Organización y vida religiosa en la provincia de Burgos (11)

Nos vamos a referir ahora a aspectos generales derivados de las normas del Concilio de Trento aplicables a todo el clero de la Iglesia española y, por supuesto, a la noble archidiócesis de Burgos. Los problemas en que incide el Concilio eran generales en toda España, por no decir en todo el Occidente católico. 

Cuando de hechos, sucesos y personajes religiosos del pasado se trata, hay quienes, por una parte,  resaltan con encomio figuras distinguidas por su santidad, por su contribución al bien común o por sus aportaciones a la cultura; por la otra, se traen a colación conductas pervertidas, hechos delictivos, personajes siniestros y hasta vulgares delincuentes, incluidos altos dignatarios que utilizaron a la Iglesia como templo de sus apetencias de poder, de fama o de riqueza. Siempre, en el traje impoluto con que uno se viste, resaltan más las manchas que lo ensucian.

En el amplísimo saco donde el olvido resguarda sus restos, se encuentra la inmensa mayoría de cuantos, cumpliendo con sus obligaciones, vivieron según las normas establecidas y llevaron a cabo las tareas a ellos encomendadas. Es así. Frente a esa gran masa de anónimos cumplidores, unos defienden la bondad secular de la Iglesia rescatando a sus próceres ancestros, mientras otros socavan los cimientos de la Institución esgrimiendo la presencia de tantas ovejas negras.

Lógicamente y casi desde sus inicios, la Iglesia ha tratado de poner coto a los desmanes de los rectores de la fe, especialmente de los más cercanos al pueblo, por el influjo determinante que su conducta podía producir en los fieles. Eso sí, no siempre con los resultados apetecidos. Eso hizo el Concilio de Trento, ambicionando instaurar un nuevo orden de cosas donde la cuaresma venciera definitivamente al carnaval. Las medidas represivas dan fe de que se daban tales situaciones y tales conductas.

En general se pretendía que existiera una clara separación entre clérigos y laicos, tanto en el comportamiento que se traslucía al exterior, es decir, el modo de comportarse en público, como en el régimen de vida personal. Se les prohibió el concurso en determinados juegos; asimismo la cohabitación con mujeres así como el trato con aquellas consideradas sospechosas de conducta inmoral; tampoco podían tener relación estrecha con mujeres jóvenes; les estaba prohibido concurrir en las tabernas o participar en banquetes nupciales; se les prevenía contra el uso inmoderado del vino, que conducía a conversaciones chocarreras y a cantar canciones obscenas. Y muy en especial  les quedaba vedado el comportamiento violento, prohibiéndoles portar armas a no ser cuando iban de camino.

Testimonios escritos hay de que estas conductas eran frecuentes en la Edad Media y siglos posteriores. No fue hasta el siglo XVIII cuando se implantaron definitiva y  efectivamente las normas de Trento y los obispos tomaron cartas en el asunto con ordenanzas severas respecto a su conducta así como disposiciones para elevar el nivel cultural y espiritual del clero. El seminario contribuyó poderosamente a la formación de los sacerdotes, remedio que sirvió a los obispos para controlar las ordenaciones sacerdotales. Asimismo, se procuró activar canales para la formación permanente del clero.

Un medio muy efectivo del que se sirvieron fueron los vicarios, que recogían información de la conducta de párrocos y beneficiados en los propios centros de culto, informando posteriormente al obispo, “pues es de nuestro cargo conocer la conducta de nuestros coadjutores en el ministerio para cerrar la puerta a sus defectos con suaves amonestaciones” o poniendo los remedios que previene el Derecho Canónico.   

“No es muy difícil en el corto territorio de una vicaría averiguar con cautela el porte de cada uno, haciendo como casual la pesquisa y, tomada lengua, inquirir de sujetos imparciales, fidedignos y de buena conciencia, los fundamentos de la voz y darnos parte prontamente para aplicar la medicina consiguiente”.

Importa mucho insistir en el papel que jugaron los vicarios, porque, ciertamente, contribuyeron a la mejoría de las costumbres, aunque con ello contribuyera a establecer una separación entre sacerdotes y  fieles y en definitiva a clericalizar el estado sacerdotal.

Lograron crear una barrera moral frente a las realidades humanas en que se movían los clérigos seculares, pero era una barrera fundada en leyes, normas o principios espirituales, evangélicos, y a la postre, abstractos y desligados de la vida real. Por cortar las alas humanas a unos pocos, se las cortaron a todos.

Alguien ha dicho que a ello se debe el progresivo desinterés religioso de una parte de la sociedad, porque la misma Iglesia separó a sus miembros de los laicos. Aparte de otras causas, como la Ilustración, esa disociación o segregación del clero frente al pueblo trajo consigo que, en la primera mitad del siglo XIX,  entrara en crisis el modelo de Iglesia. 

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