Qué se hizo de la pobreza evangélica
| Pablo Heras Alonso.
Comparo la forma de encarar la Iglesia eso de la pobreza que predicaba Jesús y que la Iglesia ha pretendido practicar, con el discurso de Jesús sobre los niños, “dejad que se acerquen a mí”, “ay de quien escandalizare”, etc. Y por simbiosis con Jesús, se ve a obispos, algún que otro cardenal y al papa atusar a los niños. No sienten nada de lo que dicen; no sabrían cómo entablar una conversación con uno de ellos, pero ¡hay que acercarse a los niños! Con Jesús era al revés, eran los niños los que se acercaban a él.
He tenido dos experiencias directas de esto: en la Sala Pablo VI el guardia de turno nos indicó que pusiéramos a los niños delante, ante el pasillo de salida del papa, que seguro que Juan Pablo II se acercaría a acariciarlos y bendecirlos, como así hizo. La segunda, cuando el cardenal Antonio Mª Rouco acarició a un alumno de nuestro colegio en una misa en la catedral de Madrid. La foto que luego vimos indicaba el enorme esfuerzo que tuvo que hacer el señor cardenal para realizar algo que no iba con él, que no sabía cómo administrar. A todos esos encumbrados prebostes se les nota que no tienen empatía con los niños, que ni siquiera sabrían cómo hablarles.
Pues eso mismo sucede con la pobreza de la Iglesia. Las grandes autoridades no saben cómo administrarla, porque se ven urgidos a satisfacer lo que el mundo exige de ellos, pompa, ceremonial estatuido, presencia de autoridades de otros estados, mantenimiento del ritual y así todo. Y necesidad de mantener fastuosas residencias y pingües cuentas en el banco Ambrosiano o en Wall Street.
Es algo que no ha calado en la sociedad, algo sin imitación posible entre los fieles. Si algo positivo sienten éstos, no hacia la pobreza sino hacia los pobres, es empatía y compasión, sentimiento de querer hacer algo por ellos, aliviar su situación, procurar medidas políticas para ayudarles, etc. Se podría entender esto como “lucha contra la pobreza” y no como “asunción personal de la misma”
Volviendo al asunto de cómo la Iglesia encaró la pobreza, perdón, la riqueza, a lo largo de los siglos citábamos ayer varios modos: la simonía, las indulgencias, el nepotismo, la extorsión, el acaparamiento de bienes, y, en nuestros años, hace bien poco, la inmatriculación de propiedades a su nombre.
¡Vaya ejemplo de pobreza y de espíritu de la misma el que ha dado la Iglesia, con continuidad en el tiempo! Los escándalos de otrora, que sólo trascendían a reducidos círculos de poder, se van conociendo hoy día gracias a la información generalizada.
En el pasado, los puestos eclesiásticos se compraban y vendían como si este negocio fuera algo normal. ¡Y era la propia Santa Sede la que más se aprovechaba de este comercio! Curiosamente concilio tras concilio clamaba contra esta lacra, pero resulta que los mismos obispos o padres conciliares que tales depravaciones denunciaban, luego las practicaban en sus propias sedes. ¿Caían en la cuenta del episodio de Hechos de los Apóstoles donde Simón pretende comprarle a Pedro la facultad de realizar milagros e impartir el Espíritu Santo? No, lo suyo era laborar por el bien de la Iglesia.
Relacionadas con la simonía estaban las investiduras. En este caso eran los reyes o señores feudales los que se inmiscuían en los asuntos eclesiásticos, en el nombramiento de obispos y en la selección de capellanes. No primaban las cualidades religiosas o el celo pastoral de los elegidos sino que éstos fueran fieles a los deseos del señor que los nombraba.
Pero también sucedía que tales cargos, diócesis o capellanía, fueran un objeto venal, de gran valor monetario para reyes o señores. Incluso entraba en la categoría de puesto a subastar tal o cual abadía de prestigio. Se podía llegar al pago de enormes sumas por parte de la familia del pretendiente, siempre miembro de la nobleza, sabiendo que recuperarían sobradamente la inversión. Para resarcir a la familia del abad, eran los sufridos y “obedientes” monjes los que tenían que trabajar a destajo con el fin de poder pagar las mensualidades estipuladas. Dice a este respecto un cronista respecto a la deuda contraída por el abad: “…de carne et ossibus monachorum soluturus”, “solventado el pago con la carne y los huesos de los monjes”.
En la Historia de la Iglesia es frecuente leer que para puestos vacantes “oportunos” escogían a personas que no estaban ordenadas ni tenían estudios eclesiásticos, cosa que solucionaban en pocos días con un barniz teológico y una ordenación a toda prisa, eso sí, pagando “religiosamente” el canon pactado. Obtenido el cargo, venía el aumento de impuestos tanto a sacerdotes o párrocos como a laicos dependientes de la diócesis o de la abadía, para recuperar la inversión.
Se dio con frecuencia el caso de elección de cardenales que recaía en niños. A partir de su nombramiento, el cardenal-niño podía comenzar a recibir las oportunas rentas asociadas al cardenalato. Hete aquí, pues, en el reino nacido de la predicación de la pobreza a reyes asociados a tal reino y pastores cobrando dinero por su mensaje espiritual de salvación.
¿Sigue la Iglesia así? No sabría qué decir a la vista de las posesiones que usufructúa y el inmenso patrimonio inmobiliario que posee. No hay pueblo sin su templo y en algunos hasta cinco o seis iglesias (acabo de volver de Toro), cenobios a miles, el Vaticano la joya que refulge... Lo curioso o triste o discordante es que los párrocos rurales siguen siendo pobres, estos sí.