decir, que María Magdalena había sido plenamente curada. Esto es muy distinto de creerla prostituta. Y, por otra parte, los otros textos aluden a su seguimiento de Jesús en los momentos de la pasión –en esos textos aparece con otras mujeres- y el más importante y significativo, cuando va al sepulcro y allí Jesús se le aparece, convirtiéndola en primera testigo de la resurrección del Señor (Jn 20, 11-18).
El segundo ejemplo se refiere a Marta, la hermana de Lázaro, que hace una confesión de fe igual a la de Pedro. Cuando Jesús le pregunta “si cree que Él es la resurrección y quien cree en él, aunque muera vivirá”, ella le responde: “Si, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo” (Jn 11, 27). Por su parte cuando Jesús pregunta a sus discípulos: “y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Pedro responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 15-16). La mayoría de los lectores, con seguridad, conocían la respuesta de Pedro pero no se habían percatado de la confesión de fe de Marta.
En estos tiempos en que la participación plena de la mujer en la vida eclesial se hace inaplazable, recordar los testimonios de estas mujeres es seguir trabajando, como dice Pablo en la carta a los Romanos, por la “renovación de nuestra mente, de forma que podamos distinguir la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (12, 2). Una iglesia verdaderamente incluyente, con la participación efectiva de todos sus miembros no puede menos que ser bueno, agradable, perfecto, acorde con la voluntad de Dios sobre el varón y la mujer, creados a imagen y semejanza suya (Gn 1,27).
En primer lugar, la figura de María Magdalena. Aunque ya existen muchos escritos sobre ella no sobra detenernos nuevamente en este personaje, porque liberar a las personas de los imaginarios que trazamos sobre ellas, no es fácil y María Magdalena es un ejemplo muy diciente. Parece que la mayoría piensa que María Magdalena fue una pecadora (y no de cualquier pecado, sino que la catalogan de prostituta) y, por lo tanto una “gran” pecadora, por eso de considerar que los pecados sexuales son más graves que los demás cuando, en realidad, habría que denunciar con igual o mayor fuerza la injusticia social y tantos otros aspectos que roban la vida a los más débiles, con los que Jesús se identifica (Mt 25, 40.45).
Pues bien, María Magdalena no es ese personaje. Lo que pasó fue que la tradición la confundió con la pecadora arrepentida que entró en casa de Simón y postrándose a los pies de Jesús le lavó los pies con sus lágrimas, los secó con sus cabellos y los ungió con perfume (según el texto de Lucas 7, 37-38 que es distinto de la unción en Betania Mt 26, 6-7 en el que una mujer derrama un perfume muy caro sobre la cabeza de Jesús). Y cuando Simón piensa que Jesús no sabe que ella es pecadora porque si lo supiera no se dejaría lavar los pies, la respuesta que recibe es la lógica del perdón y del amor “porque se le perdonó mucho, ama mucho”. De esa manera Jesús interpela a Simón porque posiblemente él se cree cumplidor fiel de la ley pero tal vez no tiene la experiencia del amor que surge de recibir el perdón. Pero, insisto, este pasaje se refiere a esa mujer (que no tiene nombre en el relato) y no a María Magdalena.
Los textos que en verdad se refieren a María Magdalena son otros. Por una parte en Lc 8, 2 en el que se habla de las mujeres que acompañan a Jesús y se nombra a María Magdalena “de la que habían salido siete demonios” (esto también se dice en Mc 16,9). Los demonios significan una enfermedad muy grave y el número siete simboliza la totalidad, es decir, que María Magdalena había sido plenamente curada. Esto es muy distinto de creerla prostituta. Y, por otra parte, los otros textos aluden a su seguimiento de Jesús en los momentos de la pasión –en esos textos aparece con otras mujeres- y el más importante y significativo, cuando va al sepulcro y allí Jesús se le aparece, convirtiéndola en primera testigo de la resurrección del Señor (Jn 20, 11-18).
El segundo ejemplo se refiere a Marta, la hermana de Lázaro, que hace una confesión de fe igual a la de Pedro. Cuando Jesús le pregunta “si cree que Él es la resurrección y quien cree en él, aunque muera vivirá”, ella le responde: “Si, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo” (Jn 11, 27). Por su parte cuando Jesús pregunta a sus discípulos: “y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Pedro responde: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 15-16). La mayoría de los lectores, con seguridad, conocían la respuesta de Pedro pero no se habían percatado de la confesión de fe de Marta.
En estos tiempos en que la participación plena de la mujer en la vida eclesial se hace inaplazable, recordar los testimonios de estas mujeres es seguir trabajando, como dice Pablo en la carta a los Romanos, por la “renovación de nuestra mente, de forma que podamos distinguir la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (12, 2). Una iglesia verdaderamente incluyente, con la participación efectiva de todos sus miembros no puede menos que ser bueno, agradable, perfecto, acorde con la voluntad de Dios sobre el varón y la mujer, creados a imagen y semejanza suya (Gn 1,27).