Un repaso circunstancial al papado.

¿Para qué hablar del Papa si nadie sabe ni a nadie importa cómo apareció en un principio tan alta institución, si hoy todos lo aceptan como jefe, si nadie discute su liderazgo y los que lo discuten sufren feroz ostracismo, si todos los fieles católicos lo tienen por “santo padre” porque así lo llaman, si todos están de acuerdo en que le asiste personalmente el Espíritu Santo?

Pues sí, hay que hablar. Y los que hablan suelen ser los más ecuánimes, aquellos que no tienen ningún interés ni en su glorificación ni en su defenestración. El Papa es un hecho más de la vida. Es y está, se admite como tal. Y en este hecho de la vida, no deja de ser un anacronismo el que en el concierto internacional el Vaticano sea un estado del cual el Papa es el jefe. Un estado a la vez teocrático y gerontocrático.

Aun así, escarbar en la institución siempre produce satisfacción intelectual. Los de los primeros tiempos son todos santos, la mayor parte por mártires; los de la segunda etapa, siglo IV y siguientes, aprovechados, laboriosos, organizadores; los de la tercera, siglo X y siguientes, todos políticos y militares, ladrones, delincuentes, vividores, mecenas; los de la cuarta, con inicio en el XVII, contemporizadores forzados; en la quinta etapa, siglo XIX, …a la fuerza ahorcan; finalmente, los nuestros, pletóricos de pompa y circunstancia (música de Elgar), abocados a salvar los trastos y el último que apague la luz.

Aunque el listado de papas de los primeros tiempos peque de inexactitud, no por eso podemos desdeñar el hecho de que su genealogía posterior sea una de las más provectas de la historia: dos mil años de continuidad electa. Solamente conocemos tres dinastías que superan al papado: las 31 egipcias, completadas con la macedónica y la ptolemaica, faraones desde el año 3.000 a.C. hasta el 30 a.c. La segunda es la dinastía china, que se inicia con fecha conocida en 2.852 a.c. y, con intervalos por división de reinos, llega hasta 1.916. Pu Yi fue el último emperador, un bufón de japoneses y comunistas, de vida novelesca. La tercera dinastía, la de Japón, comienza en el año 660 a.c. y gobierna en la actualidad, 28 siglos.

Todo en la Iglesia proviene del Nuevo Testamento, dicen, incluso la institución de los papas. Pues hay quien dice que esto es falso. Las citas sobre la primacía de Pedro sobre el resto de los apóstoles se ha demostrado que han sido interpolaciones posteriores, siglos III y IV. La primacía del obispo de Roma y el título “sucesor de Pedro” se encuentra en una cita de León I Magno en 451 (Concilio de Calcedonia), aunque este Concilio estatuyó la “paridad” entre los obispos de Roma y Constantinopla en el canon 28. El título “vicario de Cristo” tampoco es evangélico, lo usó por primera vez Gelasio I en  el año 495.

Entre los engaños turísticos está el que llaman “trono de Pedro”, de madera, regalo de Carlos el Calvo al papa Juan VIII por su coronación en el año 875, decorado luego por Bernini con signos del Zodiaco y los trabajos de Hércules. La Cátedra de San Pedro se venera el 22 de febrero, fecha elegida para suplantar una festividad romana, cuando se honraba a los difuntos con un banquete, donde un asiento, “cáthedra”, quedaba vacío en recuerdo del difunto.

Otro de los engaños o suplantaciones cristianas es el título de “Póntifex Máximus”, título de origen pagano. Primero era el grado que recibía el superintendente de los puentes sobre el Tíber;  luego ostentó este título el que tenía el grado más alto de los sacerdotes romanos, el que tendía puentes entre los hombres y los dioses; finalmente y como autoridad suprema religiosa, este cargo recayó en los emperadores.

Quien primero aplicó este título a un papa, a Calixto I, fue Tertuliano, año 220. Más tarde fue el emperador Graciano el que nombró a Dámaso I “pontífice”, queriendo separar claramente las funciones estatales de las religiosas.

El “Póntifex Maximus” se revestía de vestiduras blancas pero el papa no vistió de blanco hasta el año 1.566 y no porque copiara al personaje romano sino porque era dominico y quiso seguir vistiendo su hábito blanco. Hasta entonces los papas lucían el color de los cardenales, el rojo.

Respecto a la elección del papa, las formas y los tiempos han cambiado mucho: en los inicios del cristianismo, eran fieles y clero de Roma los que elegían a sus obispos; en el año 336 decidieron que el cuerpo elector del papa fuera únicamente el clero de Roma. En  1059 Nicolás II  decretó que fueran electores los cardenales obispos (había cardenales-diáconos, cardenales-curas y cardenales-obispos) y luego, en 1179 (III Concilio de Letrán), todos los cardenales.

Hubo un tiempo largo en que el número de cardenales era exiguo, lo cual era origen de problemas en la elección del papa. Por ejemplo, con Alejandro IV fueron siete; doce en la elección de Celestino V, el primer papa dimisionario, al que Dante coloca en el Infierno (III, 60).

La historia de los papas muestra que el Espíritu Santo al que invocan antes de cada elección o está ausente o no encuentra a quién elegir, o percibe excesivos intereses políticos, o ve abusivas rivalidades, o ve peligro en ciernes sobre el colegio cardenalicio reunido. En todas las elecciones ha habido muchos intereses políticos sobrevenidos o injerencias extrañas al carácter religioso que tal cargo presuponía.

Se recuerda la elección de Gregorio X como origen del procedimiento “cónclave”: la sede papal estaba acéfala desde hacía 33 meses. Los electores no se ponían de acuerdo. Pasaba el tiempo y el pueblo, cansado, encerró a los cardenales en el palacio episcopal de Viterbo. Inmediatamente eligieron a uno de compromiso, que ni siquiera era clérigo. Año 1271, Gregorio X, hoy beato.

El ejemplo había funcionado y así, desde entonces, el II Concilio de Lyon (1274) decretó que la elección del papa se hiciera “cum clave”, quedando los cardenales encerrados hasta que la fumata blanca indicara el parto feliz.

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