Organización y vida religiosa en la provincia de Burgos (y 15) Recuerdos de la infancia.
Aquellos que tenemos una “cierta edad” guardamos recuerdo, sea en el ámbito rural o en la gran ciudad, de las mil concomitancias que rodeaban las celebraciones litúrgicas.
| Organización y vida religiosa en la provincia de Burgos (y 15)
Una cosa eran los ritos, que no han cambiado en los últimos cien años, y otra la vivencia de los mismos. Y otra los recuerdos. De mi Primera Comunión no recuerdo absolutamente nada de lo que sucedió en el interior del templo, pero sí de mi nuevo traje y de cómo, en el atrio de la iglesia, nos sentaron a todos y nos invitaron a no sé qué. De regalos no recuerdo ninguno, porque no los tuve, quizá no era costumbre.
Ya con algunos años más, todos guardamos memoria de aquello que se adhería al culto, como el repique de campanas (cómo sudaba el forzudo vecino al voltearlas); los lábaros, gallardetes y estandartes; los cirios acompañando a la cruz… ¡Y el sermón del predicador, cura o fraile invitado y pagado, como aquel de imponente corpachón tronando desde el púlpito! Y las repetidas procesiones, cada una con su idiosincrasia propia, por las calles de mi pueblo de adopción, cerca de Miranda de Ebro.
Me impresionó sobremanera acudir con el cura, revestidos los tres, cura y monaguillos, y portando cruz y cirios, a administrar la extremaunción a aquel vecino que murió a los pocos días. O el repicar de la campanilla por las calles al llevar el viático a tal o cual enfermo y cómo se arrodillaban cuantos tropezaban con nosotros.
Cada ciudad con su “cosa” especial. Impresionaban los penitentes de Semana Santa, unos descalzos y con cadenas, otros flagelando sus espaldas, amoratadas o con regueros de sangre... Y en la del Corpus, donde incluso se cantaba, no como ahora que apenas se murmura.
Nosotros éramos algo distinto y distinguido: la escolanía. Con nuestros ocho o nueve años, aprendimos todo el gregoriano del Domingo de Ramos, cantando por la ciudad aquello de Pueri hebraeorum, revestidos con hábitos; y del Jueves, Viernes y Sábado santos, incluida la polifonía de la Pasión de Tomás Luis de Victoria.
Sí, las celebraciones religiosas solemnes eran una fiesta en sí mismas. ¿Eran vivencia personal también o sólo adhesión folklórica? En los niños doy por sentado que no implicaban vivencia alguna, por incapacidad de asimilación; en los otros, lo dudo, por la ininteligibilidad del texto, todo él en latín. Hoy diríamos que era todo folklore de lo religioso.
Por supuesto que, en todas partes, la vida entera estaba impregnada y regida por un ritual especial para cada caso, los sacramentos. Al nacer, el bautizo obligado; al acceder al “uso de razón”, la I Comunión; pasada la adolescencia, la Confirmación (lo único que recuerdo fue el “cariñoso” cachete que recibí del arzobispo de Burgos, Don Luciano Pérez Platero).
El asunto del matrimonio ha cambiado mucho en los últimos treinta años: antes se celebraban en la iglesia en un 99%, con el detalle legal de que la parroquia se encargaba de la inscripción civil. Impensable y condenable el concubinato actual generalizado.
A partir del matrimonio, le dejaban a uno en paz hasta los “últimos sacramentos”, aunque la confesión y la comunión, al menos una vez al año, el rosario, el viacrucis y alguna otra práctica piadosa eran observados con escrupulosidad y “amorosa” persuasión del cura. Cierto que había “algunos” del pueblo que no eran muy devotos, pero éstos hasta eran tildados de “rojos”, como aquella vecina que sacó a la ventana sábanas y colchón al paso de la procesión en la fiesta del pueblo. Supimos que después de la Guerra la habían rapado el pelo.
La última “celebración festiva”, de la cual no hay sucedáneo hoy día, eran, son, los funerales. Los había de tres o cuatro categorías, dependiendo del número de curas, de los cantos y el órgano, del incienso, de los responsos, etc. Con posterioridad a la defunción, eran los familiares los que recordaban al difunto con misas gregorianas o con misas “cabo de año”. Tanto la Iglesia como los fieles presuponían que el difunto estaba en el Purgatorio, porque del Infierno no se podía salir y si estaba en el Cielo, ¿para qué rezar ya por él?
Todo ello presuponía un nivel más hondo de pensamiento, iluminado por los curas, que daba lugar a estas manifestaciones de religiosidad: que la vida no tenía sentido en sí misma y no pasaba de ser sino una preparación efímera para la otra, la que no acaba nunca (prefacio misa de difuntos). Lo importante era salvarse, algo vivido y reiteradamente “sugerido” desde los primeros días de vida hasta el final.
Realmente tales vivencias del pasado sorprenden sobremanera hoy día o son, de hecho, ininteligibles. Vivencias que más bien apuntan a la angustia vital: la impotencia ante las enfermedades, ante las calamidades, ante las desgracias… En el subconsciente de hoy, todavía se acude a Dios para que nos salve, nos libre o nos ayude en circunstancias adversas.
La fe era entonces el único refugio ante lo cambios meteorológicos; se buscaba explicación y control de las fuerzas ocultas y difícilmente explicables de la naturaleza; era el remedio contra el hambre, el incentivo para la buena marcha de la economía, la victoria sobre el enemigo (In God we trust de los usamericanos o el Gott mit uns de los alemanes)... Tener fe era tener vida.
¿”Cualquiera tiempo pasado fue mejor”? Lo cierto es que hoy día sería impensable tal profusión, presencia, imposición o manifestación de lo religioso en la vida diaria. Quizá la Conferencia Episcopal sepa los porqués.