La caída del Imperio Romano y el cristianismo.

Les supongo a los que por aquí recalan conocedores de uno esos lugares en España que no pueden dejar de ser visitados: Palencia, “La Olmeda”. He estado varias veces en ese lugar. Y, lo mismo que Edward Gibbon ante las ruinas del Foro romano, la nostalgia se ha apoderado siempre de mí. Uno llega a ponerse en el lugar y vivir la misma sensación que pudo sentir aquel que veía llegar la ruina inevitable y sin embargo se aferraba a sus posesiones, al lujo en el que había vivido… siendo consciente sin embargo de cómo se cernían sobre él la destrucción y la muerte. Todo eso, a lo largo del siglo V.
La Olmeda fue una hacienda romana con muchas hectáreas de terreno cultivable, con infinidad de siervos y más de doscientos guardias de seguridad. De todo aquello no queda nada. Todo fue arrasado… ¡por quienes necesitaban ladrillos refractarios para sus míseras viviendas! Es de suponer una degradación progresiva y una huída paulatina de sus dueños buscando lugares más protegidos, aunque también pudo producirse una irrupción de bárbaros que arrasaron con todo lo venal que en tal morada existiera. Primero las joyas fáciles de llevar; luego el mobiliario; más tarde elementos ornamentales, finalmente piedras talladas, tejas, ladrillos…. Los hermosísimos mosaicos no interesaban a nadie.
Mil quinientos años de abandono, la erosión, las lluvias, la sedimentación, el poder de la naturaleza cubrieron el lugar de varias capas de tierra, hasta su descubrimiento en labores de arado y siembra a mediados del siglo pasado.
Atribuir la caída de un imperio, sea el romano en otro tiempo o el soviético en el nuestro, a una sola causa sería excesivamente simplista. Hablar del “post hoc, ergo propter hoc” (después de esto, luego a causa de esto) es de cortos de inteligencia. Sin embargo tales argumentaciones se dan con frecuencia. Véanse, en la religión, las explicaciones sobre los milagros.
Por otra parte, hablar de la caída del imperio romano en un artículo de apenas dos folios, podría resultar algo pretencioso, fatuo y necesariamente superficial.
¿Influyó el cristianismo en la caída del Imperio? No tiene la pregunta respuesta. Decir que sí es pecar de reduccionismo y hasta de parcialidad artera. Decir que no es desconocer los muchos elementos que incidieron en ello. La monumental obra de Edward Gibbon (1737-1794) incide en ello y analiza la concatenación de causas, entre ellas el “espíritu” cristiano (1).
Alguien podrá disculpar al cristianismo como causa afirmando que el Imperio Romano pervivió en Oriente mil años más, hasta 1453, fecha de la caída de Constantinopla y fecha que se pone como inicio del Renacimiento. Los más simples dirán que fueron los bárbaros, unidos contra el tirano, los que dieron al traste con el Imperio. Gibbon afirma que fue la propia grandeza del Imperio, imposible de sostener, lo que le hizo caer: “... el extraordinario tejido cedió a la presión de su propio peso”.
¿Por qué, entonces, citar al cristianismo como causa coadyuvante? Recogemos algunas ideas de Gibbon referidas al cristianismo.
La llegada del cristianismo supuso una revolución para los conceptos que la sociedad romana tenía y en los que se sustentaba todo el tejido social. Lo de menos podrían ser las creencias en varios o en un solo dios. Lo importante era el mensaje de amor e igualdad que propugnaba.
El primitivo mensaje cristiano conllevaba consecuencias excesivamente subversivas, entre ellas la abolición de la esclavitud; el pacifismo que ponía en cuestión el servicio de armas, el ejército; la igualdad entre las clases sociales; un reparto más equitativo de la riqueza, algo que chocaba con las grandes fortunas y los grandes terratenientes (como “La Olmeda”); paridad entre extranjeros y ciudadanos romanos…
Al adquirir rango oficial, muchos de sus postulados cambiaron o dejaron de tener vigencia, pero a la larga el mensaje fue calando en la sociedad. Si bien la existencia de ricos y pobres, romanos y bárbaros, propiedades… se vio como algo normal, no así la esclavitud ni el belicismo. El ejército estuvo siempre cuestionado, algo letal no ya para las conquistas sino para la defensa de las fronteras.
Para el espíritu cristiano –dice Gibbon—lo importante no era tanto la defensa del Imperio y una vida civil tranquila sino la búsqueda de la felicidad en la vida futura. El mensaje evangélico de la mansedumbre y “poner la otra mejilla” acaba en cierto modo con el militarismo que sustentaba el Estado Romano.
Para San Agustín las invasiones son voluntad de Dios. Por ello, no son malas en sí. El bien del Imperio no coincide con el bien de sus ciudadanos: lo importante para los hombres que pueblan el Imperio es la salvación de su alma. La predicación de los líderes religiosos se centra en virtudes que van en contra de lo que antaño imperaba: la ostentación, el lujo, las riquezas, la posición social… son menos importantes ahora que las virtudes que proclaman los cristianos: la caridad, la pureza, la limpieza de alma… Por su parte los altos mandatarios cristianos, obtenido el beneplácito y sustento imperial, están ahora más preocupados por la unidad de la fe, frente a las incipientes y profusas herejías como el arrianismo o el pelagianismo.
Es curioso otro hecho poco estudiado como causa y porqué de las invasiones de los bárbaros del norte: el clima. El enfriamiento de los países nórdicos produjo una huída masiva hacia el Sur. En su peregrinar se encuentran con fronteras ahora desprotegidas, sin oposición firme contra ellos, con pueblos y ciudades llenas de confort y riquezas.
Pero estas consideraciones y temas anexos ya son asunto de otras historias.
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(1)Para quien quiera saber más, recomiendo no la monumental obra de Edward Gibbon sino otra más accesible: La caída del Imperio Romano de Adrian Goldsworthy (La Esfera de los Libros, 2009).