Más sobre la inmaculada Iglesia de Cristo.

A pesar de los inicios revueltos del pontificado de Dámaso I (304-384), fue éste un buen papa, elegido a los 62 años, en el 366. Lo valiente no quita lo cortés. Fue santo y es el patrón de los arqueólogos. Tuvo que bregar contra el arrianismo y dos o tres herejías más. Curiosamente trató de preservar la vida del hereje Prisciliano, condenado en Zaragoza en 380, quizá porque ambos eran gallegos. En su tiempo, su secretario San Jerónimo comenzó a traducir la Biblia al latín, la  Vulgata. Fue este papa el que determinó el canon de los libros de la Biblia.

Decíamos el otro día que lo de Ursicino y Dámaso  no terminó ahí. Y tal como siguió, comprobamos que los asuntos judiciales en colisión con el poder se repitan hasta llegar a Doña Begoña Gómez casada con  el poder.

Los partidarios de Ursicino, convencidos de sus derechos y buscando justicia por las agresiones sufridas, apelaron a la justicia romana. Pusieron su confianza en un abogado célebre, un judío converso llamado Isaac, y apelaron a un juez íntegro y duro en la aplicación de la ley, Máximo.  El juez llamó a Dámaso y sus secuaces para que se defendieran, pero las cosas no pintaban bien para ellos y se pusieron muy en su contra. Temieron que Máximo les aplicara la pena capital por sus desmanes y muertes que ellos provocaron.

Dámaso, por medio de Evagro, un eclesiástico famoso por su elocuencia, apeló al emperador y consiguió de nuevo el favor de Valentiniano (321-375), convencido por los argumentos falaces de Evagro. El emperador decretó la paralización del juicio [algo parecido a una acusación de prevaricación], ordenó de nuevo el destierro de Ursicino y su abogado Isaac y renovó las decisiones del edicto imperial anterior, dando poderes absolutos a Dámaso en todo lo que supusieran litigios eclesiásticos.

A los historiadores de la Iglesia que edulcoran el pasado, les vendría bien recordar lo que un “colega” suyo contemporáneo de Dámaso, Amiano Marcelino (c. 325-400), escribía sobre los hábitos y costumbres que campaban en los centros eclesiásticos:

Cuando se ve el fasto mundano que rodea esta dignidad, no sorprenden las pugnas que hay para conseguirla. Los que aspiran a ella saben muy bien que una vez obtenida, sus deseos en lo que se refiere a los favores de las damas, serán cumplidos; que su cuerpo será llevado siempre por carrozas [o en “falcon”]; que vestirán con incomparable magnificencia; y que su mesa aventajará a la de los emperadores. Sabido esto ¿extrañará cuanto se haga, por  atroz, falso o bajo que sea, con tal de alcanzar tal prebenda?

Se cuenta de un tal Praetestatus, romano pagano, refiriéndose a Dámaso: “Háganme obispo de Roma y me haré cristiano”.   En realidad la historia del papado no es distinta a la de cualquier reino de su entorno, especialmente en las épocas en que la Santa Sede era poderosa, que han sido muchos siglos siéndolo. 

Y no es que neguemos los grandes hechos que la adornan, la infinidad de personas buenas en su seno, el influjo que ha tenido en la historia del mundo e incluso de la ciencia, el bien que ha prodigado a las multitudes empobrecidas… Es algo que no se puede negar. Y, a continuación, el “sí, pero”. O sea, la mancha en la impoluta camisa. 

Depositaria de la gracia de la redención”, “la única verdadera”, “la infalible”… esta misma Iglesia ha refulgido en hechos delictivos, traiciones, bajezas, crímenes, extorsiones, afán de lucro… con el agravante de que muchos de estos hechos han sido practicados o se han generado dentro de las estancias del poder, entre aquellos que, vicarios de Cristo, deberían haber sido ejemplos de virtud y santidad para el pueblo fiel.

“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Aprendieron todo lo contrario. A partir del siglo V, primó el boato, los papas adoptaron vestimenta y ritos copiados literalmente de las ceremonias imperiales, cosa que ha continuado hasta hoy. “¿Cuántas veces debo perdonar?... hasta setenta veces siete”. “Cuando te abofeteen, ofrece la otra mejilla”. En los círculos papales había ambiciones o traiciones que no se podían perdonar. ¿Perdonar los papas? Las historias refieren hechos verdaderamente lúgubres y de extrema crueldad.

Unos ejemplos entre cientos. León III, elegido papa en 795, sufrió una emboscada por aquellos que se sentían preteridos; derribado del caballo intentaron sacarle los ojos y arrancarle la lengua, pero se contentaron con desnudarle y propinarle una paliza casi mortal. Lo encerraron, preso, en un monasterio, del que logró escapar, recobrar el trono y cobrar venganza. A unos nobles romanos que habían conspirado contra él, les cortó la cabeza y también a sus seguidores.

Algo parecido, el papa Pascual I (817-824) que mandó sacar los ojos y decapitar a dos nobles romanos rebeldes. Son ejemplos de mansedumbre y de perdón. No es de recibo eso de que “eran otros tiempos”, tiempos en que  sí había otros ejemplos eminentes de santidad.

El porqué de todo esto es claro, los papas eran “señores” de un Estado. Si querían mantenerse en el poder debían obrar al uso de los tiempos, siendo feroces, tramposos y hasta rapaces. ¿Y esto era la Iglesia, de la que dijo “aquel” que mi reino no es de este mundo?  Pues lo ha sido desde entonces y sigue siéndolo.

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