Trento, el concilio desesperado.

Como epílogo o addenda a los siete artículos previos sobre LUTERO, de nuestro colaborador Juan Curráis Porrúa, traemos a colación lo que fue la reacción, bien que tardía, a la Reforma de Lutero, el Concilio de Trento. 

La Iglesia había llegado al cénit de su poder temporal y espiritual en el siglo XVI, pero un vulgar monje agustino de un convento de Wittenberg, Sajonia, hizo temblar sus cimientos y provocó la quiebra del edificio.  Cuando el incendio había devorado media Europa, los confiados próceres de la católica Roma cayeron en la cuenta del enorme destrozo, religioso, social y político  provocado por la llamada Reforma. Era el año 1545. Comenzaba la Contra-Reforma.

Dieciocho años tardó la Iglesia Católica en recomponer su patrimonio doctrinal. Los siglos le vinieron a decir a la Iglesia Católica que Lutero tenía razón, aunque no la tenía en los excesos a que le empujó la cerrazón romana.  Como en todo conflicto, cuando nadie cede, cuando uno trata de hundir al otro porque tiene más poder pero no más razón, cuando no hay diálogo… la ruptura, el destrozo y el mal sobrevenido para ambos son seguros.

Lutero fue excomulgado, declarado hereje, acusado como criminal en Worms y, por lo tanto, reo de muerte.  Eran la Iglesia y su aliado Carlos V contra él, aunque hay que reconocerle al emperador mejor voluntad de arreglo que a los papas concernidos, Julio II, León X, Adriano VI, Clemente VII, Paulo III, Julio III o Pío IV.  Paulo III y Carlos V intentaron un arreglo en 1537, pero lo impidió la guerra con Francisco I de Francia. Para Trento, la posible avenencia llegó tarde.

El concilio de Trento se celebró en tres sesiones: de 1545-48, 1551-52, 1562-63. Puso coto a muchos abusos de la Iglesia, condenó la teología protestante, reafirmó dogmas calificados de anacrónicos y sin base bíblica por Lutero (virginidad de María, transustanciación, Purgatorio, indulgencias, matrimonio indisoluble, celibato, sacramentos varios, etc.), emitió doctrina nueva sobre la Biblia, creó los seminarios y dio nueva entidad a la Inquisición, ahora Santo Oficio (1542).  Dice a este respecto la bula de Pablo III “Licet ab initio”: 

La misión de la Suprema Sagrada Congregación de la Inquisición Romana y Universal es conservar pura la fe católica…, reconducir a la Iglesia a los que se hayan apartado de la verdad por engaño diabólico y golpear a aquellos que perseveren con pertinacia en sus doctrinas repudiadas, de manera que el castigo sirva de ejemplo a los demás.

 El Santo Oficio, es decir, la Nueva Inquisición pretendió expurgar doctrinas, cortar de raíz disensos y mantener pura a la cristiandad. Ya sabemos los métodos empleados. En España consiguió evitar las terribles guerras de religión de Europa, pero no dejó de ser un secuestro de la sociedad por parte de la Iglesia. Parece que el nombre mismo no era el adecuado dependiendo de la época. Pío X lo cambió por Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio; Pablo VI en 1965 lo dejó en Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe; JP2 suprimió en 1988 el título de “Sagrada”.

La última de las sublimes “invenciones” de Trento fue la elaboración del “Index librorum prohibitorum”, donde se irían incluyendo todos los libros publicados o por publicar que los censores nombrados por la Iglesia consideraran opuestos, peligrosos o inadecuados a la fe católica. Tuvo una larga vida, de 1559 a 1966. La lectura de alguno de esos libros era pecado grave.  

Dentro de esa noble pléyade de autores censados encontramos toda la obra de Rabelais, obras de Descartes, Lafontaine, Montesquieu, Zola, Balzac, Kant, Víctor  Hugo, Sartre; Giordano Bruno; Copérnico;  Erasmo, H. Bergson, Voltaire; Boccacio; J. Cortázar y libros como Werther; “El Principito” y miles más.

En España y en 1559, el inquisidor Fernando de Valdés, ayudado por el dominico Melchor Cano, incluyó en el Índice 700 libros. El primero de ellos, la Biblia en castellano. Estaban las obras traducidas de Erasmo, pero también obras de Gil Vicente, Hernando de Talavera, Torres Naharro, Juan del Encina, Jorge de Montemayor y libros como El Lazarillo de Tormes,  el Cancionero general y desde 1622, La Celestina

Resulta extraño que se incluyeran obras religiosas de Juan de Ávila, Luis de Granada, Fray Luis de León y Francisco de Borja. Éste, temiendo ser procesado, huyó a Roma y no regresó a España. Nada menos que los “Ejercicios” de Ignacio de Loyola entraron en el Índice.  Incluso el Quijote quedó expurgado de algunas frases consideradas ambiguas para el vulgo.

Uno de esos signos de desesperación de la Contrarreforma fue la prohibición de traducir la Biblia así como la lectura de la misma sin autorización explícita, autorización que nunca se podría conceder a las mujeres.

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