Organización y vida religiosa en la provincia de Burgos (10)
| Pablo Heras Alonso.
Hemos de referirnos, en esta serie que ya se está alargando demasiado, a las personas que necesariamente cumplen con el cometido de mantener la existencia y perpetuación del entramado burocrático religioso: los clérigos.
Esto presupone y se refiere al “estilo de vida” de curas, beneficiados y capellanes, en el nivel bajo del entramado administrativo, que es el que se encuentra en relación directa con el pueblo llano, aunque bien pudiéramos extrapolar el asunto a frailes, monjas y clérigos superiores.
La información más directa, especialmente de siglos pasados, proviene de las sinodales y de las visitas pastorales, que dejan constancia escrita de hechos y situaciones reales de las personas que rigen parroquias o capellanías. Otra fuente, por supuesto no fiable, son las obras literarias que refieren conductas inadecuadas, como novelas, romances, coplas muchas veces puestas en música, etc. Decimos no fiable aunque dichos relatos tienen su positivo fundamento en la realidad.
Es constatación recurrente, en los informes “oficiales” del pasado, las críticas y censuras a la ignorancia de los clérigos que deben impartir doctrina ortodoxa a los fieles; hay referencias frecuentes a la forma de vestir; hablan del desmedido afán por el dinero; constatan el amancebamiento frecuente en párrocos y confesores, junto con otras costumbres licenciosas.
En la primera mitad del siglo XVI muchas fuentes escritas hablan del escaso nivel intelectual e incluso de la ignorancia de los “pastores de almas” que, junto a doctrina oficial y evangélica a impartir a los fieles, introducen en su predicación elementos a creer que eran pura superstición, leyendas o dando pábulo a aspectos mágicos del acervo popular.
Peor todavía, cuando, con encendido verbo, propician persecuciones a individuos o capas de la sociedad desafectas con el estamento clerical. Incluso se dan casos de que, para preservar o aumentar su peculio, mixtifican la doctrina y el derecho canónico para beneficio de su situación económica.
Junto a la constatación de la ignorancia, se incluyen referencias al bajo “nivel espiritual” de los clérigos, cuya conducta no responde a lo que a duras penas creen, o cuya moralidad no corre pareja con aquello que precisamente fustigan en los fieles. Se constata el hecho de que muchos pastores de almas no saben leer o no tienen dominio del latín y que, por tanto, con dificultad entienden los relatos evangélicos y menos las epístolas de San Pablo. De ahí que su predicación no incida en la doctrina cristiana extractada de la fuente directa, el Evangelio, desviándola hacia asuntos de la vida diaria o generalizando preceptos morales.
Respecto a la indumentaria que les distinguiría del vulgo, hay acotaciones que fustigan la falta de sobriedad en el vestir, como si, aún siendo clérigos, buscaran parangonarse con hidalgos o nobles. Ejemplo a no seguir, el de aquellos que llevan “vestiduras de seda rasa, de damasco o terciopelo; anillos de oro en los dedos de las manos y zapatos bermejos o blancos”.
Las referencia literarias también provienen de siglos anteriores pero nos hemos referido a la primera mitad del s. XVI porque fue precisamente en la segunda mitad de este siglo cuando la Iglesia quiso poner remedio a tanto desafuero convocando el Concilio de Trento (1545-1563). Aunque la finalidad primera del concilio fue levantar un muro ante la marea protestante, fijando la doctrina católica principalmente sobre los sacramentos, hubo sesiones conciliares encaminadas a reformar la Iglesia. Una de esas decisiones que más influyó en la regeneración y mejora del estamento clerical fue la creación de los seminarios, decisión tomada en 1563 en la sesión XXIII, aunque ya en la sesión V (1546) se indicó la necesidad de instituir colegios ad hoc, como el erigido en Valencia por Santo Tomás de Villanueva (1550).
Las vicisitudes por las pasó y sufrió dicho Concilio son verdaderamente melodramáticas. Los intereses o acontecimiento políticos, Carlos V sobrevolando, incidieron en la imposibilidad de su convocatoria, proclamada por Paulo III en 1536. A las ocho sesiones primeras (entre 1545 y 1547) sólo asistieron 34 obispos, un hecho bastante significativo. Las sesiones 9ª y 11ª hubieron de celebrarse en Bolonia, con sólo 30 obispos presentes. Paulo III disolvió el concilio, que no volvió a reunirse, ya con Julio III, hasta 1551, clausurándose de nuevo en 1552. Fue otro papa, Pío IV, el que lo reanudó en 1562 con 115 participantes y clausurado en 1563 ya con 237 “padres conciliares”.
Las disposiciones del Concilio de Trento formaron parte del ordenamiento jurídico del Estado y así, Felipe II ordenó que se erigieran seminarios en todas las diócesis. Parece ser que el asunto no era fácil de llevar a efecto, porque en alguna de ellas no se erigieron seminarios hasta el siglo XIX, quizá porque ya existía en los monasterios algo similar. Fueron los jesuitas los que más empeño pusieron en el cumplimiento de las disposiciones conciliares y, precisamente, muchas de sus casas pasaron a ser seminarios cuando Carlos III decretó su expulsión.
Tanto órdenes religiosas y congregaciones como las diócesis fueron instituyendo seminarios “menores” y seminarios “mayores”. Dejamos constancia aquí de la grandiosidad de que hacen gala algunos de ellos, como el de Seo de Urgell, el Seminario Conciliar de Madrid y, cómo no, el de Burgos.
30 noviembre 2023