La necesaria conversión. Consecuencias positivas (5)
Conversión a la normalidad de la vida después de un periodo de credulidad “avergonzada”.
| Pablo HERAS ALONSO
Aquellos que asisten a tan desmesurado drama, supuesto drama de la “pérdida” de la fe, hablan del trauma que todo ello supone para la persona: dejar atrás los años de felicidad insondable gracias a los gozos que proporciona la salvación de Dios; atrás los momentos de intimidad con Jesús; atrás la vivencia regocijada de sentirse miembro del cuerpo místico; atrás el freno que supone la gracia frente a los embates de Satanás…
Mi interlocutor abre los ojos con incredulidad: ¿cómo pueden decir eso si no han sobrepasado las puertas de su ingenuidad creyente a prueba de pruebas, si no se han parado a pensar en que puede haber otro mundo más humano y menos alienante?
“Siento el irrefrenable impulso de comunicarte mi paz interna y las muchas cosas que he tenido ocasión de descubrir, después de que la intolerancia eclesiástica me dejó en la calle, eso sí, libre de compromisos y con todo el tiempo disponible para poderle buscar una base racional a aquellas creencias, si la tenían”.
Hablamos del miedo al más allá imbuido desde la más tierna infancia en la mente de los creyentes, miedo que va cobrando carácter de perentoriedad en las personas mayores, las que ven acercarse el fin de sus días. Puede llegar a constituir una fuente de, no diremos angustia, pero sí cierta congoja.
El “más allá” es mucho más allá cuando no se ha llegado siquiera a sospechar la ficción que se ha tejido en torno a ese pretexto de la extinción normal de la vida, cuando no se ha vivido la tranquilidad que supone aceptar lo que es norma de la naturaleza, nacer, crecer y morir.
Tal vivencia no es normal entre los jóvenes y, si se da, es únicamente en mentes enfermizas o neuróticas.
El misterio de la vida no es tal si uno se siente unido a la naturaleza, si acepta que el hombre es un ser más de la misma, si mentalmente ha asimilado que el hombre sólo es el término de un proceso evolutivo que surgió hace millones de años y que todavía está en desarrollo.
Lo otro son invenciones de mentes retorcidas, calenturientas o, en algunos casos, enfermizas. A lo largo de los siglos han ido alimentando y engordando imaginaciones, quimeras y entelequias, algunas, hay que reconocerlo, de gran calidad literaria o artística.
Aun creyendo que pudiera haber un más allá, ¿alguien sabe algo de él? Nadie. La única verdad es que nadie sabe nada de ese más allá. Sólo son fantasías. Ya esto, si uno se para a pensar seriamente en ello, debiera tranquilizar el ánimo. ¿Para qué forjar dentro de la mente preocupación alguna por algo que no sabemos qué es? ¿Para qué dejarse llevar por lo que otros han dicho si ni ellos mismos sabían nada de lo que pasa tras esta vida?
El veneno del dogma creó temores sin fundamento. Y la niñez se puede prolongar de tal modo que nunca se salga de ella en cuestión de creencias, porque éstas nunca han podido tener explicación alguna convincente.
Y el creyente se dice a sí mismo durante toda su vida: “Por si acaso” creo todo eso. Y como soy buena persona me siento confortado con ese más allá que me pintan con colores de felicidad suprema. Y ni siquiera saben en qué pueda consistir esa suprema felicidad.