Reflexión cristiana sobre la ancianidad.
Todos sabemos que el tiempo se encarga de nuestro camino en esta vida. Nada le escapa y nos deja con la incerdumbre de la mañana.
Con eso tenemos que andar con fe y esperanza, aguantando lo malo que nos toca y celebrando lo bonito que nos llega
| José Mª Díez-Alegría.
Tengo 84 años, 7 meses y 15 días cuando empiezo a escribir estas líneas, en la tarde del 6 de Junio de 1996.Voy a reflexionar de manera autobiográfica, hablando de mí propia experiencia, pero abierto a la experiencia de los demás. Soy un privilegiado, porque hasta ahora, tengo buena salud física y mental y me dedico a leer, conversar y orar, como hacía en mí juventud y en la madurez. Soy creyente en Dios dentro de la tradición cristiana (pertenezco a la iglesia católica romana)y trato de seguir a Jesús de Nazaret, en quien creo. Naturalmente mi reflexión sobre la vejez, desde mi experiencia de anciano, está penetrada por mi vida de fe, pero se mantiene abierta al diálogo y comunicación con otras experiencias que partan de otros presupuestos vitales. Y, naturalmente, tendrán elementos comunes, porque soy ante todo un ser humano, un animal pensante, con una forma de vida biológica que se extiende inexorablemente del nacimiento a la muerte, y que pasa sucesivamente (si no se detiene en una de ellas)por las etapas de infancia, niñez, adolescencia, juventud, madurez, senectud y, al final, decrepitud.
Yo estoy en la senectud, pero, hoy por hoy, no en la decrepitud, y deseo que se interrumpa mi curso vital en la vejez antes de conocer la decadencia senil extrema. Pero estoy dispuesto a afrontar lo que Dios Padre (otros dirán el “destino”)me tiene reservado. Por eso no me angustio por la posibilidad de llegar a una situación de extrema degradación psicofísica.
Me atengo al evangélico “no os preocupéis del mañana, que el mañana se ocupará de sí. A cada día le basta su problema” (Mt. 6, 34). Desde luego, detesto la posibilidad de ser sometido al llamado “encarnizamiento terapéutico”, para prolongar in extremis una vida que ya no da de sí. Deseo, por supuesto, que llegado el caso se me aplique la llamada “eutanasia pasiva”, y, dado que el confín entre ésta y la ‘activa’ no es siempre muy nítido, me gustaría que la “eutanasia pasiva” fuese entendía por lo que a mi toca con la mayor amplitud posible.
Cuando pienso en mí dilatada vejez, se me vienen a la mente las primeras estrofas de un admirable poema de Rubén Darío, escrito durante su estancia en la isla de Mallorca:
Aquí, junto al mar latino,
digo la verdad:
siento en roca, aceite y vino,
yo mi antigüedad.
¡Oh qué anciano soy, Dios santo;
¡Oh, que anciano soy!...
¿De dónde viene mi canto?
Y yo, ¿adónde voy?.
Desde la vejez, es justo contemplar nuestra propia vida, pero contemplarla también incardinada en la historia y en el flujo de la humanidad, de la que somos una gota minúscula en el gran río misterioso que avanza sin tregua. Misterio de la existencia y drama de la especie en que estamos entroncados. Lo que yo he hecho en mi vida ha tenido proporciones muy modestas, pero me parece que ha habido algunas cosas de que puedo alegrarme. Y tengo la sensación de que el balance resulta positivo, dada la limitación de mis facultades y, sobre todo de mis virtudes morales y de mi capacidad de salir de mí en alas de un amor verdadero y gratuito. Como creyente, siento que el Padre (misterio insondable)me ha llevado paciente y misericordiosamente).
Nunca me he sentido bocado a ser un héroe o un superhombre, ni como ser humano ni como cristiano salvado por el Señor Jesús. Me resulta profundamente mío el Salmo 131 de la Biblia: Señor, mi corazón no es altanero ni mis ojos soberbios.
‘No pretendo grandezas que superan mí capacidad,
sino que mantengo mi alma quieta en mí,
como un niño en brazos de su madre.
Como un niño pequeño en brazos de su madre
está mi alma en mí.
Espere Israel en el Señor, ahora y por siempre.
Sí esto ha sido así durante toda mi vida, creo que, al llegar a la ancianidad, estoy todavía más en la hora de la modestia, de la comprensión, de la benevolencia, del humor tolerante y de una ironía suave, sin amargura y con un cariño afectuoso. Pero es también tiempo de plegaria y de una humilde contemplación religiosa, que se haga eco de los dolores y pesares de todas y de todos, en especial de los pequeños, de los sencillos, de los humildes, de los pobres. Aunque sin excluir a los poderosos, a los grandes, a los conquistadores, a los competitivos. A éstos les tengo una respetuosa conmiseración, porque confieso—como lo hacía en su tiempo John Stuart Mill—que no me encanta el ideal de vida mantenido por quienes piensan que el estado normal de los seres humanos es el de la lucha por medrar; que atropellarse, estrujarse y pisarse los talones unos a otros, que es lo que caracteriza la forma actual de vida social, constituye el estado más deseable para los seres humanos. A ellos los encomiendo a la piedad del Padre de las lumbres, en quien no hay cambio ni sombra de vicisitud. (Me gusta mucho esa expresión de la carta de Santiago).
Decía el cardenal Newman que para prepararse a la oración hay que leer la Biblia y el periódico. Esto hago yo asiduamente. Le hablo a Dios de los hombres y de mí mismo. En mi corazón escucho el silencio del Padre, como un rumor callado de esperanza. Es (en un plano modestísimo) algo de lo que expresaba de sí San Juan de la Cruz:
En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía
sino la que en el corazón ardía.
La senectud. para ser vívida con paz, requiere paciencia. Actualmente mucha gente se rebela contra el dolor y no ve sentido alguno al sufrimiento. Probablemente es una reacción comprensible frente al masoquismo del que tanto se abusó en la tradición ascética-cristiana. Pero es una infantilidad, porque cierto margen de padecimiento pertenece a la condición humana en este mundo. San Pablo decía que “la tribulación engendra la paciencia, la paciencia virtud probada; la virtud probada esperanza”(Rom. 5,3-4). Un ser humano que no sabe lo que es sufrir, no es persona cabal. Esto no quiere decir que no debamos esforzarnos por mitigar y suprimir el dolor (en los demás y en nosotros) cuanto podamos. Pero asumiendo valerosamente con amor y con fe, como Jesús, la cuota de dolor que nos toque en suerte, incluso con un cierto sentimiento de solidaridad con todo el dolor de la humanidad. Encuentro muy significativa (aunque no sea universalizable) la actitud de Simone Weil, que muere tuberculosa en Londres por falta de alimentación, porque no quiso consumir mayores cantidades que las que sus compatriotas recibían como ración en la Francia ocupada por los nazis.
Dos anotaciones para terminar. Una sobre el dolor y otra sobre la muerte.
Respecto a la muerte, yo, a mis años la veo venir, igual que San Francisco de Asís, como a una “hermana”. Quizá el horror a la muerte y el no querer mirarla de frente, incluso en la vejez, venga del abuso de terrores infernales que nos metieron desde la infancia y que podemos ten erados en el inconsciente. Pero la muerte para el anciano tiene un cariz amable, incluso como descanso. Lo expresa muy bellamente el poeta Manuel Machado:
-Hijo, para descansar
es necesario dormir,
no pensar,
no sentir,
no soñar.
-Madre, para descansar,
morir.
Para mí, que soy cristiano, la muerte es sobre todo apertura al misterio de Dios. El Salmo 17 lo expresa en un verso estupendo: ” Yo, al despertarme me saciaré de tu semblante”.
Tal vez un amigo agnóstico piensa (e incluso acepta con serenidad admirable)que al morir va a la Nada. Yo espero que, para él y para mí, esa Nada resultará ser el Todo, el Amor inefable. Según Nicolás de Cusa, de Dios no se puede decir ni que es, ni que no es, ni que es y no es. De modo que para nosotros la última palabra es el silencio. Pero tengo la firme confianza de que al final el Padre de Jesús pronunciará la palabra arcana que no le dijo a Job.