Curiosidades papales.
| Pablo Heras Alonso.
La elección de papas presupone que su papado será vitalicio. El problema de la gerontocracia es la premura con que llega la muerte. Dicen que el papado más corto fue el de Urbano VII (1590), que murió de malaria a los 13 días. No cuenta Esteban II (752), excluido de la lista de papas, que murió de apoplejía a los tres días de su elección. Bonifacio VI (896) duró de papa 15 días. El papa Teodoro II (897) estuvo en el cargo 20 días y dicen que murió envenenado. Su antecesor, Esteban VI (896-7), ordenó exhumar el cadáver del Papa Formoso y someterlo al llamado “juicio cadavérico”. Teodoro anuló todas las decisiones de Esteban VI. Celestino IV estuvo 17 días. Sisino (708), 20 días de papa, murió de gota. Marcelo II murió de infarto a los 22 días de ser elegido (1.555). Es curioso que en el listado de papas, él fuera el 222º. Entre nosotros, Juan Pablo I duró 33 días. La lista de papas con menos de un año es larga.
El más longevo en el cargo fue Pío IX, papa entre 1845 y 1878, 11.560 días. Le sigue nuestro ínclito Juan Pablo II, de 1978 a 2005, con 9.666 días. Como no se sabe nada de él, no cuenta el supuesto primer papa, Pedro, al que le asignan un papado de 37 años (año 30 a 67).
Anecdótico en sumo grado fue el reinado de Benedicto IX, que fue papa tres veces. El primer dato que chirría sobre él es que fue elegido papa, según unos a los 11 años, según otros a los 20. Su primer periodo va de 1033 a 1044. La ciudad lo expulsa por disoluto y es elegido papa Silvestre III (1044-45); lo reconquista (1045) pero vende el cargo a Gregorio VI (1045-46) porque se quería casar. Vuelve de nuevo pero es depuesto por el Concilio de Sutri, que elige a Clemente II (1046-47). Recupera el trono de nuevo entre 1047-48, pero es excomulgado y definitivamente expulsado.
Otra curiosidad es el número de antipapas habidos hasta Eugenio IV (1431-1447) al que le cupo la “gloria” de alzarse contra él Félix V, el último antipapa. Con él, el número de antipapas asciende a 43, todos menos dos después de la legalización del cristianismo. Uno de ellos, santo, San Hipólito (217-236) antipapa de cuatro papas.
Otro esperpento histórico fue el llamado Gran Cisma de Occidente, año 1378. Desde 1309 siete obispos de Roma residieron en Avignon, ciudad que pertenecía a los Estados Pontificios. Ejercían un control tiránico sobre el papado los reyes de Francia, con papas todos franceses y todo ello en un clima de guerra generalizada, tanto en Francia (Guerra de los Cien Años) como en Italia. Terminó este “cautiverio” en 1378 cuando Gregorio XI decidió volver a Roma. A la muerte de Gregorio, 16 de 29 cardenales, presionados por el pueblo y con pocos cardenales de Avignon, eligen a Urbano VI, un papa al que la historia ha calificado de altanero, desconfiado y colérico, más bien un desequilibrado psíquico.
El fraude cardenalicio, la presión de la plebe para elegir a Urbano y su conducta propician el Cisma de Occidente, 1378-1417. Se reúnen de nuevo los cardenales, destituyen a Urbano VI y, en Fondi, eligen a Clemente VII, que pasará a la historia como antipapa. Europa quedó dividida entre dos obediencias, Roma frente a Avignon: diócesis con dos obispos, iglesias con dos curas, monasterios con dos superiores… Hasta santos: Catalina de Siena por Urbano; Vicente Ferrer, por Clemente.
Urbano VI reaccionó de forma violenta, enfrentándose al rey de Francia y ejecutando a varios cardenales. El resto de cardenales tomó partido por Clemente VII. Urbano predicó una cruzada contra Gregorio. Italia era un polvorín. En el transcurso de las acciones bélicas, Urbano cayó de la mula y, de resultas de las heridas, murió (1389), aunque dicen que fue envenenado.
¿Se acabó el cisma? En modo alguno: los cardenales afectos a Urbano e inclinados a que el papa residiera en Roma, eligen a Bonifacio IX. A la muerte de Clemente VII (1394) los otros cardenales eligen papa en Avignon al cardenal Pedro de Luna, Benedicto XIII.
De buena fe, Benedicto XIII y Bonifacio IX se reunieron, pero nada pudieron decidir. Sólo quedaba la solución de un concilio. En Pisa (1409), ambos papas, citados pero no presentados, fueron declarados cismáticos y herejes. Bonifacio no dimitió y el papa Luna “se mantuvo en sus trece”. El concilio eligió a un tercero, Alejandro V, que murió al cabo de un año. El nuevo papa sería el “célebre a su pesar” Juan XXIII excluido de la lista de papas por lo que fue e hizo.
¿Un nuevo concilio? Sí, pero con la fuerza de venir convocado y propiciado por el Emperador Segismundo. El Concilio de Constanza depuso al papa de Pisa (Juan XXIII) y al de Avignon (Benedicto XIII), hizo dimitir al de Roma (Gregorio XII) y nombró a un cuarto, Martín V (papa entre 1417 y 1431).
Estos precedentes resonaron en toda Europa durante mucho tiempo y en los países del norte no habían caído en el olvido cuando llegó la Reforma. La sociedad, quebrada, estaba harta de guerras; el papado era visto como una institución humana más, roída por la corrupción, el apetito de poder, la molicie que produce la superabundancia de lujo, la satisfacción de las pasiones y el ansia inmoderada de poder y gloria.
¿Quién podría pensar que los papas eran vicarios de Cristo, guiados por la gracia de estado, inspirados por el Espíritu Santo, sucesores de Pedro? Eran vistos como vulgares príncipes que necesitaban a su vez el apoyo de reyes o emperadores para poder subsistir y mantener sus posesiones, todos elegidos entre las grandes casas nobles por su estirpe que no por méritos propios.
Ante lo sabido de los papas y después de la Reforma luterana, la lectura de la Constitución Apostólica “Pastor aeternus” (Concilio Vaticano I, 18 julio 1870) no puede por menos de hacernos sonreír por el cinismo de este “anatema”:
Si alguien afirma que no es por disposición del mismo Cristo Nuestro Señor, es decir, por derecho divino, que el beato Pedro tenga por siempre sucesores en la primacía sobre la Iglesia universal, o que el romano pontífice no sea el sucesor del beato Pedro en la misma primacía: ¡sea anatema!